Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Hice que Biao se abrigara antes de salir del lü kuan por la leñera. Tendría que pasar un par de horas escondido junto al camino que llevaba a Xi’an, en plena noche y sobre la nieve, y no quería que muriese congelado. A continuación, se marcharon nuestros dobles. La mujer que se hacía pasar por mí había protestado mucho porque, decía, yo caminaba de una manera muy rara que le costaba imitar y no porque ella tuviese «Nenúfares dorados» (era raro que las niñas pobres sufrieran la monstruosa deformación de los pies ya que, de mayores, debían trabajar en el campo como los hombres), sino porque, al andar, yo movía mucho todo el cuerpo, especialmente las caderas, y eso ella no lo había visto nunca. Jamás se me hubiera ocurrido pensar en una cosa semejante, pero la mujer, que debía de ser muy lista, estuvo ensayando en la habitación hasta que se dio por satisfecha y lo mismo hizo la jovencita que remedaba a Fernanda, cosa que aún me sorprendió más.

No había pasado ni una hora cuando Biao reapareció, muy nervioso y muerto de frío, con la noticia de que, efectivamente, un par de hombres habían salido en pos de nuestros dobles en cuanto éstos abandonaron Shang-hsien. Los tipos se movían con cuidado para no ser descubiertos aunque la oscuridad de la noche los ocultaba bastante bien.

– ¡Es la hora! -exclamó el anticuario poniéndose precipitadamente el abrigo-. ¡Vámonos!

Montamos en los caballos que nos habían quedado y salimos de Shang-hsien. Los que no sabíamos montar, o sabíamos mal, tuvimos que aguantarnos el miedo, mantener el equilibrio y sostener las riendas lo mejor que pudimos. Las mulas con el resto de las cajas y los sacos nos seguían mansamente y nos servía de guía uno de los lugareños que había cenado y cobrado un dinero en el lü kuan. El buen hombre nos llevó por un estrecho sendero que rodeaba completamente la ciudad pasando junto al cauce del río Danjiang y ascendiendo ligeramente por la ladera de la montaña Shangshan. Al cabo de unas horas, en mitad de un espeso bosque de pinos, Lao Jiang detuvo su caballo, desmontó y estuvo hablando con él. A pesar de la hora y del frío, los niños aguantaban bien. Yo era la que estaba realmente fastidiada: el frío en el lado izquierdo de mi cara era como un cuchillo que me rebanara la carne una y otra vez en delgados filetes.

Después, el guía se marchó y Lao Jiang y el maestro Rojo estuvieron hablando un buen rato, consultando a la misérrima luz de una luna menguante algo parecido a una brújula del tamaño y la forma de un plato y, luego, reanudamos la marcha a través del bosque siguiendo un camino inexistente en una dirección desconocida. Amaneció y no nos detuvimos a desayunar. Tampoco paramos a comer; lo hicimos sin desmontar y, cuando el sol empezó a declinar y yo a creer que seguiríamos para siempre montados sobre aquellos pobres animales, el anticuario, por fin, ordenó descansar. Nada en el paisaje había cambiado durante toda la jornada. Seguíamos en mitad de la espesura con la nieve hasta los tobillos, aunque ahora, al anochecer, una bruma misteriosa se deslizaba suavemente entre los troncos. Acampamos allí aquella noche y la siguiente fue idéntica, y la siguiente también. Los días no se diferenciaban en absoluto: árboles y más árboles, matorrales saliendo a duras penas de entre la nieve en la que se hundían los cascos de los caballos con un ruidito seco y machacón; fuego nocturno para espantar a los animales salvajes -felinos y osos- y para preparar la cena y el desayuno de la mañana. Eliminábamos todos los restos de nuestro paso antes de montar y marcharnos. Algunas veces, el maestro Rojo se quedaba atrás y esperaba un rato agazapado entre los árboles para comprobar que nadie nos seguía. Los niños estaban siempre como atontados, medio dormidos por culpa del monótono vaivén de los caballos. Se espabilaban un poco mientras hacíamos taichi pero luego volvían a caer en un profundo sopor. Al cabo de los ocho días que duró el viaje habíamos cruzado cuatro o cinco ríos, algunos poco profundos pero otros tan grandes y de corrientes tan rápidas que nos vimos en la necesidad de alquilar balsas para llegar al otro lado.

