Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Pero, Lao Jiang -objeté sin pestañear para que no me explotara la cabeza-, ¿cómo vamos a cruzar las montañas nosotros solos? ¿Es que no recuerda todo lo que hemos pasado para llegar hasta aquí? ¿Cómo vamos a salir vivos de ésta si dejamos el camino?

– Ya no estamos muy lejos, Elvira. Con el peor de los tiempos posibles podría faltarnos, como máximo, una semana hasta Xi'an y, además, a partir de ahora todo el trayecto es de bajada. Debemos evitar a toda costa que nos sigan. Es lo único que pueden hacer, su única posibilidad de encontrar la tumba. Estoy seguro de que han dejado espías en Shang-hsien, gente dispuesta a venir tras nosotros hasta la misma entrada del mausoleo. ¿Es que quiere usted que nos ataquen allí? ¿Se lo imagina? Debemos tomar todas las precauciones posibles.

– Entonces, hay alguien ahí afuera esperando a que reanudemos el viaje. -Un sueño raro me cerraba los ojos. Me dio miedo dormirme.

– Este tramo final es el más importante para ellos. Ya no tienen otras referencias. Si ahora nos pierden de vista, se acabó y no creo que sean tan tontos. Supongo, por otro lado, que no esperaban fracasar en el asalto de anoche pero, por si acaso, debemos guardarnos muy bien las espaldas.

– ¿Y cómo lo haremos? -pregunté, notando que, sin poder evitarlo, me iba quedando rápidamente dormida.

– Pues, verá. Lo que hemos pensado es lo siguiente…

Y ya no recuerdo nada más.

Aquella tarde me desperté sin encontrarme mejor. Apenas pude beber un sorbo de agua. Mi sobrina me contó que Lao Jiang había pagado al dueño del lü kuan por nuestra estancia y por todos los daños y que había contratado a seis porteadores expertos para llevar al maestro Jade Negro de vuelta a Wudang y que, además, para no tener problemas con las autoridades chinas de Shang-hsien, también había comprado un pedazo de tierra en las afueras y había llegado a un acuerdo con algunos campesinos para que enterraran allí a los muertos en cuanto fuera posible porque, en esta época del año, el suelo estaba congelado. Mientras tanto, los cuerpos se conservarían en unas cuevas de la montaña Shangshan, en cuya ladera se encontraba la ciudad, y también por eso Lao Jiang había tenido que pagar una cierta cantidad de dinero en concepto de alquiler.

Mientras hablaba, Fernanda se empeñaba en darme la comida en la boca como a los niños pequeños pero no pude tragar absolutamente nada. Recuerdo que, por curiosidad, pasé muy suavemente la mano por el vendaje que cubría la hinchazón de mi cabeza y que, no sólo vi las estrellas, sino que, además, me asusté muchísimo al comprobar que el chichón tenía exactamente las mismas dimensiones que la parte más ancha de un huevo de gallina. Qué golpe no me habría dado aquel bestia, me dije, shaolin, mandarín o lo que fuera. Ahora, que, desde luego, lo había pagado caro. Por idiota. Peor para él. Si se hubiera dedicado a cualquier otra profesión más pacífica no estaría criando malvas.

A la mañana siguiente, en cambio, me desperté muchísimo mejor. Seguía doliéndome la cabeza pero pude levantarme del k'ang. Al lavarme la cara tuve que hacerlo con extremo cuidado porque todo el lado izquierdo me dolía y, luego, al desayunar, cada bocado me supuso un quejido de dolor. Después, tranquilamente, estuve paseando por el lü kuan, contemplando cómo los criados intentaban remediar los destrozos de la batalla, que eran muchos. Parecía que un tornado hubiera pasado por allí, o peor, un terremoto como el que había destruido Japón tres meses atrás, cuando Fernanda y yo llegamos a Shanghai. Resultaba increíble pensar que hacía ya tanto tiempo que deambulábamos por China en busca de la tumba perdida de un antiguo emperador pero, por difícil que fuera de creer, mis pies encallecidos y mis fuertes piernas podían corroborarlo. Continué dando vueltas por el lü kuan hasta que, inesperadamente, en un rincón, me encontré frente a un gran espejo octogonal con un trigrama tallado en cada lado del marco -los hexagramas del I Ching eran de seis líneas y éstos sólo de tres, pero parecían primos hermanos-. No pude evitar soltar un grito de horror cuando me vi reflejada. El vendaje me daba un aspecto muy parecido al de los soldados heridos que regresaban a París durante la guerra; pero lo peor, con diferencia, era la tumefacción negro azulada que me deformaba la parte izquierda del rostro, ojo, labios y oreja incluidos. Me había convertido en un monstruo. Si en algún momento la tan llevada y traída moderación taoísta debía serme útil sin duda era en aquél, y no se trataba de estar fea, guapa o deformada; se trataba de que hubieran podido matarme con aquel golpe llamado «La Palma de Hierro» y mi cara lo decía bien a las claras. Podría estar muerta, me repetía mientras me observaba cuidadosamente y supe que, en tanto aquel enorme cardenal no desapareciera, debía echar mano de la moderación, del Wu wei y de la moderación otra vez.

