– ¿A usted qué le parece? -mascullé intentando controlarme-. ¿No ha pensado en los niños en ningún momento? ¿En el riesgo que corríamos todos viajando con usted?
– No veo donde está ese peligro del que habla -repuso-. La dinamita es estable y segura por mucho que se la mueva o por muchos golpes que reciba. Sólo se vuelve peligrosa cuando se conecta el detonador a la mecha y la mecha a los cartuchos. No creo haberles puesto en peligro en ningún momento.
– ¿Y para qué la ha traído, eh? ¡No nos hacía falta en este viaje!
Fernanda, Biao y el maestro Rojo nos observaban cabizbajos. Los niños, además, tenían cara de miedo.
– La traje para esto -respondió el anticuario, señalando el Nido de Dragón-. Supuse que podría hacernos falta en el mausoleo o, en el peor de los casos, para salvarnos de la Banda Verde.
– ¡Ya teníamos protección contra la Banda Verde! ¿No lo recuerda? Los soldados del Kuomintang nos siguieron desde Shanghai sin que nadie, salvo usted, lo supiera. Y, luego, se sumaron los milicianos comunistas.
– No comprendo su enfado, Elvira. ¿Qué puede haber en unos pequeños cartuchos de dinamita para que se ponga así? Tal y como supuse, nos van a resultar muy útiles para abrir la entrada. Le aseguro que no la entiendo.
Ni yo tampoco le entendía a él. Aquello me parecía el colmo del absurdo: cargar durante meses con explosivos por si llegaban a hacer falta en algún momento era ridículo. Habíamos tenido mucha suerte de no sufrir ningún accidente. Podíamos haber perdido la vida.
– Será mejor que se alejen todo lo que puedan -nos advirtió dirigiéndose hacia su bolsa que colgaba de la silla del caballo-. Váyanse ya.
Cogí a los niños por los brazos y empecé a caminar a paso ligero. El maestro Rojo me siguió en silencio. Creo que él tampoco estaba muy conforme con el asunto de los explosivos. Avanzamos sin parar hasta que se escuchó la detonación y digo detonación por llamar a aquello de alguna manera porque, aunque yo estaba esperando otra cosa, para mi sorpresa, sonó lo mismo que una bengala de fuegos artificiales. Entonces nos detuvimos y nos volvimos a mirar. Una pequeña columna de humo ascendía hacia el cielo despejado mientras los animales, muy agitados, se revolvían intentando soltarse. El anticuario, por su parte, estaba echado en el suelo a medio camino entre nosotros y el desaparecido Nido de Dragón.
Ante nuestros ojos, la columna se deshizo lentamente y se convirtió en una nube de polvo y tierra que se escampó en círculos, varios metros alrededor del agujero. Cuando Lao Jiang se puso en pie, todos iniciamos el regreso.
– ¿Se habrá escuchado la explosión en Xi'an? -preguntó Fernanda, preocupada.
– Xi'an está a setenta li -le explicó el maestro-. No se ha oído nada.
La capa de polvo que flotaba en el aire se asentó poco a poco y, por fin, pudimos asomarnos a la cavidad abierta en el suelo. Tenía forma de cono, de manera que la boca era más ancha que el fondo, situado a unos tres metros; no costaría nada dejarse caer por aquellos terraplenes. El problema era que el pozo parecía continuar cegado.
– Yo diría que el agujero todavía no es lo bastante profundo -comenté.
– ¿Debería usar más explosivos? -preguntó Lao Jiang.
– ¡Déjeme bajar antes, Lao Jiang! -pidió Biao, inquieto-. A lo mejor no hace falta.
– Baja -le autorizó éste-, pero ten cuidado.
El niño se sentó en el borde y, girándose como un gato, empezó a descender a cuatro patas. No le llamé la atención porque se veía que daba cada paso con mucho cuidado, asentando con firmeza primero un pie y luego el otro y agarrándose enérgicamente con las manos. Pronto llegó al final. Le vimos incorporarse y sacudirse la tierra de los pantalones acolchados. Se le notaba inseguro, tanteando con el pie sin atreverse a caminar.
– ¿Qué ocurre?
– Parece que debajo está hueco. El suelo tiembla.
– ¡Sube ahora mismo, Biao! -le ordené pero, en lugar de obedecerme, volvió a ponerse a cuatro patas y, con las manos, empezó a escarbar en la tierra, apartándola.
– Aquí hay monedas -se extrañó y levantó una en el aire para que la viéramos.
