Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Dónde estamos? -preguntó mi sobrina.

– Yo diría que en el recinto exterior del palacio funerario -conjeturó Lao Jiang señalando con el dedo algo que quedaba oculto tras una de las columnas. Di unos pasos hacia adelante y me llevé un susto de muerte al descubrir a un hombre arrodillado, con el cuerpo descansando sobre los talones y las manos escondidas dentro de las «mangas que detienen el viento». Era grande e iba muy bien peinado con un moño sobre la nuca y raya en el centro.

– ¿Es una estatua? -Fue una pregunta tonta por mi parte, ya que era obvio que no podía tratarse de un ser humano auténtico, pero es que parecía terriblemente real, tan real como cualquiera de nosotros.

– ¡Claro que es una estatua, tía! -se rió mi sobrina.

– Sí, pero no una estatua cualquiera. Es magnífica -aseguró Lao Jiang, sinceramente impresionado. Se acercó aún más y llamó a Biao. El niño avanzó con paso inseguro. El anticuario le dio la antorcha y le colocó el brazo a la altura que deseaba que la sostuviera. Luego, se caló las gafas en la nariz y se inclinó para estudiarla mejor-. Es la representación de un joven siervo de la dinastía Qin. Está hecho con arcilla cocida y todavía conserva la pigmentación, lo cual resulta extraordinario. Fíjense en el color de su cara y en el pañuelo rojo que lleva anudado al cuello. Impresionante.

– Fue colocado mirando al sur -indicó el maestro Rojo- , hacia el túmulo.

– Deberíamos seguir -manifesté. Nunca me habían gustado mucho las estatuas, sobre todo las de forma humana como aquélla, tan realistas. Siempre tenía la sensación, cuando visitaba los museos de París, de que las esculturas me miraban y de que no eran falsos ojos de piedra los que me seguían. Procuraba salir corriendo de ese tipo de salas.

Pero aquel joven siervo no fue el único que encontramos. Cada cierto número de columnas había uno parecido, todos mirando hacia el sur, la misma dirección que nosotros seguíamos, y también funcionarios imperiales, en pie, vestidos con gruesas chaquetas y amplios pantalones negros, luciendo vistosos lazos al cuello y, colgando del cinto, sus instrumentos de escritura. Además hallamos esqueletos de animales que bien podían ser ciervos o cualquier otra especie salvaje, junto a pesebres de cerámica y con la argolla que les sujetaba a las columnas todavía alrededor de las vértebras del cuello. Sólo eran huesos y cráneos, pero impresionaban en medio de aquellas tinieblas. Descubrimos muchas otras cosas igualmente extrañas porque había también compartimentos con altares de piedra lujosamente adornados sobre los que aún descansaban los más variados cacharros de bronce cubiertos de cardenillo (jarras, jarrones, hervidores, calderos de tres patas…), habitaciones que debieron de albergar hermosos cojines y cortinas de seda, algunas estancias con armas, otras con miles de jiances, cocinas repletas de animales de arcilla como aves de caza, cerdos o liebres junto a los más variados utensilios de carnicero e, incluso, cuadras completas de caballos con los esqueletos en el suelo, prácticamente deshechos. Pero, lo más hermoso de todo, con diferencia, eran las cámaras repletas de lujosos vestidos ceremoniales confeccionados con sedas y piezas de jade. En éstos ni siquiera nos atrevimos a entrar por miedo a que nuestra presencia dañara las delicadas telas de dos milenios de antigüedad. Caminamos durante mucho tiempo, impresionados y también un poco sobrecogidos por las cosas que veíamos. Conforme nos acercábamos al túmulo el techo se iba haciendo más y más alto, alejándose de nuestras cabezas hasta alcanzar una altura desproporcionada. Pronto descubrimos la razón: un largo muro de tierra enlucida pintado de rojo nos impedía seguir avanzando. Era tan alto que no divisábamos el final (aunque también es verdad que la antorcha de Lao Jiang no daba para muchas alegrías y que su círculo luminoso no llegaba más allá de los tres o cuatro metros).

– ¿Y ahora, qué? -inquirí-. ¿Derecha o izquierda?

El maestro Rojo sacó su Luo P'an de la bolsa y lo consultó. No sé qué cálculos extraños haría pero pasaba la uña del índice repetidamente sobre los signos y caracteres del plato de madera y se le veía sumamente concentrado.

