– ¿Y tu pie? -le pregunté al niño.
– Creo que no me lo he roto -aseguró-. El dolor se me está pasando.
– Ya veremos cuando se te enfríe después de estar quieto un buen rato.
– Sí, pero ahora puedo caminar.
– ¡Tía…! ¡Biao…!
– ¡Esperad un momento! -grité-. ¿Cómo les hacemos bajar? -le pregunté al niño.
– Creo que no hay otra forma -respondió mirando a nuestro alrededor-. Tienen que dejarse caer.
– Sí, pero corremos el riesgo de que se hagan daño.
– Que tiren primero las bolsas y nosotros las colocaremos como si fueran k'angs.
– La de Lao Jiang ni en sueños -repuse, alarmada.
– No -convino él muy serio-, la de Lao Jiang no.
La voz de mi sobrina sonó atemorizada cuando aseguró que ella no se sentía capaz de dejarse caer por el terraplén. Le dije, muy seria, que me parecía estupendo que se quedara arriba para cuidar de los animales pero que tuviera muy presente que, si no salíamos en varios días, pasaría sola todo ese tiempo, noches incluidas, y que eso me asustaba. Cambió rápidamente de opinión y, cuando le llegó el turno de saltar tras el maestro Rojo, se lanzó como una valiente. Saber que caes, no al vacío como suponía yo cuando me tiré sin pensar, sino a un suelo firme y carente de peligro, hace que el descenso sea distinto, más firme y seguro. Todos llegaron bien. Después de Fernanda, vino la dichosa bolsa de Lao Jiang con los explosivos. Él no paraba de repetir desde arriba que no tuviésemos miedo, que no iba a pasar nada, pero los niños y yo nos alejamos rampa abajo hasta la siguiente plataforma por si las moscas. El maestro Rojo recibió el desagradable fardo en los brazos y, luego, lo dejó cuidadosamente a un lado para ayudar a Lao Jiang en su caída. Al poco, todos estábamos enteros y a salvo dentro de aquel pozo de la dinastía Han del que ascendía un extraño olor a podrido. Daba mucha tranquilidad -aunque no completa- saber que pisabas tierra firme reforzada con tableros y vigas que, por muy mal que estuvieran, algo harían porque nada temblaba.
No sé cuántos metros descendimos hasta que la luz se redujo a un punto blanco en lo alto que ya no iluminaba en absoluto. Desde luego, yo no había contado con aquella eventualidad pero, como siempre, Lao Jiang sí. Sacó un yesquero de plata de su bolsillo -el mismo con el que seguramente había prendido la mecha de la dinamita y que yo no le había visto hasta entonces- y, de su bolsa, extrajo también una gruesa caña de bambú en la que anduvo trasteando hasta que consiguió, al parecer, quitarle una pieza muy pequeña y, entonces, al acercarle la llama del yesquero, aquello se encendió lo mismo que una antorcha.
– Un antiguo sistema chino de iluminación para los viajes -nos explicó-, tan eficaz que, tras muchos siglos, aún se sigue utilizando.
– ¿Y qué combustible lleva? -curioseó Fernanda.
– Metano. Un magnífico texto de Chang Qu [47]del siglo iv describe la construcción de canalizaciones de bambú calafateadas con asfalto que conducían el metano hasta las ciudades para ser utilizado en el alumbrado público. Ustedes, en Occidente, no han iluminado sus grandes capitales hasta hace menos de un siglo, ¿verdad? Pues nosotros, no sólo lo conseguimos hace más de mil quinientos años sino que, además, también aprendimos a almacenar el metano en tubos de bambú como éste para usarlos como antorchas o como reservas de carburante. El metano se ha empleado en China desde antes de los tiempos del Primer Emperador.
El maestro Rojo y Pequeño Tigre sonrieron orgullosamente. La modestia china era una falacia como otra cualquiera. No había más que ver cómo se ponían en cuanto tenían algo de lo que presumir. Desde luego, sus muchos y muy valiosos y antiguos conocimientos eran dignos de asombro y admiración, pero cansaba un poco que siempre estuvieran vanagloriándose de ellos. A lo mejor es que necesitaban recordárselos a sí mismos para recuperar su orgullo nacional pero, francamente, resultaba un poco molesto. Yo había dado un salto suicida en busca de Biao y, sin embargo, no me dedicaba a mencionarlo para que me recordaran lo valiente que había sido (aunque me hubiera gustado, para qué nos vamos a engañar).
