– Desde la puerta avanzaremos con una mano en la pared en el sentido de las agujas del reloj -dije para espantar cualquier otro tipo de pensamientos.
– ¿Y en qué sentido avanzan las agujas de los relojes? -inquirió el maestro Rojo con mucha curiosidad.
– ¿Habla usted el francés perfectamente y no ha visto nunca un reloj occidental? -El maestro me había dejado con la boca abierta (aunque daba lo mismo porque no se veía).
– En la misión donde estudiamos mi hermano y yo no había relojes.
– Pues las agujas giran dentro de un círculo digamos que de derecha a izquierda.
– Es decir, que empezamos donde estoy yo -observó, como si pudiéramos verle.
– Deberíamos dejar algo en esta puerta para reconocerla a la vuelta -sugerí, siempre preocupada por el regreso.
– Adelante, ¿qué propone?
– No sé. Dejaré uno de mis lápices. Aunque, como no veo, no sé de qué color es.
– ¿Y no le parece que da lo mismo, tía? Nadie se lo va a robar.
– Nunca se sabe -sentencié-. Estos lápices valen una fortuna en París.
Empezamos a caminar. Mi mano izquierda acariciaba la superficie de la pared que, a diferencia del suelo, era rugosa y áspera, de manera que terminé por pasar sólo la yema de los dedos para no sentir tanta dentera y, al final, sólo el dedo índice. Después de un rato, llegué a la conclusión de que aquel lugar era mucho más grande que el palacio funerario del piso superior. Debía de tener las mismas dimensiones que los muros de tierra enlucida de arriba. Tras doblar la primera esquina estaba ya completamente segura, así que me preparé para un largo y aburrido paseo que podía durar bastante tiempo. ¿Por qué no hacerlo más agradable? En realidad, podía pasear por donde yo quisiera ya que, al no ver nada, era libre de imaginar cualquier lugar del mundo y elegí la rive gauche, la ribera izquierda del Sena, en París, con sus puestos de libros viejos y sus pintores aficionados. Veía los hermosos puentes, el agua, el sol… Oía el ruido de los autos y de los ómnibus, los gritos de los vendedores de dulces… Y mi casa, veía mi casa, el portal, la escalera, la puerta… Y, dentro de ella, mi salón, mi dormitorio, mi cocina, mi estudio… ¡Ah, el olor de mi casa! Había olvidado cómo olía la madera de los muebles, las flores que siempre tenía en los jarrones, los fogones en los que cocinaba, la ropa almidonada de los cajones y, naturalmente, los lienzos nuevos aún sin imprimar, las pinturas al óleo, la trementina… ¡Había pasado un siglo desde que salí de mi casa! Sentí una nostalgia enorme y unas ganas también enormes de llorar. No tenía edad para esas tonterías, pero ¿qué iba a hacer si añoraba mi hogar?
Quizá fue la pena pero sentí que me mareaba un poco, que la pared se movía, o el suelo, como cuando íbamos a bordo del André Lebon. Ya no debía de faltar mucho para encontrarnos otra vez en el punto de partida. Habíamos doblado cuatro esquinas así que la puerta donde había dejado mi lápiz de color desconocido tenía que encontrarse cerca. Quizá fuera hambre aquella sensación de vaivén. Nunca es bueno caminar tanto con el estómago vacío. Y no estaba dispuesta a aceptar ninguna otra explicación.
Diez minutos después tenía mi lápiz abandonado entre las manos.
– Creo que no hemos adelantado mucho -dijo Fernanda enfurruñada-. Hemos vuelto al principio.
– Sí, pero también hemos eliminado una posibilidad. Ahora tenemos que probar otras.
– Es que estoy un poco mareada -protestó mi sobrina. Me alarmé.
– ¿Cómo te encuentras tú, Biao?
– Mareado también, tai-tai. Pero no mucho.
– ¿Y ustedes? -No hacía falta que dijera sus nombres, los dos se dieron por aludidos.
– Yo estoy bien -comentó Lao Jiang-. El problema es que llevamos mucho tiempo caminando a ciegas.
– Yo también estoy bien -dijo el maestro Rojo-. ¿Y usted, madame ?