La primera señal que tuvimos de que nos acercábamos a zonas más «civilizadas» fue una apocalíptica visión de aldeas arrasadas o incendiadas y las huellas indudables en la nieve del paso de tropas militares y de cuadrillas de bandidos. La cosa se complicaba. Tampoco nos quedaba ya mucha comida, apenas un poco de pan que mojábamos en el té y galletas secas. Fernanda me comunicó la alegre noticia de que mi chichón estaba disminuyendo de tamaño ostensiblemente y de que la mitad izquierda de mi cara había pasado a tener un hermoso color verde que indicaba el principio del fin del moretón. Como seguíamos huyendo de la gente y no queríamos dejarnos ver -o dejarnos ver lo menos posible-, continuábamos dando rodeos absurdos con ayuda de aquella extraña brújula llamada Luo P'an, fabricada con un ancho plato de madera en cuyo centro había una aguja magnética que señalaba al Sur. Era el artefacto chino más curioso de todos los que había visto hasta entonces y me propuse dibujar una copia en cuanto tuviera oportunidad porque el plato tenía, delicadamente tallados, entre quince y veinte estrechos círculos concéntricos en los cuales había trigramas, caracteres chinos y símbolos extraños, algunos pintados con tinta roja y otros con tinta negra. Era realmente bonita, original, y el maestro Rojo, su propietario, me explicó que se utilizaba para descubrir las energías de la Tierra, para calcular las fuerzas del Feng Shui, aunque nosotros le estábamos dando un uso mucho más vulgar: guiarnos hasta el mausoleo del Primer Emperador.

Por fin, acabando la primera semana de diciembre y habiendo dejado atrás las montañas y la nieve, llegamos a un villorrio llamado T'ieh-lu donde nos aprovisionamos de víveres en una tienducha situada dentro de una pequeña estación de ferrocarril. Cuando salimos de allí, Lao Jiang, señalando un monte que se veía a lo lejos, dijo:

– Ahí tenemos el Li Shan, el monte Li del que habla Sima Qian en su crónica sobre la tumba de Shi Huang Ti. Dentro de unas horas llegaremos al dique de contención del río Shahe.

La frase era optimista y esperanzadora. Se acercaba el final de nuestro largo viaje y, precisamente por eso, mi estómago dio un gran vuelco de miedo: sólo si habíamos conseguido engañar a la Banda Verde alcanzaríamos la presa del Shahe porque, si no era así, las próximas horas resultarían sumamente peligrosas. En cualquier caso, llegar al dique tampoco sería la panacea puesto que allí nos esperaba una muy poco deseable inmersión en aguas heladas y nada menos que las flechas de las ballestas del ejército fantasma de Shi Huang Ti. O sea, que, por donde se mirase, la tarde iba a ser terrible y mi estómago me avisaba de ello.

El maestro Rojo, que a esas alturas del camino aún no sabía hacia dónde nos dirigíamos exactamente, puso cara de interés al escuchar lo de la presa del río Shahe. Como medida de precaución (aunque yo diría más bien que como equivocado gesto de desconfianza), Lao Jiang se había obstinado en no mostrar el jiance a los hermanos Rojo y Negro y en no hablar con ellos acerca de las pistas que Sai Wu había dejado escritas para ayudar a su hijo a entrar en el mausoleo y para guiarle por el interior. El pobre maestro Rojo sólo sabía lo que decía Sima Qian en sus Anales Básicos y era, de todos nosotros, el único que desconocía lo del baño en agua helada.

Los niños, por su parte, manifestaron la mayor de las alegrías. Para ellos se acercaba el momento más emocionante y divertido de los últimos meses. Aquello era una fantástica aventura con un cuantioso tesoro como premio. ¿Qué más se podía pedir a los trece y a los diecisiete años? Mi intención había sido siempre mantenerlos a salvo, pero todo había salido mal una y otra vez. Ahora no quedaba otro remedio que llevarlos con nosotros y dejar que corrieran los riesgos y peligros que nos esperaban al resto en el interior de la tumba. Me sentí tremendamente culpable. Si algo les llegaba a ocurrir a Fernanda y a Biao… No quería ni pensarlo. Y todo por pagar unas deudas que ni siquiera eran mías; bueno, sí, eran mías por herencia pero esa ley que me había cargado con los problemas económicos de Rémy me parecía absolutamente injusta. Nada de todo aquello estaría sucediendo si él hubiera sido una persona cabal. De repente, no sé por qué, me vino a la cabeza una frase que me había dicho Lao Jiang cuando supimos en Nanking que a Paddy Tichborne le tenían que amputar una pierna: «Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang.» ¿Qué podía haber de bueno en todo aquello…? No fui capaz de verlo, de verdad, y entre estos negros pensamientos y otros de la misma índole, fuimos avanzando por grandes extensiones de campos yermos que, en épocas más pacíficas, debieron de dar buenas cosechas de cereales a sus propietarios. Ahora estaban abandonados, los campesinos habían huido y una gran soledad reinaba en la zona.

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