Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Pero si pueden seguirme -objetó-. No corren ningún peligro. Vengan conmigo ahora.

No me gustaba la idea. No me gustaba nada.

– El maestro tiene razón -indicó el anticuario-. Vayamos con él.

– De todas formas, marcaré el suelo -dije, terca, sin querer admitir que me iba a resultar imposible hacerlo-, por si debemos dar la vuelta y salir corriendo.

De ese modo fue como tuvimos el gran honor de conocer y seguir «Los Pasos de Yu», una danza mágica de cuatro mil años de antigüedad que podía llevar hasta el cielo a los antiguos chamanes chinos (porque no estaba demostrado que llevase a los monjes taoístas y, desde luego, a nosotros no nos llevó).

Tras el maestro Rojo iba Lao Jiang, después yo, después Fernanda y, por último, el niño. Cuando me llegó el turno, puse los pies sobre las dos primeras baldosas temblando de arriba abajo. Lo siguiente fue dar un paso en diagonal hacia la izquierda con un solo pie y, saltando a la pata coja, avanzar dos baldosas más. A continuación, con otro desvío en diagonal hacia la derecha, tres pasos más con el pie derecho; otros tres con el izquierdo; de nuevo tres con el derecho; otros tres con el izquierdo y, por fin, parada con los dos pies apoyados uno junto a otro como al principio. El maestro Rojo nos había dicho que esta primera secuencia se llamaba «Peldaños de la Escala Celeste» y que la siguiente era la «Fanega del Norte» [50]que consistía en dar un salto en diagonal a la derecha, otro hacia adelante, otro más hacia la izquierda y tres adelante, como dibujando la silueta de un cazo.

A grandes rasgos, éstos eran «Los Pasos de Yu» y, repitiendo ambas series, llegamos hasta los primeros escalones donde comprobamos con alivio que no había ballestas apuntando hacia nosotros. A esas alturas habíamos recuperado mi bolsa y la de Biao, pero no la de Fernanda, que había quedado situada bastante lejos del camino trazado por la danza. La niña estaba enfurruñada y me miraba insistentemente de un modo que me hizo sospechar que, si no hacía algo por devolverle lo que le había quitado, tendría que aguantar sus reproches durante el resto de mi vida y, claro, eso no era conveniente para mi salud, así que me puse a pensar como una loca en cómo rescatar aquel hato abandonado. Consulté en voz baja con Lao Jiang que, tras opinar que tal esfuerzo era una tontería, me aseguró, molesto, que él se encargaría del asunto. Abrió su bolsa de las sorpresas y extrajo el «cofre de las cien joyas» y, luego, una cuerda muy fina y extremadamente larga en uno de cuyos cabos anudó uno de los varios pendientes de oro del cofre que tenía el gancho para la oreja con forma de anzuelo de pesca.

– Si lo engancha con eso -le avisé-, provocará que se disparen las ballestas de todas las baldosas por donde pase la bolsa.

– ¿Se le ocurre otra manera mejor?

– Deberíamos tumbarnos sobre los escalones -dije, volviéndome hacia los demás, que se precipitaron a obedecer mi sugerencia dado lo vulnerable de nuestra posición. Sólo había tres escalones pero, como eran tan largos, cabíamos todos en el primero, que era el más seguro. Lao Jiang se alejó de la bolsa desplazándose hacia la izquierda por el segundo peldaño, de tal manera que la cuerda, al lanzarla, quedase prácticamente horizontal y, desde allí, realizó el primer intento. Por suerte, el pendiente no pesaba lo bastante como para provocar la vibración de las bolas del sismoscopio porque la puntería del anticuario dejaba mucho que desear. Cuando, por fin, enganchó el saco de Fernanda (más por la tosquedad de la tela, que se prestaba a ello, que por su habilidad), volvieron a escucharse repetidamente los desagradables ruidos de cadenas y los agudos silbidos de los dardos pasando esta vez a poca distancia de nuestras cabezas.

No mucho después, Fernanda rebosaba de satisfacción cargando nuevamente con su bolsa a la espalda y todos habíamos reemprendido la danza de «Los Pasos de Yu» después de encontrar las dos primeras baldosas seguras de aquel nuevo tramo de salón. Saltar a la pata coja con los sacos no era fácil pero la alternativa de caer o de pisar la baldosa vecina era tan sumamente peligrosa que todos llevábamos muchísimo cuidado y avanzábamos concentrados por entero en lo que hacíamos.

