Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Cenamos bien. Fernanda y Biao se pusieron a jugar al Wei-ch’i bajo la mirada entusiasta de los hermanos Rojo y Negro quienes, como todas las noches, terminaron participando. Los soldados, por su parte, bebieron mucho licor y estuvieron alborotando en una esquina del amplio comedor mientras Lao Jiang y yo, también como casi todas las noches, examinábamos nuestra propia copia del mapa del jiance (elaborada con mis lápices de colores y una hoja de mi libreta), y especulábamos acerca de las pocas palabras que sobre las trampas de la tumba había querido transmitir el arquitecto Sai Wu a su hijo. Muchas veces me preguntaba por qué el hijo de Sai Wu no recibió nunca la carta. Del texto se desprendía que las tablillas debían acompañar al niño hasta la casa del amigo de su padre, el cual se haría cargo de ellas hasta que el joven Sai Shi Gu'er alcanzara la mayoría de edad. Si el jiance y el niño iban juntos y el jiance nunca llegó a su destino, estaba claro que tampoco el niño llegó a Chaoxian. Sentía una inmensa compasión por aquel recién nacido a quien su padre reservaba un destino tan ambicioso y que probablemente murió con el resto del clan de los Sai. Si eso fue así, en algún punto de la cadena apareció un eslabón débil, y sólo pudo ser el «criado de toda confianza» a quien Sai Wu entregó las tablillas y el niño. Pero ¿cómo se salvaron las tablillas? Indudablemente, jamás lo sabríamos.

Nos fuimos a dormir limpios y satisfechos, incluso diría que contentos por el hecho de saber que íbamos a descansar sobre unos maravillosos k'angs calientes colocados encima de los ladrillos que conducían el calor de las cocinas. Aquello era un placer paradisíaco, un lujo oriental, y nunca mejor dicho. Sin embargo, mi siguiente recuerdo de aquella noche es el de una voz que me susurraba extrañas y violentas palabras al oído mientras algo frío y metálico me oprimía la garganta. Abrí los ojos de golpe, completamente despierta, sólo para descubrir que la oscuridad no me permitía ver nada y que el extraño me tenía sujeta de tal forma que no podía moverme ni tampoco respirar porque me tapaba la boca y la nariz con la mano. Quise gritar pero no pude y, en cuanto empecé a forcejear, el metal presionó aún más mi cuello y el dolor me indicó que estaba muy afilado. Un hilillo de sangre caliente resbaló por mi piel hacia el hombro. Supe, por los ruidos ahogados, que mi sobrina también se encontraba en apuros. Íbamos a morir y no podía entender qué era lo que retrasaba el momento. Como en Nanking, la proximidad de la muerte, que tanto miedo me daba, me hizo sentir más viva y más fuerte. Una luz se iluminó en mi mente y recordé que, no exactamente a mis pies pero sí cerca, había una mesilla pegada a los ladrillos calientes con una gran jofaina de barro que, si caía, armaría un estruendo terrible. Pero si me estiraba para golpear la jofaina con los pies, el cuchillo se me clavaría en la garganta y una vez seccionadas las venas de esa zona, ¿quién conseguiría parar la hemorragia? Entonces oí un gemido furioso de mi sobrina y ya no lo pensé más: en un solo movimiento, intenté apartar el cuello echando la cabeza hacia la izquierda y hacia atrás, hacia el pecho del sicario, y estiré las piernas -y todo el cuerpo- con tanta fuerza que noté perfectamente cómo golpeaba la vasija con los pies y cómo ésta echaba a volar por los aires. El sicario que me sujetaba, sorprendido y enfadado a la vez, me golpeó fuertemente con la mano en la sien pero, para entonces, el estrepitoso choque de la enorme vasija contra el suelo de piedra ya se había oído por todo el lü kuan y mientras intentaba inútilmente recuperarme del golpe, que me había dejado casi inconsciente, oí una exclamación ahogada a mi espalda y sentí que los brazos del asesino se aflojaban y me soltaban. Me desplomé, inerte, sobre el k'ang y , en ese momento, escuché un agudo chillido de angustia de mi sobrina que me hizo luchar por incorporarme para ayudarla.

