– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó mi sobrina. Su voz se disolvió en un espacio inmenso que no podíamos ver. Callamos, atemorizados.
Lao Jiang, tras un momento de vacilación, se dirigió hacia la pared izquierda de la muralla y levantó al máximo el brazo de la antorcha. Luego, fue hacia el lado derecho y buscó algo también. Aquí pareció encontrar lo que necesitaba.
– Ven, Biao -dijo.
El niño fue a su encuentro y el anticuario se arrodilló.
– Sube a mi espalda.
Biao, desconcertado, le obedeció y Lao Jiang, antes de incorporarse, le pasó la antorcha.
– Sujétate bien a mis hombros -dijo el anticuario-. Maestro Jade Rojo, por favor, ayúdeme a ponerme en pie.
El maestro se acercó a él y, cogiéndole por un brazo, tiró hacia arriba al mismo tiempo que Lao Jiang se esforzaba por enderezarse con el niño encima, que se balanceaba peligrosamente.
– ¿Ves una vasija adosada a la pared?
– Sí, Lao Jiang.
– Mete la mano dentro y dime qué tocas.
Biao puso cara de loco al oír la orden e intentó mirarnos a Fernanda y a mí buscando nuestra ayuda pero obviamente, para él, nosotras quedábamos ocultas en la oscuridad. Horrorizada, le vi meter la mano en aquel recipiente como si la estuviera metiendo en un nido de serpientes.
– Parece… No lo sé, Lao Jiang. Hay un palito de metal clavado en algo duro. Madera seca o algo así porque tiene estrías.
– Huele esa madera.
– ¿Qué? -se espantó el niño.
– Acércate la mano a la nariz y dime a qué huele la madera. -Las piernas del anticuario temblaban imperceptiblemente. No aguantaría a Biao sobre los hombros mucho más tiempo.
Me dio un asco increíble ver al pobre niño olisquear aquello que había tocado con la punta de los dedos. A saber qué cantidad de porquería se habría acumulado allí durante dos mil años.
– No huele a nada, Lao Jiang.
– ¡Mete la mano de nuevo!
Biao le obedeció.
– No sé… -vaciló-. A rancio, quizá. Manteca rancia. Pero no estoy seguro. Está seco.
– Acerca la llama al palillo de metal [48].
– ¿Que acerque la llama adónde?
– ¡Acerca la llama a la grasa de ballena! -Lao Jiang no podía más. Estaba completamente apoyado sobre el maestro Rojo que tenía la cara contraída por el esfuerzo.
Entonces, Biao inclinó la caña de bambú sobre el receptáculo y, después de un momento que nos pareció eterno, la retiró y saltó al suelo, liberando así al pobre Lao Jiang. Fernanda y yo seguíamos la escena con mucha atención, entre otras cosas porque no había otro sitio hacia donde mirar, por eso nos quedamos pasmadas cuando vimos salir de la vasija un pequeño resplandor luminoso que se fue haciendo más intenso hasta que, con un bisbiseo, apareció una hermosa claridad que, teniendo los ojos acostumbrados a la penumbra como los teníamos, nos pareció que alumbraba con la fuerza de una potente lámpara eléctrica. Todos soltamos unos cuantos «¡Oh!» y otros tantos «¡Ah!» de admiración antes de descubrir que una hilera de fuego avanzaba por un canalillo a lo largo de la muralla prendiendo otros tantos pebeteros colocados cada diez o quince metros. Girábamos sobre nosotros mismos siguiendo con los ojos el recorrido de la llama cuando nuestra vista tropezó, súbitamente, con la silueta de un inmenso edificio, de un palacio gigantesco que ocultó el avance del resplandor. Nos separaba de él una explanada interminable y unas grandiosas escalinatas de piedra divididas en tres tramos y defendidas por dos monstruosos tigres sedentes colocados sobre pedestales. En algún momento, en un punto oculto a nuestros ojos, el camino del fuego se dividió en varios ramales porque, mientras contemplábamos lo que sólo era aún una imagen imprecisa del palacio, dos lenguas de fuego surgieron a derecha e izquierda del edificio, torcieron hacia los tigres y, cuando llegaron a ellos, avanzaron rápidamente en dirección a nosotros siguiendo las líneas marcadas por las baldosas grises que dibujaban una amplia avenida entre pilastras.
