Javier Sierra - Las Puertas Templarias

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Al hacer un barrido fotográfico sobre Francia, un satélite geoestacionario descubre algo inesperado: ciertas áreas de la región de la Champaña emiten una extraña señal. El responsable del proyecto inicia una investigación que le llevará a la búsqueda de un enigma que tiene nueve siglos de antigüedad. Su investigaicón se mezcla con la llegada de nueve caballeros cristianos al antiguo solar del Templo de Salomón, bajo cuyos escombros desenterraron en 1125 una codiciada reliquia que no sólo les hizo ricos, fuertes e influyentes, sino que les valió la fundación de una docena de catedrales misteriosamente alineadas con la constelación de Virgo.

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– En cierta medida, así es. La Biblia dice que sólo tres profetas ascendieron en cuerpo y alma a los cielos, además de Nuestra Señora: Enoc, Elías y Ezequiel. El primero escribió las páginas de las que os hablo, y en ellas describió detalladamente una raza de ángeles a la que llamó los «vigilantes», que le arrebataron de entre los suyos en dos ocasiones. La primera de ellas estuvo ausente durante treinta días y treinta noches. Dijo haber viajado en compañía de un ángel al que llamó Pravvel y que le entregó un estilete y unas tablas en las que escribió sin parar hasta completar trescientos sesenta textos. A su regreso, Enoc se trajo con él aquellas preciadas tablas y se sirvió de ellas para formar a los hombres sobre los secretos del cielo.

– Pero las Escrituras no dicen nada de esto… -murmuró el obispo.

– Cierto. Se trata de un libro perdido, que narra cosas terribles, sorprendentes, y que la voluntad de Dios ha querido tener fuera del alcance de los cristianos para no espantarlos.

– ¿Espantarlos?

– Sí, eminencia. Por ejemplo con historias como la de la rebelión de Lucifer, al que Enoc, por cierto, llama Semyaza. En el texto del que le hablo, dice que ese tal Semyaza y un grupo de doscientos ángeles más se sublevaron contra Dios, copularon con nuestras mujeres, y engendraron una raza de titanes de aspecto infernal que llegó a sobrevivir incluso al Diluvio. Esos diablos en carne humana recorrieron toda la tierra formando familias que es posible que se hayan perpetuado hasta hoy, y erigieron torres para señalar a los de su estirpe donde podrían reunirse con los suyos.

– ¡Válgame Dios!

– Algo de estos gigantes supervivientes dice el Libro de los Números, capítulo 13, versículo 33. O Deuteronomio, capítulo 2, versículo 11. O Josué , capítulo 12, versículo 4…

– ¿Y qué otras cosas dice su libro?

– Poco más. Desgraciadamente, son muy escasas las páginas que poseemos, muy delicadas. Aunque, eminencia, para satisfacer su inquietud sobre los hechos ocurridos en su diócesis, debo decirle que los árabes que las entregaron al conde de Champaña le explicaron que Enoc fue un gran constructor y que de aquel viaje se trajo los planos del templo perfecto, dejándolos grabados en piedra.

– Pierre de Blanchefort no dijo nada de un plano antes de morir -reflexionó el obispo.

– Ningún maestro de obras lo hace.

– ¿Ninguno? ¿Quiere decir que hubo más de un Enoc?

– Bueno… Ezequiel obtuvo de Dios una visión detallada de cómo deseaba que fuera el Templo, y existe una tradición que cuenta que sus planos llegaron hasta el mismísimo rey David, que los legó después a Salomón. Y esos planos debían ser sólo el principio de un gigantesco plan divino para imitar en el mundo mortal la estructura del mundo celeste. Que vuestro constructor accediera a parte de esa información por cuenta propia sólo puede significar una cosa, eminencia.

El obispo Bertrand tomó las pálidas manos de fray Bernardo entre las suyas. Estaban frías, como si el monje hubiera entrado en uno de aquellos raros arrobos que sufría periódicamente.

– ¿Qué? -le interrogó-. ¿Qué puede significar?

– Que el maestro de obras estuvo realmente en los cielos y accedió a los planos de Enoc. Y alguien que hubiera visto esos planos, eminencia, es justo lo que hemos venido a buscar aquí.