– No se mueva -susurró entonces la voz del maestro Rojo (o quizá fuera la del maestro Negro; nunca lo supe)-. Su sobrina está bien.

– Fernanda, Fernanda… -llamé. La niña, llorando como una Magdalena, se me abrazó hecha un flan y yo le devolví el abrazo mientras intentaba comprender lo que estaba pasando. No podía pensar. Estaba aturdida y dentro de mi propia cabeza, que me dolía horrores, sonaban unos zumbidos penetrantes que se mezclaban con los disparos, los gritos, los golpes y las exclamaciones que llegaban desde afuera, desde el gran comedor, que se había convertido en un campo de batalla. No podía ser otra cosa que un ataque de la Banda Verde. Era su habitual forma de actuar y esta vez había faltado muy poco para que mi sobrina y yo no pudiéramos contarlo. Aunque a lo peor no podíamos, pensé acobardada. Debíamos movernos y salir de allí, escondernos en alguna parte mientras la lucha continuaba por si ganaba la Banda Verde. Más mareada que una sopa, hasta el punto de vomitar todo lo que tenía en el estómago en cuanto puse el pie en tierra, hice que Fernanda se levantara conmigo y, pasándole el brazo por los hombros, caminé dificultosamente hacia la puerta. En realidad, no sabía a dónde quería ir; actuaba sin coherencia. Abandonar la habitación significaba salir al comedor del lü kuan y era de allí de donde venían los disparos.

– ¡Dios mío, que Biao esté bien! -oí decir, entre hipos, a la niña. Mi decisión de escapar había sido ridícula. Sujeté de nuevo a Fernanda o, mejor, me apoyé en ella y retrocedimos por la habitación vacía y oscura pisando, con los pies descalzos, los fragmentos afilados de la jofaina rota-. ¿Qué quiere usted hacer? -me preguntó confundida.

– Debemos escondernos -susurré-. Es la Banda Verde.

– ¡Pero no hay ningún sitio para hacerlo! -exclamó.

Una bala entró por la puerta con un silbido y se incrustó en la pared haciendo saltar esquirlas de piedra que rebotaron sobre nosotras. Mi sobrina chilló.

– ¡Cállate! -le ordené pegando la boca a su oreja para que nadie más me oyera-. ¿Es que quieres que sepan que estamos aquí y que vengan a por nosotras?

Sacudió la cabeza, negando enérgicamente, y me cogió de la mano para llevarme hasta una esquina de la habitación. Por el camino, pasamos sobre los cuerpos muertos de los dos asesinos que nos habían atacado. Sorprendida, la escuché remover las mantas y las esteras de bambú de los k'angs y dirigirse a continuación hacia mí con no sé qué extraña intención. Muy mareada todavía noté que me envolvía en una de las mantas y que me enrollaba con una de las esteras hasta dejarme convertida en un rulo que apoyó desconsideradamente contra la pared. Había que admitir que era una buena idea, la mejor de las posibles.

– ¿Y tú? -pregunté desde el interior de mi agobiante refugio.

– Yo también me estoy escondiendo -respondió.

Ya no volvimos a hablar hasta que, mucho tiempo después, la lucha en el patio terminó. Yo había pasado un rato malísimo y no sólo por el miedo. No sé cómo me había golpeado el desgraciado sicario pero el dolor de cabeza y la sensación de angustia, de mareo y, la peor de todas, la de ir a perder el conocimiento en cualquier momento, convirtieron aquel tiempo dentro del rollo de estera en una auténtica heroicidad por mi parte: debía esforzarme mucho por mantenerme despierta y en pie, y eso que tenía la espalda apoyada contra la pared. Cuando ya creía que no podría aguantar ni un segundo más me pareció escuchar la voz de Biao.

¡Tai-tai! ¡ Joven Ama! -sonaba muy lejos, como si nos llamara desde el otro mundo, aunque lo más probable era que quien estuviera ya cerca del otro mundo fuera yo-. ¡Joven Ama! ¡Tai-tai!

– ¡Biao! -oí decir a mi sobrina. Yo intenté hablar, pero sólo recuerdo que vomité de nuevo dentro de mi estrecho escondite y nada más.

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