Nos quedamos embobados, aunque decir esto es decir muy poco. La cimas de las pilastras se incendiaron también al paso de las lenguas de fuego iluminando el centro y los lados de la plaza, en los que había dos estanques gigantescos cuyo fondo no podía verse y que alguna vez contuvieron agua y peces y que, seguramente, conectaban con las tuberías pentagonales del sistema de drenaje del recinto funerario. Nada más verlos, supe que uno de ellos era el pozo por el que hubiéramos salido de haber existido aún la presa del río Shahe, de modo que las ballestas ya no podían estar muy lejos. Al tiempo que la explanada se iluminaba como una feria, por el lado izquierdo de la muralla volvió la llama prendida por Biao después de contornear todo el recinto. Aquello se había convertido en una explosión de luz y ahora el palacio se veía perfectamente definido y hermoso frente a nosotros, con sus tres pisos de paredes amarillas y tejados hechos con cerámica de color tostado. El único problema era que el aceite de ballena, al quemarse, olía espantosamente mal, si bien había que reconocerle el mérito de no echar humo, detalle importante en un recinto subterráneo como aquél por grande que fuera.
A ambos lados del palacio se extendían muchas otras dependencias hasta casi donde la vista se perdía así que, indiscutiblemente, aquel lujoso edificio debió de ser considerado por los miembros de la corte Qin, los funcionarios, los soldados y, desde luego, los posibles saqueadores de tumbas el lugar donde reposarían para siempre los restos de Shi Huang Ti. Si el propósito del Primer Emperador había sido engañarlos a todos y que no sospechasen la verdad sobre su auténtico enterramiento, por descontado que lo había conseguido. Aquello desbordaba la imaginación de cualquiera.
Sin despegar los labios iniciamos la andadura a través de la avenida de baldosas grises en dirección al palacio. Si alguien hubiera podido observarnos desde el tejado del último piso habría pensado que éramos una fila de hormigas avanzando por el centro de un gran salón de baile y, salvando las distancias, tardamos casi lo mismo que ellas en alcanzar los horripilantes tigres dorados que custodiaban las escalinatas. Cada uno era tan grande como una casa y exhibían unas enormes uñas afiladas y unas exóticas escamas en los lomos que los volvían un tanto repulsivos. Desde aquella posición, había que levantar mucho la cabeza para descubrir el edificio detrás del último tramo de escaleras.
– ¿Vamos a subir ahora? -preguntó Fernanda. Vi dar un respingo a Biao y al maestro Rojo. Hacía tanto tiempo que permanecíamos callados que la voz de la niña sonó como un cañonazo.
– ¿Te pasa algo? -me inquieté.
Puso una cara compungida.
– Estoy cansada. Debe de ser tarde. ¿Por qué no cenamos aquí, con luz, y dormimos un rato antes de seguir?
– Nada me gustaría más, Fernanda -le dije pasándole un brazo sobre los hombros-. Pero éste no es un buen sitio para descansar, junto a estos horribles animales. Pronto encontraremos un lugar menos desagradable, te lo prometo.
Por el rabillo del ojo me pareció ver un gesto burlón en la cara de Biao. ¡Qué mala es la adolescencia!, me dije, armándome de paciencia. En fin, si teníamos que subir todos aquellos escalones más valía que empezásemos cuanto antes, así que di unos pasos y me situé delante de los demás. Para poder presumir más tarde de mi hazaña, me dio por contar cada peldaño: uno, dos, tres, cuatro… cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos… setenta y tres, setenta y cuatro… cien. Primer tramo. Hasta ese momento todo había ido perfectamente, aunque notaba un cierto dolorcillo en los músculos de las pantorrillas.
– ¿Seguimos? -nos animó Lao Jiang, emprendiendo el segundo tramo. «Venga, vamos», me alenté, y empecé a contar de nuevo. Pero cuando se acercaba el final de aquella tortura china, ya no podía con mi alma. Una cosa es caminar y otra muy distinta subir escaleras cargada con una bolsa de viaje. Yo ya no tenía edad para estas cosas. Por muy orgullosa que me sintiera de mi recobrada fuerza y de mi nueva agilidad, mis cuarenta y tantos años me pasaban factura: al llegar al descansillo me derrumbé en el suelo.
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