LOUIS CHARPENTIER

Toulouse

No hacía falta ser demasiado perspicaz para saber que Jacques Monnerie no estaba de buen humor. Cuando eso sucedía, la atmósfera de su despacho se hacía irrespirable; apenas entraba luz a través de los cristales tintados de su despacho, y su mesa, habitualmente ordenada, se llenaba de montañas caóticas de papeles y virutas de lápiz por todas partes.

Y ése era, exactamente, el desolador panorama que Michel Témoin, simulando apatía, tenía frente a sí.

– ¡Imposible! -exclamó el profesor al examinar las imágenes del ERS-1-. ¡Imposible! ¡Imposible! -repitió-. No han podido fallar los sistemas otra vez, ¡y justo en los mismos lugares que ayer! ¿No comprende que esto es estadísticamente inaceptable?

El ingeniero, de pie, tembló. Aunque sabía que su director era un hombre de temperamento incontrolado, jamás le había visto sumido en aquella extraña mezcla de abatimiento y cólera a la vez. Lo peor era que las imágenes procesadas por Zeus no dejaban margen para la duda: las tomas del satélite presentaban claras deficiencias en zonas geográficas muy concretas.

– Si usted me lo permite -apuró Témoin tras un incómodo silencio-, tal vez lo mejor sea explicarle al cliente que contrató este servicio lo que hemos encontrado. A fin de cuentas, profesor, no deja de ser extraño que justo los lugares que le interesaba fotografiar sean los que nos han dado problemas.

– Usted no lo entiende, ¿verdad?

– ¿Entender?

Meteor man se llevó la mano izquierda a la frente, como si quisiera secarse un sudor que aún no había aflorado.

– Nuestro cliente es, en realidad, una sociedad filantrópica que ha donado casi treinta millones de dólares a esta institución durante el último año para que hagamos bien nuestro trabajo. Estas manchas -dijo señalando una de las fotos- ponen en evidencia que no somos capaces de hacerlo. Nuestro fracaso nos arrastrará a una catástrofe administrativa sin precedentes. Lo comprende, ¿verdad?

Su rostro afilado enrojeció.

– Pero, señor, yo no creo que el error sea atribuible a nuestra tecnología. Más bien debe tratarse de algo ajeno al ERS.

– ¿Ajeno? ¿Qué quiere usted decir?

Témoin sabía que no tendría otra oportunidad como aquella para convencer a meteor man, así que decidió jugar fuerte.

– Piense que es la segunda vez que repetimos el proceso, y los píxels en blanco están situados, como usted ha visto, exactamente en las mismas coordenadas que ayer. ¿No le parece significativo?

Monnerie se inclinó de nuevo sobre una de las imágenes.

– ¿Un defecto en la antena? -murmuró.

El ingeniero negó con la cabeza. La toma seleccionada – la CAE 992610- mostraba la inconfundible línea recta que traza la rue Libergier hasta el corazón mismo de Reims, y que debía desembocar frente al pórtico principal de su catedral gótica. Sin embargo, en lugar de ésta lo único que podía verse era uno de aquellos malditos borrones.

El profesor se pellizcó la mejilla suavemente tratando de convencerse de lo que tenía frente a los ojos. Repasó una vez más cada una de las imágenes servidas por el ERS y propinó un buen puñetazo a la mesa. Impresas sobre papel fotográfico y acompañadas de una serie de dígitos que indicaban las coordenadas y altitud desde donde fueron tomadas. Las fotos impresionaban por su extraordinaria nitidez. Y lo que mostraban era, sin duda, lo más extraño que había visto en sus treinta y cinco años de carrera.

– Hágame un favor, señor Témoin -habló al fin, cuando terminó de barajar aquellas tomas-, trate de averiguar qué demonios es lo que tapan esas manchas. Si está usted en lo cierto, quizá hayamos tenido la mala suerte de tropezarnos con algún instituto científico, un laboratorio de magnetismo o un centro experimental que a la misma hora de nuestro barrido estaba enviando emisiones al espacio que afectaron a nuestros sistemas. Si ése fuera el caso, al menos podríamos entregar las fotos a nuestro cliente acompañadas de una explicación convincente.

– No, no -el ingeniero mudó por primera vez su rictus temeroso-. Eso no será necesario.

– ¿Ah, no?

Monnerie se reclinó en su asiento giratorio, aguardando una explicación que, evidentemente, estaba a punto de llegar.

– El problema es fácil de plantear, señor.

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