Javier Sierra - Las Puertas Templarias

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Al hacer un barrido fotográfico sobre Francia, un satélite geoestacionario descubre algo inesperado: ciertas áreas de la región de la Champaña emiten una extraña señal. El responsable del proyecto inicia una investigación que le llevará a la búsqueda de un enigma que tiene nueve siglos de antigüedad. Su investigaicón se mezcla con la llegada de nueve caballeros cristianos al antiguo solar del Templo de Salomón, bajo cuyos escombros desenterraron en 1125 una codiciada reliquia que no sólo les hizo ricos, fuertes e influyentes, sino que les valió la fundación de una docena de catedrales misteriosamente alineadas con la constelación de Virgo.

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Allá dentro parecía de noche. El anfiteatro de tres gradas que rodeaba la gran pantalla mural desde la que se dominaban las órbitas del resto de satélites de la Agencia, estaba más atiborrado que de costumbre. Con las luces atenuadas, los monitores de las consolas encendidos y los miles de teclas multicolores resplandeciendo a la vez, el lugar parecía a punto de hervir.

– Estamos preparados, señor.

Una voz metalizada tronó en toda la estancia.

Adoraba aquello. Llevaba casi tres años sin ver otro paisaje que ese enloquecido universo de luces, señales electrónicas e instrucciones mecanizadas. No sabía si fuera de allí llovía o hacía sol, si habían dejado atrás el invierno o el verano. Fuera la época del año que fuese, siempre dejaba aquella sala siendo de noche, y aunque muchas veces le quitaba el sueño el proyecto que llevaba entre manos, nunca faltaba un día a su cita con la lectura. Lo había heredado de Letizia… pero prefería no acordarse demasiado de ella.

– Podemos reiniciar ya la cuenta atrás, señor.

El operador responsable de las comunicaciones con el satélite, un clónico de Andy Warhol que estaba sentado frente a la más céntrica de las mesas de control de la sala, acababa de dar luz verde a la siguiente maniobra del ERS-1.

– Gracias, Laplace -respondió alguien a sus espaldas-. ¿Está ya la antena en posición?

– Lista para desplegarse, señor.

Témoin palideció. Aquel segundo timbre de voz, que retumbó en el hemiciclo a través del sistema de megafonía interno, era lo último que el ingeniero jefe esperaba escuchar allá abajo. Sin embargo, no había error posible: Jacques Monnerie en persona había descendido a los infiernos y estaba dando las órdenes al satélite a pie de panel. ¿Y qué diantres hacía allí la máxima autoridad de la estación, codo con codo con los «mortales» operarios del CNES? [11]¿Inspeccionar por sorpresa una misión rutinaria?

Témoin sacudió la cabeza, y antes de que pudiera dar marcha atrás y regresara indignado por donde había venido, meteor man -apropiado sobrenombre para un manojo de nervios como Monnerie- le detuvo en seco de un grito. Se había arrancado de cuajo micrófono y auriculares, y corría hacia él.

– Mon dieu, Michel. ¿Dónde demonios se había metido usted? Llevo veinte minutos tratando de localizarle.

– ¿Veinte minutos?

El ingeniero, un hombre de mediana edad, gafas de pasta negras y bigote bien recortado, trató de dibujar una sonrisa ingenua y convincente.

– Lo siento, señor. Estaba en la sala de comunicaciones verificando los sistemas de navegación del satélite. Nadie me ha informado de que usted controlaría esta operación personalmente…

– Está bien -le atajó meteor man sin demasiado convencimiento, mirándole por encima del hombro-. Supongo que allá arriba todo estará en orden para la nueva captura de imágenes, ¿no?

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Témoin.

– El ERS está preparado, profesor. Le aseguro que a mis hombres no se les escapará ningún detalle.

– Eso espero, Michel. Por su bien. Ustedes los científicos no tienen ni idea de lo que cuesta cada uno de sus fracasos al presupuesto nacional.

El profesor gruñó algo más en voz baja, que el ingeniero no acertó a descifrar. Encogido dentro de su chaqueta, chasqueó la lengua antes de rematar:

– No necesito recordarle que los resultados que obtuvimos ayer fueron un galimatías ininteligible, señor Témoin -dijo vaciándole una pequeña nube de humo en la cara-. Un desastre cartográfico napoleónico. ¡Y usted también me prometió que todos los sistemas funcionarían correctamente!