– Las «Venas del dragón»… -murmuró al fin, levantando la cabeza, satisfecho.

– Las líneas de energía qi -explicó Lao Jiang.

– … fluyen hacia el sur pero hay otra, mucho más débil, de este a oeste. Si los cálculos de las Nueve Estrellas son correctos -afirmó el maestro-, llegaremos antes a la puerta principal yendo por la derecha.

– No me pregunten sobre las Nueve Estrellas -nos advirtió Lao Jiang a los niños y a mí viéndonos coger aire y abrir las bocas-. Son asuntos de Feng Shui muy complicados que sólo conocen los grandes expertos.

De manera que continuamos caminando y, unos diez minutos más tarde, llegamos a la esquina de la muralla, que torcimos para seguir descendiendo. La pared presentaba grandes desconchones que dejaban al descubierto la tierra apisonada de su interior y nosotros, al caminar, aplastábamos los trozos de enlucido rojo produciendo, para mi gusto, un ruido áspero que, en aquellas oscuras soledades, sonaba preocupante.

Al cabo de bastante tiempo -no sabría puntualizar cuánto, puede que una media hora o quizá un poco más- alcanzamos el final y torcimos a la izquierda. Ya no debía de faltar mucho para la puerta. Mis sentidos se aguzaron: con un poco de suerte (o de mala suerte, según cómo se mirase), podríamos ver los restos de los sirvientes que murieron asaeteados por los disparos de las ballestas y eso nos avisaría del peligro. Pero cuando por fin llegamos, no advertimos nada que nos indicara que ninguna flecha se hubiera disparado nunca en aquel lugar aunque, sin duda, alguien había pasado por allí antes que nosotros porque las hojas de aquel inmenso portalón de casi cinco metros de altura, cada una de ellas adornada con una enorme argolla de hierro oxidado que colgaba de una aldaba con forma de cabeza de tigre, estaban abiertas de par en par. Las atravesamos con prevención, mirando en todas direcciones, pues, pasándolas, entrabas en una especie de túnel abovedado de unos diez metros de largo que parecía el lugar ideal para un ataque por sorpresa. Aquélla era una edificación monumental, de unas dimensiones colosales. Ningún rey europeo había tenido nunca un enterramiento tan grandioso. No era de extrañar que hubieran hecho falta tantísimos condenados a trabajos forzados para llevarlo a cabo. Ni las pirámides de Egipto se le podían comparar.

Al otro lado del túnel fuimos a dar a un patio o, mejor dicho, a un corredor de grandes dimensiones enlosado con planchas de cerámica blancas y grises que dibujaban motivos en espiral y geométricos. A esas alturas, echaba de menos las lámparas con grandes cantidades de aceite de ballena que, según Sima Qian en sus Anales Básicos, nunca se iban a apagar en el mausoleo del Primer Emperador. La oscuridad de los grandes espacios que nos rodeaban empezaba a cansarme y, además, no podía hacerme una idea clara de las magnitudes de la estructura.

Atravesando el inmenso patio llegamos frente a otra muralla idéntica a la anterior, pintada también de rojo e igual de alta. El mausoleo estaba guarecido, pues, por dos barreras capaces de detener a cualquier ejército del mundo por numeroso que fuera, incluso a un ejército moderno con todos sus carros de combate y sus cañones «Berta». Y, ¿todo eso para proteger a un hombre muerto? El Primer Emperador había padecido de una gran megalomanía, no cabía ninguna duda. En esta nueva muralla había una segunda puerta de proporciones gigantescas, aunque ésta era de hojas correderas y estaba erizada de peligrosas púas por toda su superficie. Permanecía entreabierta gracias a unas gruesas barras de bronce que debieron de colocar allí los siervos Han; era incomprensible cómo habían soportado durante tanto tiempo aquella presión. Pasando entre dos de ellas fuimos a dar al interior de otro túnel abovedado al fondo del cual se veían unas escaleras que ascendían hacia un vano enorme y negro. Subimos poco a poco, atentos a cualquier ruido o señal de peligro y, cuando llegamos arriba, sencillamente, no vimos nada: la luz de nuestra antorcha se perdía en el más lóbrego y silencioso de los vacíos.

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