Matilde Asensi
Venganza en Sevilla
A finales de la estación seca del año de mil y seiscientos y seis, un día nublado y oscuro de principios del mes de octubre en el que el cielo parecía retener por la fuerza un agua abundante que deseaba derramarse como un diluvio, alguien golpeó la puerta de mi casa a la hora de la siesta con unos aldabonazos insolentes y fuera de toda medida. Nadie usaba esas formas groseras en Margarita, mi pueblo, la villa principal de la isla del mismo nombre en la que me había instalado apenas medio año atrás, luego de recuperar legalmente la herencia de mi tío Hernando y la de mis difuntos esposo y suegro. Para el resto del Caribe yo era Martín Nevares, mas, en Margarita, todos me conocían como la joven viuda Catalina Solís, dueña de una próspera latonería y de dos casas reformadas, la mía y otra que tenía en arriendo y que me procuraba muy buenas rentas. Mi vida era felicísima, regalada y alegre y dos mozos de buen porte y talle me hacían la corte desde el mismo día en que llegué al pueblo para reclamar mis herencias. Mi fama de mujer honesta, recogida y acaudalada obraba el resto.
Como decía, nadie hubiera osado presentarse a la hora de la siesta en una casa de bien metiendo en alboroto y rumor a todos los vecinos con aquellos golpes de alguacil. En toda la isla, por más del zumbido de los mosquitos, no se oía sino ladridos de perros y, de cuando en cuando, el rebuzno de un jumento, el graznido de un ave o el gruñido de un puerco. A tal punto, yo estaba dormitando en el patio bajo la sombra de mi hermosa palmera y de mis cocoteros mientras mi criada Brígida me abanicaba con una grande hoja de palma. Había tanta humedad en el aire que costaba respirar y era cosa de fuerza mayor permanecer sosegado hasta la caída del sol para precaverse de un mal váguido de cabeza que a muchos había llevado a la tumba.
Así pues, al oír los desaforados aldabonazos, abrí los ojos con presteza y vi, entre las ramas, las celosías del piso alto de mi casa.
– Ama… -Era la voz de mi criado Manuel desde la puerta del patio.
– ¿Sí?
– Ama, un hombre que dice llamarse Rodrigo de Soria insiste en hablar con vuestra merced. Viene armado hasta los dientes y…
– ¡Rodrigo! -exclamé, dando un brinco y echando a correr hacia la puerta del zaguán recogiéndome con las manos las vueltas de la saya (a veces, echaba de menos los calzones de Martín).
¡Por el Cielo, qué grande alegría! Seis meses llevaba sin saber nada de mi familia, salvo por algunas nuevas que mercaderes desapercibidos contaban en la plaza: que el viejo Esteban Nevares, de Santa Marta, había reñido con mengano, que María Chacón había subido los precios de la mancebía, que los palenques del Magdalena seguían prosperando… No obstante, pese a mi grandísimo júbilo, tuve que recobrar el seso a la fuerza y detuve mi carrera cuando atravesaba el comedor. ¿Mi compadre Rodrigo en la isla Margarita y, por más, preguntando por mí, Catalina Solís, de quien él nada sabía ni conocía? Para Rodrigo, marinero de la Chacona, yo era Martín Nevares, hijo natural de su maestre, el hidalgo Esteban Nevares, que me prohijó tras rescatarme de una isla desierta y, que yo supiera, nadie le había dicho nunca que, en verdad, yo era una mujer y, por más, viuda de un latonero margariteño a quien, de pequeño, la coz de una muía había dejado con media cabeza y ningún entendimiento. ¿Rodrigo pidiendo ver a Catalina Solís…? Algo estaba aconteciendo en Santa Marta y no debía de ser bueno, me dije inquieta.
Mi compadre, impetuoso como era, no había podido permanecer a la espera en la puerta de la calle y así, con grande estruendo de pisadas sobre el suelo terrizo de la casapuerta le vi aparecer, con el chambergo en la mano, en el comedor y, como era de esperar, demudarse y quedar tan quieto como una estatua al verme con mis ropas de mujer y hasta con la toca de viuda sobre mi discreto peinado. A mí la emoción me apremiaba el pulso, mas él parecía haber muerto y estar luchando por resucitar, si bien sólo boqueaba como un pez.
