Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¿Se encuentra usted bien, tía?

– ¿Es que tú no te encuentras mal? -gemí desde mi humillante posición-. Dijiste que estabas cansada antes de empezar a subir.

– Sí, bueno -Su corazón generoso (es un decir) no deseaba herir mi orgullo.

– Está bien. Denme un minuto para recuperar el aliento y podré incorporarme.

– Pero ¿podrá acabar el último tramo? -preguntó, inquieto, Lao Jiang.

Así que yo era la única que se sentía morir, ¿no es cierto? Los demás, incluido aquel anciano de barbita blanca, estaban frescos como rosas en primavera.

– Puedo ayudarla si usted me lo permite, madame -murmuró el maestro Rojo arrodillándose en el suelo frente a mi cara.

– ¿Sí…? ¿Cómo?

– Con su permiso -dijo cogiendo uno de mis brazos y subiéndome la manga. Con los pulgares, empezó a presionar ligeramente en distintas zonas. Luego, cambió al otro brazo y repitió la operación. El dolor de mis piernas desapareció por completo. Siguió presionando en puntos cerca de los ojos, en las mejillas y, por último, ejerció una presión un poco más fuerte en las orejas usando los pulgares y los índices. Cuando se puso en pie tras una reverencia de cortesía, yo era la rosa más fresca de aquel jardín.

– ¿Qué me ha hecho? -pregunté, sorprendida, recuperando ágilmente la verticalidad. Me sentía estupendamente.

– Le he quitado el dolor -murmuró recogiendo su hato- y la he ayudado a liberar su propia energía. Sólo es medicina tradicional.

Miré a Lao Jiang en busca de una explicación pero, al ver en sus ojos esa mirada de orgullo que tan bien conocía, desistí con presteza y me dispuse a subir corriendo el último trecho de escaleras. Los chinos eran un pozo de sabiduría milenaria y poseían conocimientos extraños que los occidentales no podíamos ni siquiera imaginar, atrincherados en nuestro orgullo de colonizadores. ¡Cuánta humildad nos hacía falta para ser capaces de aprender y respetar las cosas buenas de los demás!

Llegué arriba la primera y alcé el brazo con un gesto de victoria. Ante mí, seis grandes aberturas en la pared amarilla daban acceso al interior del palacio. Seguramente, cuando aquello se construyó, esos vanos estarían cerrados por elegantes puertas de madera pero, ahora, sólo sus restos podridos y fragmentados se veían por el suelo. Pronto estuvimos todos reunidos. La luz radiante del recinto exterior se colaba suavemente por las muchas ventilaciones abiertas en las paredes del edificio y, una vez dentro, desaparecía poco a poco hasta morir sin remedio, ahogada por aquellos techos, suelos, columnas y muebles de color negro. El negro, símbolo del elemento agua, era el color de Shi Huang Ti y, como hombre de excesos que fue, lo llevó todo hasta sus últimas consecuencias. Para los chinos el color del luto es el blanco pero a mí aquel enorme salón del trono -pues eso es lo que era- me resultaba bastante fúnebre. Según nos había contado Lao Jiang en una ocasión, un cronista que conoció al Primer Emperador había dejado escrito que era un hombre de nariz ganchuda, pecho de ave de rapiña, voz de chacal y corazón de tigre. Ahí es nada. Pues bien, aquel salón principal del palacio funerario era absolutamente apropiado para alguien como él: de un lado a otro mediría más de quinientos metros y desde el fondo hasta nosotros, que estábamos al sur, no habría menos de ciento cincuenta, separados en tres niveles distintos por dos grupos de escalones. Filas de gruesas columnas lacadas en negro marcaban el camino hasta el trono que, en este caso, en lugar de un lujoso asiento desde el que presidir grandes acontecimientos era un sarcófago colocado sobre un gigantesco altar a cuyos lados permanecían, con las enormes fauces abiertas, dos imponentes esculturas de dragones dorados que llegaban hasta el techo.

– Fíjense -dijo el maestro Rojo señalando un punto frente a nosotros.

Forzando un poco la vista porque estaba cansada y porque el alto madero del umbral trazaba una sombra alargada que no permitía ver con claridad, divisé algo en el suelo a pocos metros de la entrada, unos palos, unos perfiles sin forma…

– Los sirvientes Han -murmuró el anticuario.

