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Matilde Asensi: Venganza en Sevilla

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Matilde Asensi Venganza en Sevilla

Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas. Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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Sando se echó a reír.

– ¡Ya sé que nuestro Martín es un hombre rico! -exclamó-. ¡Qué grande ventura la de esa viuda de Margarita a quien, no lo pongo en duda, colmas de buenos regalos, hermano! Por cierto, ¿quieres llevarte algo de lo que tienes aquí?

Supe al punto que hablaba del tercio de mi tesoro que él custodiaba.

– Todo, compadre. Temo que, en Cartagena, me hará mucha falta.

Él asintió, comprensivo.

– Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey de España no es buena. Es mala. No confíes en nadie.

– ¿Conoce el rey Benkos nuestra desgracia? -quise saber, hablando de reyes.

– ¡Estoy seguro de que aún la ignora! -se asustó Sando-. ¡Y espero que las nuevas tarden mucho tiempo en llegar a su palenque! Ya sabes lo que piensa de los españoles y lo poco que se le daría de pasar a cuchillo a unos cuantos. Formaría un ejército de cimarrones para asaltar la ciudad y liberar a tu padre. Todavía cree que es un grande rey africano.

Partimos una hora más tarde en dirección a la costa y no llegamos a Santa Marta hasta el día siguiente al anochecer, tras desenterrar los dos últimos cofres de mi tesoro que permanecían ocultos cerca del Manzanares. Resultó un arduo trabajo cruzar la selva llevando a madre con las parihuelas, aunque ella no se quejaba de nada y Damiana procuraba su bienestar con cariñoso esmero. En la villa, en cuanto los vecinos supieron de nuestra llegada, acudieron tristemente a saludarla y, entretanto los cimarrones llevaban nuestras cosas y las de madre hasta el patache, ella pasó un mal rato hablando de su desaparecida mancebía, de las mozas fallecidas, de la pérdida de la Chacona y sus hombres, y de la injusta detención de mi padre. En un descuido, sorprendí su mirada afligida posada sobre los restos de lo que antes fuera nuestra casa y me juré que la mandaría reconstruir tal y como estaba antes del ataque de Jakob Lundch para que mi padre y ella pudieran regresar a su hogar como si nada malo hubiera acaecido nunca.

Justo cuando acabábamos de zarpar en dirección a la nao, bogando aún a menos de veinte varas de la orilla, unos gritos nos detuvieron.

– ¡Madre, madre! -el que la llamaba era un chiquillo mestizo de unos seis o siete anos, descalzo y con los calzones raídos, que corría hacia el agua con dos grandes loros verdes en los brazos. Apenas podía con el peso de los pájaros y éstos garrían y aleteaban, asustados por la carrera.

– ¡Mis loros! -gritó ella, feliz.

En cuanto los animales la vieron, emprendieron el vuelo. Madre ocultó los brazos en la espalda para que los papagayos no le hicieran daño en las quemaduras y se posaran, tal como hicieron, en sus hombros. A lo menos, de toda nuestra extensa parentela animal, Alfana y las aves se habían salvado. También a mí me dio alegría recuperarlas. Vendrían con nosotros y serían un motivo de contento para los malos días que aún tuviéramos que pasar.

El jabeque, sin recoger paño para aprovechar el buen viento, salvó con todas las velas tendidas las parcas treinta leguas que nos separaban de la hermosa ciudad de Cartagena y, así, en menos de dos jornadas nos hallábamos frente al puerto, prestos a dejar atrás la isla de Caxes. Eran tantas las naos que entraban y salían que resultaba costoso marear sin arañarse los cascos y fácilmente se distinguían los rostros de los hombres que faenaban sobre las cubiertas. Y, así, reparé en algunos viejos amigos de mi padre, mercaderes de trato como él, que partían para comerciar por toda Tierra Firme. Puesto que nuestro buen compadre Juan de Cuba no conocía mi nao Santa Trinidad, no advirtió nuestra presencia al pasar frontero de nosotros con su hermosa zabra, [9]la Sospechosa. Rodrigo y yo, alborotados, a voces le llamamos hasta rompernos los fuelles, mas antes de que nuestras derrotas nos separasen irremediablemente, Juan de Cuba dio por fin en vernos y en reconocernos. El semblante se le demudó y comenzó a dar órdenes para demorar su barco y, a nosotros, a pedirnos con gestos que fuéramos a su encuentro. Movía los brazos y gritaba «¡Santa Trinidad, detente!», causándonos una muy grande preocupación. El maestre de mi barco se me acercó.

