Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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Pero el pensamiento se desvaneció.

Entonces se dio cuenta de que nada le importaba. Nada en este mundo y tiempo tenía importancia.

31

Finales de julio del año de nuestro Señor de 1212.

Cinco muchachas, cubriendo su boca con un tenue velo, danzaban contoneando la cintura y lanzando sus manos serpenteantes por encima de sus cabezas. Bajo los tules que ocultaban los senos, descubrían el vientre y cubrían de caderas a tobillos, se adivinaban unas redondeadas formas agitándose al compás de una música árabe lejana. Las imágenes, primero borrosas, fueron aclarándose mientras el volumen subía. Oyó los gritos, las exclamaciones, las risas. Una muchedumbre de hombres de armas con algunas mujeres, quizá las esposas de los soldados, quizá prostitutas o ambas, rodeaba a las bailarinas, haciendo corro al otro lado de la mesa y dando palmas. Caía la tarde y el fuerte calor de julio era mitigado por la sombra de unos grandes pinos.

La tropa estaba feliz, y los nobles, contentos; era un ejército victorioso que regresaba de una cruzada donde los reinos cristianos de Hispania habían derrotado a las terribles huestes de los almohades. Sí, cierto que lucharon en tierras extranjeras contra un enemigo que no amenazaba directamente los reinos del rey don Pedro II de Aragón, su señor, pero ayudando a los castellanos hoy, libraban a su propia patria de una gran amenaza futura.

Además, el Papa les había perdonado todos sus pecados con la bula de los cruzados. Todos. Sin importar cuántos eran ni cuán mortales pudieran ser. Para muchos de los allí reunidos, el perdón de los pecados era ganancia nada desdeñable, habida cuenta de la pesada carga que acarreaban antes de empezar la campaña.

Y finalmente el botín capturado a los almohades era bueno, tanto en la batalla como en la toma de varios pueblos y ciudades; caballos árabes, joyas, armas, telas e incluso las cinco bailarinas y los músicos que tocaban. Todos estaban contentos y querían disfrutar de la fiesta.

Presidiendo la celebración, en una larga mesa de toscos tablones de madera, se encontraban los nobles principales y Jaime entre ellos. El festín estaba en sus postrimerías y la mesa, cubierta de restos de carnes, pan y frutas, parecía un campo de batalla. Todos golpeaban sus copas de plata al ritmo de la música.

Pero Jaime no compartía risas y bromas como de costumbre. Algo le preocupaba.

– ¡Oh, mujer! -levantándose a su lado, con la copa iluminada por el sol poniente y brindando hacia las bailarinas, su amigo Hug de Mataplana recitaba acallando la música con su voz tronante-. -¡Obras de gran maestría son el ritmo de vuestros pies, la sonrisa de vuestros labios, la luz de vuestros ojos, la curva de vuestras mejillas…! -Aquí hizo una pausa quedándose inmóvil con su copa alzada al cielo. Un expectante silencio se impuso-. ¡Las mejillas de vuestro trasero!

Risotadas y aplausos siguieron el improvisado brindis de Hug, que saludó a unos y a otros con su copa, para luego beber el vino de un solo trago antes de sentarse.

Hug de Mataplana, noble caballero, destacado por su valor en el campo de batalla, también era un notable trovador, que no limitaba sus trovas al amor galante, [5]practicando sin limitación poesía mucho más sensual.

Hug se sentó mirando a Jaime con una amplia sonrisa, donde sus dientes blancos resaltaban entre la barba y su negro cabello ensortijado.

– ¿Cuál de ellas queréis esta noche, don Pedro? -preguntó a Jaime bajando la voz y con tono cómplice-. ¿Qué os parece la de ojos azules? ¿Veis cómo mueve las caderas? Y si os habéis cansado ya de Fátima, dejádmela a mí.

Hug le hizo sonreír y Jaime lo agradecía, pero decidió no contestar y poner su atención en la danza y en las provocadoras sonrisas que adivinaba bajo los velos.

