Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– No entiendo nada, tai-tai -me susurró Biao al oído. Le tapé la boca con la mano para que se callara. No quería más reprimendas de Lao Jiang.

– Supongo que, en la situación en la que nos hallamos -continuó diciendo el maestro-, la interpretación sería que hay algún riesgo que no vemos, alguna emergencia por la cual deberíamos movernos con rapidez. Creo que el hexagrama nos pide que busquemos rápidamente la luz porque corremos algún peligro.

Lo sabía. No me había vuelto loca. El aire estaba lleno de metano. Había que salir de allí cuanto antes.

– ¡Aquí hay otro hexagrama! -exclamó mi sobrina en ese momento.

– ¿Tan cerca? -se sorprendió Lao Jiang.

– Empezando desde la puerta y yendo en línea recta, primero está el que descubrió Biao y, después, a un par de metros, éste que acaba de encontrar Fernanda -le expliqué arrodillándome junto al nuevo relieve para examinarlo. En realidad, sólo lo toqué para comprobar que la niña no se había equivocado. Fue el maestro Rojo quien lo tanteó cuidadosamente para averiguar de qué hexagrama se trataba.

Sheng -dictaminó tras estudiarlo con las manos-, «La Subida». Se refiere al árbol creciendo con esfuerzo desde la tierra. En realidad, habla de cualquier éxito conseguido desde una situación inferior gracias al tesón y al empeño personal. El dictamen dice que hay que poner manos a la obra y empezar a actuar sin miedo porque la partida hacia el sur trae ventura.

– ¿La partida hacia el sur? -coreó Lao Jiang-. ¿Debemos ir hacia el sur desde aquí?

– Yo diría que sí.

– ¿Y cómo vamos a saber dónde está el sur? -pregunté mientras intentaba dibujar un mapa mental del mausoleo en mi cabeza. La puerta por la que habíamos entrado en aquel recinto venenoso estaba al norte ya que se encontraba enfrente de los travesaños de hierro por los que habíamos bajado desde el fondo del palacio funerario. Ir hacia el sur, pues, significaba adentrarse en las sombras hacia adelante, desandar el camino que habíamos hecho arriba, caminar hacia las profundidades del monte Li.

– Con el Luo P'an, madame, puedo localizar los ocho puntos cardinales porque están tallados en la madera y, tocando la aguja levemente con los dedos, puedo averiguar hacia dónde señala.

¿Qué hubiéramos hecho sin el genial maestro Rojo? Me felicité por haber sido yo quien tuvo la maravillosa idea de pedirle al abad que nos proporcionara algún monje experto en ciencias chinas. Ahora estábamos en disposición de empezar a movernos. El problema era cómo podría yo señalizar el camino para el regreso. Igual que había despejado de dardos el salón del trono, me habría gustado marcar el suelo con algo para que, a la vuelta, sólo hubiera que seguir aquel rastro hasta la puerta. Pero no podía pensar con claridad, estaba muy mareada y, además, empezaba a notar un pequeño dolor de cabeza que me asustaba un poco.

– Encuentre el sur de una vez, maestro Jade Rojo -ordenó el anticuario.

¿Qué tenía yo en mi bolsa que pudiera utilizar…? ¡Las piedras preciosas! Ese hermoso puñado de turquesas verdes que había cogido del altar antes de seguir a Lao Jiang. Apenas eran del tamaño de un garbanzo y resultarían difíciles de localizar en la oscuridad pero no había otra cosa, así que tendrían que servir. Mientras el maestro Rojo continuaba con sus cálculos, rebusqué en el fondo de mi bolsa y recuperé las piedras, guardándomelas en un par de bolsillos de la chaqueta. Como no me atreví a tirar la primera porque se iba a escuchar el ruido, me agaché discretamente y la dejé en el suelo con toda delicadeza. De algo tenían que servir los cuentos infantiles. ¿Acaso no había sido el pequeño Pulgarcito quien había dejado en el bosque un rastro de piedrecitas blancas para poder encontrar el camino de regreso a casa? Pues, mira por donde, aquel viejo cuento de Charles Perrault me iba a resultar muy útil.