Después de aquello, con la antorcha china, el descenso por las rampas volvió a ser cómodo y seguro. Cada vez nos hundíamos más en las profundidades de la tierra y yo me preguntaba, asustada, cuándo recibiríamos el primer flechazo de ballesta. Caminaba con desconfianza, aunque ahora, después del salto, sentía un recobrado ánimo en mi interior que me volvía un poco más arrojada e intrépida. La sensación era muy dulce, como si volviera a tener veinte años y pudiera comerme el mundo.
– El camino se termina -dijo de pronto el maestro Rojo. Nos detuvimos en seco. Sólo nos quedaban dos plataformas y tres rampas para llegar al final. Curiosamente, a la profundidad en la que nos encontrábamos no hacía más frío que en el exterior; diría, incluso, que la temperatura era más agradable. Lo único difícil de soportar era el olor pero, después de llevar tres meses en China, incluso esto había dejado de ser un problema.
– ¿Qué hacemos? -pregunté-. Las ballestas pueden empezar a disparar en cualquier momento.
– Habrá que arriesgarse -murmuró el anticuario.
No di ni un solo paso.
– Recuerde el jiance -me dijo, irascible-. El maestro de obras le explicaba a su hijo que, entrando por el pozo al que llegaría tras sumergirse en la presa, saldría directamente al interior del túmulo, frente a las puertas del salón principal que conduce al palacio funerario, y que allí se dispararían sobre él cientos de ballestas. Este pozo está muy alejado del túmulo. Las ballestas no están aquí.
– Pero, en la historia que contó el maestro Jade Rojo -me obstiné-, los ladrones que bajaron por estas mismas rampas nunca volvieron a subir.
– Pero no tuvieron que morir necesariamente en este lugar, madame -me contestó el maestro-. Los chinos somos muy supersticiosos y hace dos mil años todavía más. Es lógico suponer que, tratándose de la tumba de un emperador tan poderoso, los primeros sirvientes que entraron en ella estarían aterrados. Probablemente serían presos, como los que construyeron el mausoleo y arriba, en la superficie, se habrían quedado los capataces y los nobles esperando a ver qué ocurría.
– ¿Y qué ocurrió? -preguntó Biao como si no hubiera oído nunca la historia.
– Pues que los que bajaron no volvieron a subir -sonrió el maestro-. Era todo lo que decía la crónica que leí. Pero eso asustó tanto a los que esperaban fuera que cegaron el pozo como si temieran que algo espantoso pudiera escaparse de aquí.
– Profanar una tumba en China -comenté-, donde tanto se venera y respeta a los antepasados, debe de ser algo terrible.
– Y mucho más la tumba de un emperador a quien los propios Han no habían dejado ni un solo descendiente vivo para que pudiera llevar a cabo las ceremonias funerarias en su honor que marca la tradición.
– Hagamos una cosa -propuse-. Vayamos tirando nuestras bolsas por delante de nosotros y así sabremos si el camino está despejado.
– Una idea muy buena, Elvira.
– Pero su bolsa no, Lao Jiang.
Seguimos descendiendo un poco más y empezamos a lanzar los hatos con mucho impulso para que llegaran lo más lejos posible del pozo y de los restos destrozados del suelo que se había hundido bajo el peso de Biao. Y no ocurrió nada. Ninguna flecha los atravesó.
– La trampa no está aquí -dijo el maestro Rojo.
– Pues sigamos adelante.
El último pie que pusimos en la última pendiente fue el primero de una visión desconcertante que nos dejó boquiabiertos: frente a nosotros se abría una inmensa extensión aparentemente vacía, jalonada por columnas lacadas en negro y decoradas con motivos de dragones y nubes, sin capiteles ni basas. El techo de placas de cerámica se encontraba a unos tres metros de altura y se sostenía gracias a unas traviesas fabricadas con gruesos troncos que no me inspiraron demasiada confianza. Muchas de las placas se habían desprendido y yacían hechas añicos sobre el piso de baldosas.
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