La música subía en rapidez e intensidad mientras las bailarinas giraban y saltaban haciendo sonar cascabeles. La música paró de súbito y los asistentes prorrumpieron en gritos y aplausos.

Las chicas salieron corriendo del círculo, protegidas por los guardias del rey, que no se esforzaron demasiado en ahorrarles el inevitable manoseo de los soldados más cercanos a aquellos cuerpos apetecibles.

No había terminado el pequeño tumulto cuando un muchacho de unos veinte años, con poca barba y vestido de juglar, ocupó el centro del círculo con su laúd.

– ¡Es el juglar Huggonet, que viene de Carcasona y Tolosa! -exclamó Hug mientras la noticia corría entre la soldadesca al otro lado de la mesa.

El recién llegado hizo sonar algunas notas de su laúd, y un sorprendente silencio se hizo entre la multitud cargada de vino.

Huggonet hizo una reverencia quitándose su gorro y proclamó en voz tanto más sorprendente por lo fuerte y poderosa como por lo delgado e inmaduro de su aspecto:

– Al señor don Pedro, conde de Barcelona, rey de Aragón, señor de Occitania, de Provenza, de Rosellón, de Montpellier, del Bearn y vencedor del moro en las Navas de Tolosa -clamó-, os pido, señor, licencia para cantar unos serventesios que un trovador occitano y mi propio corazón me dictaron.

Se hizo de nuevo el silencio y todo el mundo miró a Jaime, que, después de unos instantes de inmovilidad, con un gesto de su mano concedió:

– Tenéis mi permiso.

Huggonet tañó su laúd y en voz baja empezó a medio recitar, medio cantar la invasión que desde el sur lanzaron los ejércitos almohades. La intolerancia y fanatismo de sus tribus contra los dialogantes moros del Al-Andalus. Cómo el rey don Pedro acogió en sus estados a los refugiados cristianos, judíos y también algunos musulmanes que huían de las zonas ocupadas y temían perder su religión, su vida o ambas cosas.

¡Oh, generoso, compasivo y tolerante don Pedro!

Huggonet cantaba en su lengua de Oc, pero con suficientes palabras en aragonés y catalán llano para ser entendido por la soldadesca catalano-aragonesa.

Cantó cómo las madres cristianas acunaban a sus bebés, temiendo por su vida frente a la marea cruel que venía del sur, y cómo los reinos cristianos de la antigua Hispania unieron sus fuerzas y destinos para combatir la amenaza.

La voz de Huggonet subía en volumen, urgencia e intensidad conforme la previsible batalla se acercaba; la multitud guardaba un silencio total sintiendo la emoción atenazar sus gargantas.

Y el 16 de julio del año del Señor del 1212, cristianos y almohades chocaron en las altas llanuras de las Navas de Tolosa.

Duros y aguerridos eran los almohades, pero valientes los castellanos, temerarios los navarros, y audaces los aragoneses y catalanes- Los de Castilla aguantaron con bravura la tremenda embestida de la antes nunca vencida vanguardia almohade.

Mientras, catalanes, aragoneses y navarros rompían el centro del ejército almohade, como un galgo rompe el espinazo a una liebre mientras la sujeta con los dientes.

¡Qué día de gloria y qué día de dolor! Gloria cuando los caballeros aragoneses y catalanes, con su rey don Pedro luchando al frente, destrozaron el centro del ejército enemigo y llegaron hasta la propia tienda del caudillo almohade Miramamolín.

Gloria cuando don Pedro demostró que era el mejor y primer caballero de la Cristiandad, y sus caballeros que eran segundos sólo detrás del primero. ¡Y cómo se batieron los caballeros! ¡Y cómo lucharon los infantes!

¡Qué gloria y qué dolor cuando tantos fueron heridos o muertos luchando como héroes en la batalla!

Y recitó los nombres de los muertos más destacados para luego, con un gesto abatido, dejar caer la mano derecha, con la cual tañía su laúd, como muerta. Parecía desolado. Los hipos y los llantos más o menos contenidos de la multitud se oían ahora perfectamente en el silencio. Huggonet recorrió con su vista media circunferencia de los que le rodeaban, y continuó:

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