– Sí, bien -mentí. O encontrábamos la bajada hacia el tercer sótano inmediatamente o me llevaba a los niños corriendo al palacio funerario del piso de arriba-. ¿Alguien propone alguna solución rápida?
– Deberíamos examinar el suelo -titubeó el maestro Rojo-. Aunque si los niños se encuentran mal…
– Ya sabemos que estamos en un gran espacio rectangular -le atajó Lao Jiang-. Dividamos este espacio en franjas que marcaremos colocando los lápices de Elvira y nos echaremos al suelo para buscar la trampilla de este piso.
Tardaríamos una eternidad. No teníamos tanto tiempo.
– Les propongo que subamos al palacio para comer. Allí hay luz y necesitamos recuperarnos un poco. Después, bajaremos y revisaremos el suelo. ¿Qué les parece?
– Aún es pronto -desaprobó Lao Jiang-. Hagamos, al menos, una sección antes de subir.
– Una sección es demasiado -protesté sin saber a qué proporción se refería exactamente el anticuario. Pero éste me ignoró.
– Biao, da cinco pasos grandes hacia adelante y quédate allí mientras los demás comprobamos el terreno desde la pared hasta la línea que tú representas. Si nos perdemos, te llamaremos para que nos guíes con la voz. ¿Entendido?
– Sí, Lao Jiang, aunque me gustaría decir algo.
– No vuelvas a repetir que te encuentras mal… -le advirtió amenazadoramente.
– No, no… Lo que quería decir es que, bajo mis pies, hay una cosa extraña que no es una trampilla pero que tiene que ser importante porque parece uno de esos hexagramas del I Ching.
– ¿Estás seguro? -saltó Lao Jiang como si le hubiera picado un avispón.
– Déjeme comprobarlo -pidió el maestro Rojo-. ¿Biao?
– Sí, soy yo, maestro. Agáchese. Es aquí, ¿lo ve?
– No, no lo veo -rió el maestro-, pero lo toco y, sí, desde luego es un hexagrama. Este suelo debe de ser de bronce pulido y el hexagrama está grabado en relieve.
– En bajorrelieve -constaté al tocarlo con mis propias manos y notar la tersura de las formas: seis líneas horizontales, unas enteras y otras partidas, formando un cuadrado perfecto de poco más de un metro por cada lado-. La figura apenas resalta sobre el plano. Podría confundirse con una simple irregularidad del suelo si no fuera tan grande.
– ¡Qué curioso! -dijo el maestro-. Se trata del hexagrama Ming I, «El Oscurecimiento de la Luz». Sería muy significativo si no se tratara de un simple adorno.
– ¿Qué adorno iban a poner en un sitio en el que no se ve nada? -se enfadó Fernanda-. Eso está ahí por algo.
– ¿Se sabe usted el I Ching de memoria, maestro Jade Rojo? -le pregunté.
– Sí, madame, pero no es nada extraordinario -señaló con modestia.
– El maestro Tzau, de Wudang, también se lo sabía.
– El maestro Tzau es más que un sabio, madame. Es el mayor erudito del I Ching que existe en China. Vienen gentes de todas partes a consultarle. Me alegro de que tuviera ocasión de conocerle.
– ¡Dejémonos de conversaciones de salón! -nos interrumpió Lao Jiang-. Interprete el signo, maestro Jade Rojo.
– Por supuesto, Da Teh. Le pido humildemente perdón.
– ¡No pierda más tiempo! -le espetó Lao Jiang. Sorprendida, no daba crédito a la transformación radical que se había producido en el carácter del anticuario desde que habíamos entrado en el mausoleo. Era como si le molestásemos, como si cualquier cosa que hiciésemos o dijésemos le enfureciera. Desde luego, no se parecía en nada al elegante y educado anticuario que yo había conocido en las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club.
– El hexagrama Ming I, «El Oscurecimiento de la Luz» -estaba diciendo el maestro Rojo-, alude al sol que se ha hundido bajo la tierra provocando la oscuridad total. Un hombre tenebroso ocupa el puesto de mando y los sabios y capaces sufren por ello porque, aunque les pese, deben seguir avanzando con él. El dictamen del signo dice que la luz ha desaparecido y que, en estas condiciones, es propicio ser perseverante en la emergencia.
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