Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Abrí los ojos y vi un techo de adobe pintado de blanco. Mi primera sensación fue la de haber dormido mucho y, luego, la de que había demasiada luz. Entorné los párpados y pensé que era extraño que no nos hubiéramos despertado al amanecer para hacer los ejercicios taichi. ¿Dónde estaba Biao? ¿Por qué no me había despertado Fernanda?

– Avisa a Lao Jiang -dijo alguien-. Ha abierto los ojos.

Claro que había abierto los ojos. Qué tontería. ¿O acaso era otra persona la que había abierto los ojos? No entendía nada de lo que estaba pasando.

– ¿Tía? ¿Cómo se encuentra?

En mi pequeño campo de visión apareció la cara compungida de mi sobrina, toda hinchada y llorosa. Iba a preguntarle, de malos modos, qué narices le pasaba para tanto lagrimeo cuando me di cuenta de que me costaba muchísimo hablar, de que no podía articular la mandíbula, que se negaba a abrirse.

– ¿Tía…? ¿Me ve, tía, me ve?

Algo muy grave me estaba pasando y no podía comprender qué era ni por qué. Empecé a asustarme. Al final, haciendo un esfuerzo increíble, conseguí despegar los labios.

– Claro que te veo -balbucí a duras penas.

– ¡Me ve! -gritó alborozada-. No se mueva, tía. Tiene un bulto en la cabeza del tamaño de una plaza de toros y media cara morada.

– ¿Cómo? -repliqué intentando incorporarme. Obviamente, era demasiado esfuerzo.

– ¿No recuerda nada de lo que pasó anoche?

¿Anoche?, ¿qué había pasado anoche? ¿No nos habíamos ido a dormir después de cenar? Y, por cierto, ¿dónde estábamos?

– La Banda Verde nos atacó -me dijo mi sobrina.

¿ La Banda Verde…? ¡Ah, sí, la Banda Verde! Sí, claro que nos había atacado. De repente recordé todo lo sucedido. El asesino que me había puesto un cuchillo en el cuello, la patada que le di a la jofaina, un golpetazo terrorífico en la sien… Y, después, retazos de sueños, una manta, una estera…

– Sí, ya lo recuerdo -murmuré.

– Bien -dijo la voz de Lao Jiang desde las proximidades-. Buena señal. ¿Cómo se encuentra, Elvira? ¿O prefiere que la llame Chang Cheng?

Oí la risa de Biao cerca y también la de mi sobrina.

– Nada de Chang Cheng -proferí, molesta.

– Aquí la tenemos de nuevo -exclamó, satisfecho.

Una de las caras idénticas de los hermanos Rojo y Negro (no podía ver aún con tanta nitidez como para distinguir si tenía la sombra en la mejilla) se puso delante de mí, me examinó con atención y tocó el lado izquierdo de mi cabeza. Me dolió tanto que grité.

– Recibió un golpe terrible -me explicó el maestro-. Seguramente «La Palma de Hierro». Algunos de los atacantes conocían técnicas secretas de lucha Shaolin. Podría haber muerto.

– Fue una dura batalla -declaró Lao Jiang.

– ¿Qué ocurrió? -pregunté.

– Nos atacaron por sorpresa. Entraron en nuestras habitaciones sin que los soldados se dieran cuenta.

– Demasiado licor de sorgo -gruñí, enfadada.

– No se preocupe -dijo él, lúgubremente-. Lo han pagado caro. Ninguno ha sobrevivido.

– ¿Cómo dice? -me alarmé, intentando incorporarme de nuevo. Me dolió todo el cuerpo y desistí.

– Los maestros Jade Rojo y Jade Negro fueron los primeros que consiguieron salir de su cuarto. Nos atacaron a todos a la vez. Eran más de veinte hombres. Creo que Biao ha contado veintitrés cadáveres, ¿no, Biao?

– Sí, Lao Jiang. Más los doce soldados.

Qué estúpida carnicería, recuerdo que pensé. ¿Por qué los hombres resuelven siempre los problemas con guerras, matanzas o asesinatos? Si los de la Banda Verde querían el jiance, o todo el dichoso contenido del «cofre de las cien joyas», con apresarnos, obligarnos a dárselo y soltarnos era suficiente, Pero no, había que atacar, matar y morir. Absurda violencia.