– ¿Martín? -farfulló al fin con grande esfuerzo. Reconocer a su joven compadre de lances y correrías por el Caribe en aquella atildada viuda de veinte y cuatro años era un revés mayor del que su dura mollera podía soportar. Olvidando mis últimas inquietudes, su turbación y las normas que la honestidad me imponía, yo, que sentía el mayor de los contentos por volver a verle, reí y avancé presurosa hacia él para abrazarle. Se espantó. Retrocedió con cara de estar viendo al diablo y le vi echar mano a la espada.
– ¡Rodrigo, hermano! -exclamé, conteniéndome-. ¿Qué es eso de tentar tu espada en esta casa de paz y, por más, la de tu hermano Martín, en la que siempre serás bienvenido?
No se me escapaba que Rodrigo creía estar siendo víctima de alguna hechicería o encantamiento y que, a no dudar, se daba a Satanás por perder el juicio de aquella forma y en aquel momento.
– Pero, ¿qué desatino es éste? -bramó-. ¿Quién sois vos, señora mía, que tanto os parecéis a mi hermano Martín?
– Soy Martín, Rodrigo -repuse, impaciente y poco comprensiva con su natural desconcierto-. Ni señora mía ni nada. Soy tu compadre.
Rodrigo me miraba y me volvía a mirar y, en el entretanto, resoplaba como un caballo. Soltó el chambergo sobre la mesa y se llevó las manos a la cabeza para desenmarañarse los grises cabellos. Sus ojos estaban extraviados.
– Si eres, en verdad, mi hermano Martín -masculló con desprecio-, Martín Nevares, el hijo de Esteban Nevares, maestre de la Chacona, ¿qué haces vestido de dueña en tan manifiesta y vil locura?
– ¿Acaso quien te envió no te confió la historia?
Su rostro, de piel curtida como el cuero por los muchos años en la mar, estaba hosco y oscuro. A no dudar, continuaba sumido en lo que él creía un mal sueño, mas, al poco, le vi finalmente suspirar y mirar en derredor con perplejidad y asombro, como si los muebles de mi casa y las paredes y los techos le fueran devolviendo de a poco su cabal juicio. Yo no entendía, o no quería entender, a qué venía tanta martingala pues muchas veces había recelado, durante mis cinco años de marear en la Chacona, que Rodrigo conocía mi secreto. A lo que se veía, me había equivocado de largo, pues él había tenido para sí que realmente yo era un mozo mestizo de diez y seis o diez y siete años de edad.
Para ayudarle a avivar la memoria, con un gesto decidido me arranqué la toca de la cabeza y solté mis cabellos, que siempre mantenía del largo que usaba Martín por si en algún lance inesperado tenía que mudarme en él con presteza.
– ¡Basta ya, Rodrigo! -ordené poniendo la voz grave que tan cabalmente conocía; y, en efecto, al oírla me miró con docilidad y su ceño se alivió-. ¡Sígueme al patio y explícame qué haces aquí, en mi casa de Margarita!
Mi compadre, el viejo y querido garitero experto en naipes y fullerías, buen mareante, hombre noble y de corazón grande, obedeció mi orden con la diligencia con la que me obedecía en el jabeque mercante de mi padre.
– Brígida -le pedí a la criada cuando entré en el patio-, dile a Manuel que vaya al pozo a por agua fresca y, luego, trae una buena jarra de aloja [1]y dos vasos.
– No tenemos tiempo para bebidas -gruñó el atormentado Rodrigo, sin tomar asiento en la silla que Brígida había dispuesto para él-. Debemos partir ahora mismo.
– ¿Partir? -Ya me lo había barruntado yo.
Rodrigo acechó como un halcón a la criada, que entraba en la casa por la puerta de las cocinas, y sólo cuando dejó de verse su figura empezó a darme razones:
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