Llegamos a los segundos escalones y descansamos. Allí la luz ya no era tan clara como al principio. Me preocupó que precisamente en el último recorrido, tan cerca ya del altar y de los monumentales dragones dorados, la vista pudiera fallarnos y, sin darnos cuenta, pisáramos fuera de la losa correcta. Lo comenté en voz alta para que todos lo tuvieran presente y pusieran los cinco sentidos en cada paso. Aun así, el último tramo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo haber sudado a mares por el esfuerzo, por los nervios y por el muy fundado temor a equivocarme. Tenía yo razón al suponer que no se iba a ver bien. En realidad, las rayas entre las baldosas ya no se distinguían y avanzar era una pura labor de intuición. Pero llegamos. Llegamos enteros y a salvo y no recuerdo una sensación más agradable que la de poner el pie en el primero de los muchos escalones que subían hacia el altar con el féretro. Me sentí pletórica de alegría. Los niños estaban bien, el maestro Rojo y Lao Jiang estaban bien y yo estaba bien. Había sido la danza más larga y agotadora de mi vida. ¿No había existido en Europa, durante la Edad Media, algo llamado «Danza de la muerte» relacionada con las epidemias de peste negra? Pues no sería lo mismo pero, para mí, «Los Pasos de Yu» habían sido lo más parecido a esa «Danza de la muerte».

Los niños gritaron de entusiasmo y se lanzaron escaleras arriba para ver el féretro de cerca. Por un momento temí que les ocurriera algo, que aún quedara alguna trampa mortal en aquel primer nivel del mausoleo, pero Sai Wu no había mencionado nada de eso en el jiance así que decidí no preocuparme. Los adultos seguimos a los niños igual de satisfechos aunque con una actitud más moderada. «Actuar precipitadamente acorta la vida», me había dicho Ming T'ien. El maestro Rojo, Lao Jiang y yo éramos la viva estampa de la moderación en un momento de gran alegría.

El altar de piedra sobre el que descansaba el féretro tenía la forma de una cama de matrimonio aunque tres veces más grande de su tamaño normal. Sobre él no sólo estaba aquel cajón rectangular lacado en negro y con finos adornos de dragones, tigres y nubes de oro sino quince o veinte cofres de tamaño medio separados por mesitas como las que se ponían sobre los canapés chinos para servir el té. Alrededor del féretro, unos hermosos paños de brocado cubrían montones piramidales de algo desconocido y varias decenas de figuritas de jade con forma de soldados y de animales fantásticos se alineaban por toda la superficie. También había vasijas de cerámica, peines y peinetas de nácar, hermosos espejos de bronce bruñido, copas, cuchillos con turquesas engastadas… Todo estaba cubierto por una capa muy fina de polvo, como si hubieran hecho limpieza sólo una semana antes.

Teniendo mucho cuidado de no romper nada, Lao Jiang subió ágilmente al altar para abrir el féretro. Se acercó hasta él y soltó el cierre, pero pesaba demasiado y fue incapaz de levantar la tapa él solo. Al ver sus infructuosos esfuerzos, Biao dio un brinco y se colocó a su lado pero, aunque consiguieron alzar la plancha unos centímetros, al final tuvieron que soltarla. Así que ya no quedó otro remedio que poner todos juntos manos a la obra. El maestro, Fernanda y yo nos encaramamos también al altar y, esta vez sí, entre los cinco, logramos abrir el terco sarcófago, total para descubrir que, en su interior, sólo había una impresionante armadura hecha con pequeñas láminas de piedra unidas a modo de escamas de pez. Estaba completa, con hombreras, peto, espaldar y un largo faldón, y tenía incluso un yelmo con el agujero para la cara y la protección para el cuello. Quizá fuera una valiosísima ofrenda funeraria, un ejemplar único de armadura imperial de la dinastía Qin, como dijo Lao Jiang, pero a mí me daba la impresión de que se trataba de una humorada del Primer Emperador, una manera de decir a quien abriese su falso sarcófago que acababa de equivocarse por completo.

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