Me alarmé. ¿Allí? ¿Era allí dónde se disparaban las ballestas? Yo no veía ni uno solo de aquellos artefactos por ninguna parte.

– No debemos avanzar más -sentenció el maestro.

– ¿Vamos a pasar la noche aquí? -preguntó Fernanda.

Miré a Lao Jiang y éste me hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

– Aquí mismo -repuse dejando caer mi bolsa en el suelo. La verdad es que debía de ser tardísimo, posiblemente cerca de la medianoche, y estábamos agotados. La jornada había sido muy, muy larga. Cenamos huevos duros y bolas de arroz que deshicimos en té caliente. Un estómago lleno de comida siempre es el mejor de los somníferos así que, pese a la luz y a todas las cosas extraordinarias que nos rodeaban, en cuanto apoyamos la cabeza en los k'angs, nos quedamos profundamente dormidos.

No había manera de saber si ya era por la mañana o todavía no. Abrí los ojos. Aquella luz, aquel extraño alero, aquel lejano cielo de piedra… El mausoleo del Primer Emperador de la China. Estábamos dentro. Mil cosas habían pasado pero, ahora, estábamos dentro y, ¡ah, sí!, ya sabíamos dónde se disparaban las ballestas; como muy bien advertía el arquitecto Sai Wu a su hijo, al entrar en el gran salón principal del palacio funerario.

Escuché un sonido cercano y me volví a mirar: cuatro pares de ojos me contemplaron sonrientes. Todos estaban despiertos v esperándome.

– Buenos días, tía.

Sí, buenos días, tan buenos como si no fuera aquél el más peligroso de nuestras vidas. No obstante, pese a mis temores, disfruté haciendo los ejercicios taichi en aquel balcón frente al palacio, contemplando a lo lejos los muros rojos y la gran explanada con sus fuegos sobre las pilastras y sus estanques vacíos. Si era la última vez, ¿por qué no hacerlo a lo grande?

Todavía saboreaba mi té cuando Lao Jiang dio la orden de ponernos en marcha.

– ¿Adónde se supone que quiere ir? -me burlé, dando el último sorbo. Allí abajo la higiene iba a ser un problema. Teníamos agua para beber pero no para fregar los cacharros ni para lavarnos.

– No muy lejos -sonrió él-. ¿Qué le parece al salón del trono?

– ¿Quiere que muramos? -bromeé.

– No. Quiero que recojamos todas nuestras cosas y que empecemos a estudiar el terreno. Primero, probaremos con los fardos para ver si las viejas ballestas todavía funcionan y, en caso afirmativo, intentaremos descubrir por dónde salen los dardos para poder esquivarlos.

– Tome -dije haciendo un lanzamiento enérgico-. Pruebe con mi bolsa. La suya mejor la deja aquí.

Los niños se dieron prisa en recogerlo todo al ver cómo Lao Jiang, el maestro Rojo y yo nos aproximábamos al dintel de una de las puertas y nos deteníamos y arrodillábamos justo delante del madero del umbral. Aquel gran salón era imponente. Si hubiera sido un auténtico palacio administrativo, miles de personas hubieran podido reunirse en su interior sin grandes estrecheces. Se veían, cerca de nosotros, los restos del puñado de vetustos esqueletos entre cuyos huesos casi pulverizados y ropas deshechas se distinguían quince o veinte dardos de bronce tan largos como mi antebrazo.

– ¿Está segura de que podemos usar su bolsa? -inquirió Lao Jiang echándome una mirada suspicaz.

– Tengo el pálpito de que las ballestas no van a funcionar -repuse, esperanzada. En el peor de los casos, mi pasaporte y el de mi sobrina, así como mi libreta y mis lápices estaban a salvo en los numerosos bolsillos de mis calzones y mi chaqueta.

Pero, claro… ¿Para qué hablaré siempre antes de lo debido? No bien mis pobres pertenencias tocaron el suelo al otro lado del umbral, se escuchó un ruido como de cadenas y, antes de que nos diéramos cuenta, una sola flecha que venía de la pared norte, surgida de algún punto entre el féretro y los dragones dorados, se clavó en ellas como si fueran un acerico.

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