Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Aún no habíamos visto el río Shahe cuando el maestro Rojo llamó nuestra atención señalándonos un frondoso montículo de unos cuarenta o cincuenta metros de altura extrañamente aislado en una inmensa campiña al fondo de la cual se destacaban las cinco cumbres siamesas del monte Li.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Lao Jiang, incorporándose sobre su caballo para observar mejor desde la distancia. Todos sonreímos satisfechos. Fue un momento muy emocionante.

«Después -había escrito Sima Qian en su crónica-, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.» La descripción era un tanto pretenciosa ya que montaña, lo que se dice montaña, no parecía, pero impresionaba saber que la tumba del Primer Emperador de la China, perdida durante dos mil años, se encontraba allí, bajo aquel insignificante y achatado altozano. Y lo realmente increíble era que nosotros íbamos a ser los primeros en entrar en ella.

De pronto, algo pareció molestar profundamente a Lao Jiang:

– Ya deberíamos encontrarnos junto al cauce del Shahe -dijo-. Según el mapa, fluía desde el monte Li hacia el río Wei, a nuestras espaldas. Pero aquí no hay agua.

– ¿No existe el río Shahe? -me sorprendí.

– En dos mil doscientos años podría haberse secado -farfulló-. ¿Quién sabe?

Cada vez más preocupados, continuamos avanzando hacia el sur con el mausoleo a nuestra derecha. En aquellos vastos espacios no se divisaba ningún río y, lo que aún era peor, ninguna presa, ningún dique de contención, ningún lago artificial… Deberíamos estar viéndolo pero no era así aunque, si existía, tenía que estar muy cerca, casi debajo de nosotros. En cambio, lo que había hasta las laderas del monte Li sólo era tierra baldía.

Desolados, nos detuvimos un rato después sobre el punto de inmersión mencionado por Sai Wu en el jiance. Tras una prolongada observación del terreno que sólo terminó cuando se fue la luz del sol, el maestro Rojo, Lao Jiang y yo llegamos a la conclusión de que la presa había existido en algún momento del pasado porque descubrimos ligeras elevaciones en el suelo que coincidían con la gran forma oblonga del mapa y una depresión en el centro que parecía indicar que, efectivamente, en aquel lugar había habido un lago en alguna ocasión. Sin duda, el tiempo y la naturaleza erosionaron y, finalmente, destruyeron el dique y cualquier otra obra o desviación del Shahe que pudieran haber llevado a cabo los ingenieros del Primer Emperador. Sólo después de admitir a regañadientes la desconcertante situación, nos dispusimos a pasar la noche envueltos ya por la más completa oscuridad -había luna nueva-, sin encender el fuego ni para preparar la cena ni para calentarnos porque era demasiado peligroso hacer una fogata en aquella extensa llanura despejada. Comimos en silencio algo de lo que habíamos comprado por la mañana en la tiendecita de la estación de tren y, al terminar, aunque hacía un frío atroz y se suponía que debíamos irnos a dormir, ninguno de nosotros se movió.

Tantos meses de esfuerzos y peligros, tantos muertos y heridos, tanto sufrimiento para nada. Era mi único pensamiento, aunque más que un pensamiento era como una sensación, como una imagen que contenía la idea completa y que se mantenía fija en mi mente. No me daba cuenta del paso del tiempo. No me daba cuenta de nada. Por dentro, me había detenido.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

La voz de Fernanda me llegó desde muy lejos.

– Encontraremos una solución -murmuré.

– ¡No, no hay solución! -tronó Lao Jiang, terriblemente enfadado-. Le daremos el jiance a la Banda Verde para que comprueben por ellos mismos que la entrada ha desaparecido y así nos dejarán en paz y podremos recuperar nuestras vidas en Shanghai. Toda esta locura se ha terminado.

Me indigné. No había gastado tanta energía ni había sometido a mi sobrina a tantos peligros para admitir una derrota tan absurda y humillante.