– ¿Qué desea vuestra merced que haga?

– Suelta escotas -le dije.

– Estamos en la boca del puerto, señor -objetó.

– El mejor de los lugares para fondear un patache.

El Santa Trinidad, a su vez, estaba orzando para poner la proa al viento. Al poco, ya quietos y anclados, vimos a Juan de Cuba descender hasta un batel que habían echado a la mar.

Madre apareció entonces en cubierta, con sus loros en los hombros. El sol desveló en su semblante el mucho cansancio y la debilidad que la postraban.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mirando hacia todos lados.

– Aquí, madre -la llamé-. Viene Juan de Cuba a saludarnos.

Se animó y sonrió, apurando el paso.

– Traerá nuevas de Estebanico -afirmó, contenta.

Los hombres de Juan de Cuba bogaban resueltamente y en un santiamén se plantaron al costado de nuestro barco. Echamos la escala de estribor y el de Cuba inició el ascenso. Pronto llegó hasta nosotros y Rodrigo y yo le ayudamos a ganar la cubierta. Se plantó en jarras y, buscando con los ojos, encontró a madre. Al punto, la abrazó y comenzó a derramar amargas lágrimas. Los loros, entonces, volaron y se posaron en los flechastes altos del palo mayor.

– María, María… -se lamentaba.

Ella, con el miedo en el rostro, lo alejó de sí.

– ¡Juan! ¿Qué pasa, Juan? -le preguntó en tanto el mercader continuaba vertiendo lágrimas-. ¿Ha muerto Esteban? ¡Habla, por Dios! ¿Esteban ha muerto?

– No, María, no ha muerto -masculló él, al fin, secándose los ojos y los carrillos con las manos-. Aunque mejor sería -dijo y suspiró hondamente-. Le han condenado a galeras.

– ¿Cómo dice vuestra merced? -proferí, muerta de angustia.

Con breves razones, nos dio cuenta de los sucesos: mi padre había recibido castigo público de trescientos azotes en la plaza mayor de la ciudad el sábado que se contaban diez y seis días del mes de septiembre, tras un apresurado juicio que le condenó únicamente a cinco años en galeras por vender armas de contrabando a enemigos del imperio. Su vejez le salvó de la pena de muerte. Embarcó, pues, cargado de grilletes, en la nave capitana de la Armada de Tierra Firme (la misma Armada que yo había visto pasar por Margarita en el mes de julio), y partió con ella rumbo a La Habana pocos días después. No había vuelto a saberse nada de él.

– Para decir verdad -terminó contando-, aunque todos sus compadres le hicimos llegar alimentos, ropas y medicinas a la cárcel del gobernador, no le debieron de aprovechar en nada pues, cuando embarcaba en el galeón, no sólo no nos reconoció sino que andaba como bebido, dando traspiés y vacilando, con la mirada huida y las ropas sucias.

Madre lloraba desconsoladamente entre los brazos del mercader, el cual, como un viejo pariente, la sujetaba por los hombros y le acariciaba la cara.

– Y tú, muchacho -me dijo el de Cuba entrecerrando los ojos-, mejor harías en alejarte de Cartagena y de cualquier otra ciudad de Tierra Firme. ¿Acaso no sabes que corres peligro? ¡Estás loco si sigues mareando por estas aguas!

– ¿Qué peligro corro yo, señor Juan? -me asusté.

– ¿Es que no conoces que hay una orden contra ti por los mismos delitos que tu padre? -Negué con la cabeza, fuera ya de toda cordura. Juan de Cuba suspiró-. Los alguaciles y los corchetes te andan buscando por las principales poblaciones de la costa, incluso en Nueva España me han dicho que se te va a reclamar en breve con bandos y pregones, y, si alguien te viera y te delatara, muchacho, estarías perdido. No vayas a Cartagena por ninguna razón, pues ninguna es más importante que tu propia vida.

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