– Eso creía, señor. Pero esas cosas ocurren a veces. Ya sabe, una inversión de la temperatura en las capas altas de la atmósfera, un haz de radar militar…

– ¡Bobadas!

Pese a su vista cansada, su pronunciada gota y sus 60 años bien cumplidos, meteor man observó al ingeniero igual que una cobra antes de atacar a la presa elegida.

– El satélite funcionaba bien, profesor -tembló-. Revisé sus sistemas de arriba abajo antes de la misión de ayer y todos estaban en perfecto estado.

– Pues algo falló, señor Témoin.

– La cuestión es qué.

– Y su trabajo consiste precisamente en averiguarlo, ¿no?

Jacques Monnerie le dio la espalda, fijando toda su atención en el trazado orbital del ERS-1 que en esos momentos terminaba de dibujarse sobre el monitor gigante de cristal líquido de la sala.

Allá arriba, a 800 kilómetros sobre sus cabezas, aproximadamente sobre la vertical de Dijon, la sofisticada antena de diez metros de longitud del satélite estaba a punto de desplegarse en cuatro partes antes de lanzar su primer haz de microondas contra la superficie de Francia.

El persistente rumor de la sala se apagó. Si aquello salía bien, el resto de la maniobra sería sencilla.

– Tres… dos… uno…

– ¡Abran el «paraguas»!

El Synthetic Aperture Radar, más conocido como SAR por el personal de la Agencia Espacial Europea, era un ingenio de una precisión sobrecogedora. Diseñado por un equipo de expertos en telecomunicaciones entre los que se encontraba el propio Témoin, el SAR permitía obtener «mapas radar» de zonas del suelo mayores de 25 metros de lado, sin importar las condiciones atmosféricas dominantes. Era capaz de atravesar sin dificultad nubes de tormenta y obtener imágenes digitales nítidas de la superficie terrestre. Después, gracias a éstas, un buen equipo de analistas podía delimitar la ubicación exacta de edificios, avenidas, bosques o lagos y determinar su superficie exacta y orientación con un margen de error de apenas unos centímetros.

De hecho, cada una de esas zonas de 25 metros cuadrados quedaban después plasmadas en un píxel, la expresión mínima de imagen hasta donde permitían ampliar los poderosos ordenadores del CNES. Esto es, cualquier cosa mayor que esa superficie, quedaba impresa en los instrumentos del SAR con una definición casi absoluta.

Michel Témoin se situó frente a la consola central de la sala, echó un breve vistazo a los indicadores de órbita por encima del hombro de los operadores y se aseguró de que el ERS estaba ya sobre el punto elegido. Después, tras intercambiar un par de precisiones con «Andy Warhol», él mismo tecleó la orden correspondiente.

Eran las 13.43 GMT. Habían transcurrido cien minutos exactos desde que el ERS-1 completara su última órbita sobre el objetivo. Fue entonces cuando «el ojo que todo lo ve» se dispuso a tomar su primera «foto».

Automáticamente, la palabra scanning se encendió en el margen superior izquierdo del monitor que vigilaba Monnerie.

– ¿Está enviándonos ya la información? -preguntó.

– Sí, señor. En menos de dos minutos la tendremos ya registrada. Luego sólo quedará convertirla en imagen.

Su respuesta satisfizo al profesor.

– Confío en usted, Témoin -mintió.

– Gracias, señor.

A las 15.23, tras circunvalar una vez más la Tierra, el ERS-1 «disparó» una segunda andanada de microondas sobre la línea imaginaria que une las ciudades de Bayeaux, Évreux y Chartres. Meteor man ya no estaba allí para comprobar cómo la órbita prefijada se había mantenido firme durante todo el trayecto. Se limitó a advertir que quería ver los resultados sobre su mesa lo antes posible.

Pero la misión era larga.

A las 17.03, durante la tercera órbita, le tocó el turno a Amiens y Reims. Y a las 18.43 a París.

A esa altura, a través de los monitores electrónicos del satélite, la Ciudad de la Luz se veía como una gran mancha blanca rodeada por una especie de nubarrones oscuros. El SAR funcionaba así: asignaba un color claro a las superficies pulidas y sólidas, generalmente construcciones humanas, en las que rebotaban uniformemente las ondas de alta frecuencia. Y daba un tono opuesto a aquellas texturas «blandas» e irregulares que absorbían los haces electrónicos del satélite.

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