– ¡No quiero volver a oír que esto se ha terminado! -vociferé; el anticuario me miró sorprendido, lo mismo que Fernanda, Biao y el maestro Rojo-. ¿Quiere darle el jiance a la Banda Verde…? ¡Usted se ha vuelto loco! Les estaríamos entregando el mausoleo en bandeja de plata. Sabiendo dónde está, sólo tienen que venir con un batallón de obreros y empezar a excavar. Les daremos la tumba del Primer Emperador y sus incalculables riquezas a cambio de nuestras pequeñas vidas en Shanghai o en París, ¿no es así? ¡Ah, y no olvidemos las soluciones de las trampas contra los ladrones! Todo, les daremos todo a cambio de que nos dejen en paz, ¿verdad? Pero usted parece olvidar que la Banda Verde sólo es la mano criminal contratada por los imperialistas y los japoneses a quienes tanto odia y teme. ¡Piense! ¡Utilice la cabeza si no desea volver a inclinarse ante un todopoderoso emperador manchú que le obligará a llevar de nuevo la coleta Qing!

– ¿Y qué quiere…? ¿Que excavemos nosotros? -se burló.

– ¡Quiero que hagamos cualquier cosa, lo que sea, para encontrar otra manera de entrar en el mausoleo! -exclamé, dejándolos a todos boquiabiertos-. ¡Si tenemos que excavar, excavaremos!

Me iba creciendo al escucharme a mí misma. Sabía que acertaba, que eso era lo que debíamos hacer aunque, claro, si me hubieran preguntado sobre la forma de resolver el problema me habría desinflado como un globo. Pero mis palabras surtieron un efecto inesperado. El maestro Rojo pareció despertar de un ensueño.

– Quizá sea posible -dijo muy bajito.

– ¿Qué ha dicho? -repliqué, sintiéndome aún dueña de la situación.

Me echó una mirada rápida, muy azorado (todavía le costaba hacerlo), y bajando los ojos hacia el suelo, repitió:

– Quizá sea posible entrar de otra manera.

– ¿Qué tontería es ésta? -se enfadó Lao Jiang.

– No se ofenda, por favor -suplicó el maestro-. Recuerdo haber leído algo, hace mucho tiempo, sobre unos pozos perforados por bandas de ladrones que quisieron saquear el mausoleo.

– ¿El mausoleo del Primer Emperador? -repuse, sorprendida-. ¿Este mausoleo?

– Sí, madame.

– Pero, vamos a ver, maestro Jade Rojo, eso es imposible -razoné-. Para empezar tenían que conocer su emplazamiento y nadie ha sabido nada de él desde hace dos mil años.

– Exacto, madame -aprobó tan tranquilo-. Hay un pasaje del Shui Jing Chu…

– ¿El «Comentario al Clásico de las Aguas» del gran Li Daoyuan? -se sorprendió el anticuario-. ¿Ha tenido usted en sus manos una copia del «Comentario al Clásico de las Aguas»?

– En efecto -admitió el monje-. Una copia tan antigua como la propia obra, ya que fue realizada durante la dinastía Wei del Norte [44].

– Algún día tendré que hablar de negocios con el abad de Wudang -musitó el anticuario, hablando consigo mismo.

– ¿Y qué decía ese pasaje del «Comentario al Clásico de las Aguas»? -atajé, antes de que aquello se convirtiera en una discusión sobre los valiosos libros existentes en las bibliotecas de la Montaña Misteriosa.

– Decía que Xiang Yu, el fundador de la dinastía Han, la siguiente a la del Primer Emperador, después de asesinar a toda la familia imperial de los Qin y de arrasar Xianyang, la capital, se dirigió al mausoleo de Shi Huang Ti y, según el texto, le prendió fuego tras apoderarse de todos los tesoros.

– Eso es imposible -comentó tranquilamente Lao Jiang-. Li Daoyuan escribió su obra setecientos años después de la desaparición de la dinastía Qin. Si eso hubiera ocurrido, Sima Qian, el gran historiador, lo habría mencionado en sus Memorias históricas, escritas sólo cien años después y perfectamente documentadas.

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