– Veníamos hacia aquí cuando usted tiró al suelo el lienp'en -dijo el maestro-. Sabíamos que estaban en peligro. Con el ruido, los soldados despertaron y empezó la pelea.

– Al principio -siguió contando Lao Jiang-, las balas de los rifles acabaron con muchos de los asaltantes pero los que quedaron vivos al final, cuando nuestros soldados ya estaban en las últimas, eran luchadores Shaolin como el que la atacó a usted. Los maestros Jade Rojo, Jade Negro y yo habíamos conseguido eliminar a cuatro o cinco de ellos con muchas dificultades pero aún quedaban otros tantos que, incluso heridos, liquidaron a los últimos muchachos del grupo comunista de Shao. Fue un ataque fuerte y muy bien organizado. Esta vez no querían correr riesgos. Venían dispuestos a llevarse el jiance pero, gracias a la jofaina que usted tiró, no les dimos tiempo ni a buscarlo. El maestro Jade Negro tiene varias lesiones importantes y yo muchas contusiones y un par de heridas. El maestro Jade Rojo es el que ha salido mejor parado; sólo recibió cortes en las manos y en la espalda, pero ninguno de gravedad.

– ¿Y Biao? -me inquieté.

– Estoy bien, tai-tai -le oí decir-. A mí no me pasó nada.

– ¿Cómo sabían que estábamos aquí? ¿Nos habían seguido?

– Indudablemente -afirmó Lao Jiang-. El monasterio de Wudang era la última referencia que tenían de los tres fragmentos del jiance. Recuerde que habían visitado al abad. Ya no les quedaban más oportunidades antes de perdernos.

– ¿Y por qué aquí? ¿por qué en esta ciudad?

– No lo sabemos. Quizá se enteraron tarde de nuestra salida o quizá esperaron hasta tenernos en este lugar por alguna razón, la más probable de las cuales es que los expertos en artes marciales que nos atacaron procedan del templo Shaolin de Songshan, en la cercana provincia de Henan, al Oeste, el lugar más importante de lucha Shaolin de toda China. No creo que fueran monjes, pero nunca se sabe. Esta ciudad, Shang-hsien, es el mejor punto de encuentro para reunir al grupo de sicarios procedentes del sur que venían tras nosotros con el de luchadores procedentes de Henan. La Banda Verde ha debido de gastar mucho dinero organizando este ataque.

– ¿Y ahora qué?

– Ahora, debemos descansar. Usted no estará en condiciones de moverse hasta dentro de un par de días por lo menos y hay que disponer el regreso del maestro Jade Negro a Wudang. No puede acompañarnos el resto del viaje y tampoco podemos dejarle aquí.

– ¿Tan mal está?

– Tiene los dos brazos rotos y una herida muy profunda en la pierna derecha. Luchó valerosamente y se llevó la peor parte. Pero no corre peligro de muerte.

¿Los gemelos iban a separarse? Eso sí que era una novedad. Si el maestro Rojo, el gran erudito, se quedaba con nosotros, quizá consiguiéramos averiguar si tenía personalidad propia al margen de la de su hermano, el luchador.

– Ahora que no disponemos de soldados -siguió diciendo Lao Jiang- y que el maestro Jade Negro regresa a Wudang, si se produjera otro ataque como el de anoche estaríamos completamente perdidos.

– ¿Y no puede usted pedir ayuda al Kuomintang o a los comunistas de esta ciudad?

– ¿Kuomintang en esta zona de China…? No, Elvira. Ni Kuomintang ni comunistas. Estamos en las cumbres del macizo Qin Ling, ¿recuerda?, prácticamente aislados del mundo salvo por un estrecho y escarpado camino de montaña cubierto de nieve. Sin embargo, la buena noticia es que, si abandonamos ese camino y seguimos otras rutas, ya no podrán darnos alcance y, si nos pierden el rastro ahora, serán incapaces de volver a encontrarnos. No saben hacia dónde nos dirigimos.

– Hacia Xi’an -replicó Fernanda con tonillo de suficiencia, como si Lao Jiang fuera tonto o algo así.

– Xi'an es una ciudad muy grande, joven Fernanda, tan grande como Shanghai y nosotros no vamos directamente hacia allí. -Lao Jiang acababa de dar al traste con mi intención de dejar a los niños en aquel lugar-. La Banda Verde no tiene ni idea de cuál es nuestro destino. ¿O para qué crees que querían el jiance ? No saben dónde está el mausoleo.

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