Biao propuso tímidamente distribuirnos los cuatro puntos cardinales. Fernanda y él irían juntos, dijo, pero mi sobrina se negó en redondo; ella sola era perfectamente capaz de encontrar un Nido de Dragón sin ayuda de nadie, de modo que me quedé yo con el pobre Biao y ambos formamos el equipo del Cuervo Rojo, el del sur. Lao Jiang se quedó el Tigre Blanco del oeste, Fernanda el Dragón Verde del este y el maestro Rojo la Tortuga Negra del norte. Esta última zona era la más extensa ya que llegaba hasta el cauce del río Wei, pero el maestro contaba con sus profundos conocimientos de Feng Shui y con el Luo P'an para estudiar el terreno, lo que era como decir que, si el Nido de Dragón estaba en su área, caminaría directo hacia él sobre las líneas del flujo del qi. Como la campiña era enorme, nos llevamos comida para el mediodía. Primero fuimos con los caballos hasta el montículo que, según Sima Qian, señalaba el lugar del mausoleo; luego, sujetamos las riendas con unas piedras para que los animales no se escaparan durante nuestra ausencia y, por fin, cada uno de nosotros se fue hacia el lado que le había correspondido de la frondosa pirámide de tierra.
– Haremos recorridos paralelos al montículo, Biao. ¿Qué te parece?
– Muy bien, tai-tai, pero, para llegar antes a la ladera del monte Li que marca el final de nuestra zona, podríamos caminar en sentidos opuestos, encontrándonos en el centro. Así haríamos el doble de trabajo en la mitad de tiempo.
– Una gran idea. Recuerda que los tramos tienen que ser más grandes conforme nos alejemos de aquí.
– Podemos contar los pasos y dar uno más en cada recorrido.
Alcé el brazo y le pasé cariñosamente la mano por su pelo hirsuto.
– Llegarás tan lejos como te propongas, Pequeño Tigre.
Las orejas se le incendiaron y sonrió con modestia. Resultaba sorprendente pensar en lo mucho que había crecido durante el viaje y recordé cómo era cuando le vi por primera vez en el jardín de la casa de Shanghai junto a Fernanda. En aquella ocasión me había parecido un golfillo resabiado y su aparente descaro no me había gustado en absoluto. Cómo yerran, a veces, las primeras impresiones, me dije.
Caminamos toda la mañana sin encontrar nada, yendo arriba y abajo de aquella parcela de tierra que nos había tocado. A mediodía, después de que el niño se quejara tres veces de tener hambre en tres encuentros sucesivos, nos detuvimos a comer y aún no habíamos dado un par de bocados a nuestras bolas de arroz cocido envueltas en hojas de morera cuando un grito que parecía proceder del otro extremo del planeta nos hizo mirarnos, sorprendidos.
– ¿Alguien llama o lo he soñado? -le pregunté a Biao, que masticaba con voracidad el arroz que tenía en la boca. Emitió un gruñido nasal que venía más o menos a decir que la respuesta no estaba clara cuando el grito volvió a escucharse-. ¡Nos llaman, Biao! ¡Alguien ha encontrado el Nido de Dragón!
Engulló de golpe el arroz y, tosiendo, se puso en pie al mismo tiempo que yo.
– ¿De dónde viene? -pregunté, intentando orientarme.
Pero, como no lo sabíamos, permanecimos atentos y callados.
– ¡De allí! -exclamó Biao cuando el grito se repitió, echando a correr hacia el este, hacia el sector de Fernanda. Entonces la vi. Me pareció distinguir un grupo de caballos al galope, pero sólo una figura -que, por las ropas, era mi sobrina- a lomos de uno de los animales. Mientras corría hacia ella campo a través, pensé que la niña era una de esas personas que carecen de habilidades porque, sencillamente, nadie la ha animado a desarrollarlas. Llegó a China gorda y vestida de luto -¡aquella horrorosa capotita!-, con un carácter desagradable y un genio de mil demonios. Eso era todo. Pero se puso a comer con palillos y, rápidamente, dominó la técnica; aprendió a jugar al Wei-ch'i y pronto estuvo a la altura de Biao, que era un genio; había empezado a practicar taichi hacía poco menos de un mes pero ya sobresalía; se había negado a aprender chino pero el día que decidió hacerlo y tomar carrerilla se puso a mi nivel en una semana; y, ahora, en mitad de aquella llanura de China, la veía acercarse a galope tendido sobre un caballo como si hubiera recibido clases y montado por los paseos del Retiro, en Madrid, durante toda su vida. Algo tendría que hacer con ella cuando regresáramos a Europa. Si es que regresábamos.