Por fin, al cabo de un momento, el maestro dijo:

– Cójanse a mi túnica y formen una fila. Yo iré delante.

Era muy tonto caminar así, todos de la mano (menos cuando yo me soltaba unos segundos para dejar una turquesa en el suelo), pero estábamos tan mareados y con tanta angustia que nadie gastó una broma o hizo un comentario gracioso ni siquiera cuando el maestro Rojo se detuvo y chocamos unos contra otros. Ésa fue otra prueba más de que los efectos del gas iban en aumento. ¿Por qué no habría insistido para que volviéramos al salón del palacio funerario? Ahora me sentía culpable pero es que no había querido causar una alarma general porque, al principio, no había estado segura de que hubiera realmente metano, no hasta que el maestro Rojo había interpretado el primer hexagrama y, luego, Lao Jiang había empezado a meternos prisa y a enfadarse y todo se había vuelto confuso.

– Tres rayas Yin, una Yang, otra Yin y otra Yang -estaba diciendo el maestro Rojo-. Por lo tanto, es el hexagrama Chin, «El Progreso».

– Eso quiere decir que vamos bien -comenté, intentando parecer optimista.

– El sol se eleva sobre la tierra de manera rápida -explicó el erudito-. El dictamen de «El Progreso» dice que el príncipe fuerte es favorecido con caballos en gran número. Yo diría que este signo lo que indica es que debemos correr, avanzar rápidamente como caballos al galope hacia el siguiente hexagrama.

– Pero ¿debemos seguir hacia el sur? -pregunté. El dolor de cabeza se iba agudizando por momentos y cada vez que me inclinaba para dejar una turquesa me parecía que dejaba también una parte de mi cerebro pegada al suelo.

– Sí, madame, puesto que el hexagrama no menciona otra dirección, debemos seguir hacia el sur. Cójanse otra vez y síganme lo más rápido que puedan, por favor.

– ¿Seguro que usted se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté mientras sujetaba las manos heladas de los niños. Si él se desorientaba o perdía el conocimiento, los demás estábamos muertos.

– Sí, madame. Me encuentro perfectamente.

– Yo tengo angustia, tía -lloriqueó la niña-. Y me duele la cabeza.

– Eso son tonterías -exclamó Lao Jiang con voz dura-. En cuanto salgamos de aquí se te pasará todo. Es por la oscuridad.

– Yo también me encuentro mal, tai-tai -murmuró Biao.

– ¡Silencio! -ordenó el anticuario.

Él lo sabía. Lao Jiang sabía que estábamos en una trampa de grisú. Lo había comprendido al mismo tiempo que yo y había decidido, en nombre de todos, que había que correr el riesgo. Supongo que pensaba que nadie más se había dado cuenta.

– Caminad más rápido, niños -les pedí, empujando con el hombro a Biao y tironeando de la mano fría de Fernanda.

¿Qué pasaba por la mente del anticuario? Algo le ocurría y necesitaba saber qué era. Dejé una nueva turquesa en el suelo y, cuando me incorporé, además de luchar por mantener el equilibrio, tropecé con la cara de mi sobrina que se había inclinado para hablar conmigo sin que los demás se enteraran.

– ¡Ay! -exclamé, llevándome una mano a la cabeza. El mentón de Fernanda casi me había agujereado el cráneo.

– ¡Uf! -dijo ella al mismo tiempo.

– ¿Qué les pasa? -gruñó Lao Jiang.

– Nada, siga caminando -le respondí desabridamente.

– ¿Por qué me suelta la mano y se agacha de vez en cuando, tía? -me susurró la niña al oído.

– Porque estoy dejando un rastro de piedrecitas blancas como Pulgarcito.

No sé si me creyó o si pensó que su tía se había vuelto loca de remate, pero no dijo nada. Me sujetó la mano con fuerza y seguimos avanzando. A partir de ese momento, noté que, cada vez que la soltaba y la volvía a coger, sus dedos apretaban los míos afectuosamente, como aprobando lo que hacía. Aquella niña era un tesoro. En bruto, desde luego, pero un tesoro.

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