– ¡Tíramela! -le pidió Fernanda. El niño se puso de rodillas y cogió impulso. No bien la hubo lanzado, la cara le cambió y, en décimas de segundo, le vi arrojarse en plancha contra el terraplén y sujetarse a la tierra con los ojos apretados. Al mismo tiempo que la moneda caía en manos de mi sobrina se oyó un extraño crujido y una nubecilla de polvo se elevó desde el centro del suelo en el que instantes antes había estado hurgando Biao. No nos dio tiempo a reaccionar: el fondo del agujero se partió en dos y ambos pedazos cayeron al vacío succionando la tierra a la que el niño se agarraba desesperadamente. Todos gritamos a la vez. El agujero se había convertido en una tolva y Biao estaba perdido. Se hundió en el pozo con la cara levantada hacia nosotros. Creí morir de angustia. Entonces, en menos del tiempo que hay entre dos latidos, se escuchó un topetazo seco y un doloroso lamento.
– ¡Biao, Biao! -llamamos. El lamento se hizo más agudo.
– Hay que bajar -dijo alguien, pero yo ya lo estaba haciendo. Frenándome con las botas y con las manos, iba resbalando sobre la tierra suelta por el mismo sitio por el que había descendido Biao. En menos de un par de segundos estaría muerta o junto al niño. Cuando el terraplén terminó sentí que caía al vacío y, un momento después, noté que mis pies chocaban con tanta fuerza contra una superficie dura que, si no hubiera sido por los ejercicios taichi que me habían fortalecido los tobillos y por las caminatas que habían robustecido mis piernas, seguramente me habría roto más de un hueso. Recibí el golpe en todo el esqueleto. El niño lloriqueaba a mi derecha. Menos mal que no me había desplomado sobre él. La polvareda me hizo toser.
– Biao, ¿estás bien? -pregunté, cegada.
– ¡Me he hecho daño en un pie! -gimoteó. La imagen de Paddy Tichborne y su pierna amputada me vino a la mente. Me arrodillé a su lado y, tanteando, cogí su cabeza entre mis manos.
– Te sacaremos de aquí y te curarás -le dije. Fue en ese momento cuando me di cuenta, horrorizada, de lo que había hecho. ¿Que yo me había tirado al vacío por un agujero como una suicida…? Las manos que sujetaban la cara de Biao empezaron a temblar. ¿Es que me había vuelto loca o qué narices me había pasado? ¿Yo, Elvira Aranda, pintora, española residente en París, tía y tutora de una joven huérfana que sólo me tenía a mí en el mundo había estado a punto de matarme en un acto inconsciente e insólito que jamás hubiera llevado a cabo de encontrarme en mis cabales? El corazón se me disparó.
– ¿Se encuentran bien? -preguntó la voz de Lao Jiang. No pude contestar. Estaba tan impresionada por lo que acababa de hacer que no me salía ningún sonido de la garganta-. ¡Elvira, responda!
Petrificada. Me había quedado petrificada.
– ¡Estamos bien! -gritó al fin Biao que, por el temblor de mis manos, debió de notar que algo raro me pasaba. Se esforzó por soltarse de mí y, arrastrándose hacia atrás, se liberó. A impulsos pequeños y con ayuda de la pared logró incorporarse y, entonces, fue él quien, inclinándose y tirando hacia arriba de mi brazo, me ayudó a ponerme en pie-. Vamos, tai-tai, tenemos que movernos.
– ¿Has visto lo que he hecho? -atiné a decir.
Él sonrió con timidez.
– Gracias -susurró, pasando mi brazo derecho sobre su hombro y levantándose todo lo alto que era.
– ¡Tía! ¡Biao! -gritaba mi sobrina desde arriba. La tierra que yo había arrastrado en mi caída ya se había disipado y la luz del mediodía entraba a raudales. Miré a mi alrededor. Aquel sitio era extraordinario. El niño y yo estábamos sobre una plataforma de dos metros de larga por unos ochenta centímetros de ancha, excavada en el suelo y pavimentada con ladrillos de arcilla blanca cocida. El pozo era perfectamente cilíndrico, de unos cinco metros de diámetro, revestido de tableros y vigas de madera en bastante mal estado. Lo más sólido era la grada sobre la que nos encontrábamos, así como la rampa en la que terminaba que, a su vez, descendía hasta otra plataforma de la que salía otra rampa y así sucesivamente, girando hasta el fondo del pozo que, por cierto, no se veía.
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