Biao y yo dejamos de correr.
– ¡Tía! -gritó ella, sofrenando a su caballo cuando llegó a nuestro lado-. ¡El maestro Jade Rojo encontró el Nido de Dragón hace más de una hora! Yo estaba cerca y me avisó. El maestro fue a buscar a Lao Jiang y yo he traído sus monturas para no perder tiempo porque está lejos.
– ¡Magnífico! -exclamé-. ¡Vamos allá!
La cuestión era cómo poner al galope un caballo sabiendo poco más que llevarlo al paso y, encima, sintiendo un cierto -digamos- respeto por un animal de tal peso y tamaño. «No es el momento de ser cobarde, Elvira», me dije montando con brío. La cosa debía de pasar por golpearle el vientre con los estribos más rápida e intensamente que cuando había que animarlo a caminar. Así lo hice, un poco asustada, y, efectivamente, salí hacia el túmulo a toda velocidad seguida a corta distancia por los niños. Menos mal que nadie conocido podía verme dando aquellos brincos e inclinándome de un lado a otro sobre la silla.
Seguimos cabalgando durante un buen rato y pasamos junto al túmulo sin detenernos. El río Wei aún quedaba lejos pero sus aguas brillantes podían divisarse en la distancia cuando vimos las diminutas figuras erguidas de Lao Jiang y del maestro Rojo, que parecían estar esperándonos. No tardamos en darles alcance. Tironeando de las riendas con firmeza detuvimos nuestros animales junto a los suyos y desmontamos. Los dos hombres exhibían unas sonrisas deslumbrantes, unas de esas pocas sonrisas chinas que parecen realmente sinceras.
– Mire el Nido de Dragón -me invitó Lao Jiang. Mi paso en tierra aún era inseguro pero avancé hacia donde su dedo señalaba con los ojos clavados en una forma ovoide de color claro con extraños zigzags en su interior hechos de barro oscuro. No era demasiado grande; quizá tuviera medio metro de diámetro en su parte más larga y jamás hubiera llamado mi atención de no saber que existía algo llamado Nido de Dragón. Pero sí, desde luego, su aspecto resultaba de lo más extraño.
– Sin duda, habrán sembrado muchas veces sobre él -dijo el maestro- y esta tierra ha debido de dar siempre buenas cosechas.
– Y, ahora, ¿qué tenemos que hacer? -pregunté-. ¿Cavar? Porque les recuerdo que no tenemos palas.
– Sí, es un contratiempo -murmuró Lao Jiang-. Ya había pensado en ello.
– Podemos volver al pueblecito de la estación de tren -propuso Biao-, pero no regresaríamos hasta mañana.
– Tengo una solución que proponerles -anunció el anticuario con un cierto aire misterioso-. Llevo en mi bolsa una pequeña cantidad de explosivos que podemos utilizar para abrir el pozo.
Como en Nanking, cuando apareció el primer batallón de soldados del Kuomintang para salvarnos de la Banda Verde y me enteré de que el anticuario era miembro de ese partido y de que nos lo había estado ocultando hasta aquel momento, noté que me enfadaba lenta pero imparablemente por haber vuelto a ser engañada. ¿Llevaba explosivos encima? ¿Con los niños allí? ¿Desde cuándo?, ¿desde Shanghai? ¿Para qué pensaba utilizarlos? Como defensa era mucho mejor cualquier arma y él tenía su abanico de acero, así pues ¿por qué transportarlos de un lado a otro durante miles de kilómetros a través de China con el inmenso peligro que eso suponía?
– Por su cara, deduzco que está usted molesta, Elvira -observó el interesado.
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