Aquella tarde empezaron a llegar nuevos huéspedes al lü kuan. Primero fueron dos o tres hombres pero, al poco, ya no paraban de entrar familias completas con aire de fiesta. Por la noche, el establecimiento estaba abarrotado, y eso que no había suficientes mesas para todos y que prácticamente no quedaban sillas. Debía de tratarse de alguna inesperada avalancha de visitantes o de algún nutrido grupo de mercaderes que viajaban con sus mujeres y sus niños. En cuanto los criados nos trajeron los cuencos de la cena, Lao Jiang echó una mirada satisfecha al comedor y exclamó:

– Bien, aquí tenemos a nuestros protectores. Creo que no falta ninguno.

Fernanda y el maestro Rojo parecían saber de qué iba el asunto porque sonrieron y continuaron cenando pero yo no tenía ni la menor idea acerca de lo que hablaba Lao Jiang.

– Se quedó usted dormida cuando empecé a contarle nuestro plan -me dijo atacando con apetito la sopa de arroz-. Todas estas personas son campesinos de los alrededores a los que hemos invitado a cenar. ¿Ve usted aquel hombre de allí? -me preguntó señalando a un anciano alto y delgado-. Él se hará pasar por mí y aquella mujer de allá es usted, Elvira. La hija del hostelero le cortará el pelo para que parezca el suyo. Aquel hombre será el maestro Jade Rojo y el joven alto de su derecha, Biao. Aún no he decidido cuál de aquellas dos muchachas asumirá el papel de Fernanda, ¿quién se le parece más? No se fije en las caras, eso es lo de menos. Fíjese en el cuerpo, en la estatura. Todos ellos saldrán de Shang-hsien dentro de tres horas, en plena noche, en dirección a Xi'an. Se llevarán algunos de nuestros caballos.

Así que aquél era el plan. Unos dobles asumirían nuestra personalidad mientras nosotros permanecíamos a salvo en el lü kuan.

– No, nosotros no nos quedaremos en el lü kuan. Nosotros partiremos en cuanto Biao nos avise de que los espías se han ido tras el grupo o, en caso contrario, un par de horas después que ellos.

– Pero ¿y si esta gente ha hablado? ¿Y si esos supuestos vigilantes ya saben lo que planeamos hacer?

– ¿Cómo iban a saberlo -replicó muy divertido- si nuestros propios dobles lo desconocen todavía?

Aquel hombre no dejaba de sorprenderme. Debí de poner cara de tonta aunque, con mi deformación, no creo que se notara la diferencia.

– Todas estas personas son muy pobres -me aclaró-. El maestro Jade Rojo y yo invitamos a los más necesitados de entre los campesinos de la zona. No podrán rechazar mi oferta en cuanto les muestre el dinero que estamos dispuestos a pagarles.

Y no la rechazaron. Mientras Fernanda y yo terminábamos de cenar y Biao regresaba de las cocinas, Lao Jiang y el maestro Rojo fueron de mesa en mesa cerrando tratos y pagando acuerdos. También dieron algo de dinero al resto de los presentes para que no se produjera un tumulto o alguien tuviera la mala idea de intentar robarnos. Nuestros imitadores nos siguieron hasta las habitaciones y, en menos de media hora, estaban vestidos con nuestras ropas acolchadas y peinados como nosotros, con nuestros gorros, nuestros abrigos de piel de cordero y nuestras botas (unas magníficas botas de piel forradas de espesa lana y con una gruesa suela de cuero para la nieve que nos habían proporcionado en Wudang). Menos mal que teníamos repuesto de casi todo. Los dobles quedaron tan logrados que ni yo misma hubiera podido notar la diferencia de no mirarles la cara. Ellos parecían muy contentos y muy dispuestos a realizar su bien remunerado trabajo: caminar sin descanso toda la noche y todo el día siguiente, sin parar ni para comer. Luego, podrían regresar a sus casas. Nosotros ya nos habríamos alejado lo suficiente como para que la Banda Verde no pudiera alcanzarnos.

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