Ahora todo había acabado. Como un gato viejo y perezoso que vuelve a calentarse al sol después de haber estrenado su nuevo juguete, Alejandría se había cansado de permanecer asediada y había decidido que lo mejor era capitular.
Lo había hecho sin que su alma se conmoviera. En realidad hacía mucho tiempo que la ciudad ya no se preocupaba de su alma, tantos eran los dioses que se habían inclinado sobre ella. Para Alejandría, aquello ya no era realmente un problema. Y si los Adonai, Yahvé, Jehová y seguidores, cuyos nombres confundía, y que no había comprendido todavía que era preferible cambiarlos por el de Alá (el nombre del último dios en boga), si todos esos dioses no le proporcionaban nada bueno, siempre podría volver a sus antiguos amores.
No podía decirse que la ciudad no tuviera donde escoger, ya que de la tímida ninfa Idotea, que había tenido algunos fervientes admiradores en las primeras horas de su existencia, hasta el poderoso Poseidón, todo un alegre revoltijo de divinidades habían sido un día objeto de adoración. En materia de religiones, ¡Alejandría era demasiado vieja para dejarse embaucar!
Alejandría era la nobleza hecha ciudad, la indiferencia a la historia y a los dioses, la preocupación por el placer, los negocios y las artes -la preocupación nueva, e impía para algunos, por la humanidad-. Una ciudad de libertinos, comerciantes y artistas, que se mantenía lejos, muy lejos, de las preocupaciones que agitaban en este verano de 1167 a Tierra Santa y al mundo árabe. Una ciudad, en fin, que había olvidado que si las guerras existían y había hombres que las hacían, no era únicamente para que ella pudiera venderles armas. Una ciudad para la que cualquiera que consintiera en llevar una espada perdía su dignidad, y donde saber quién reinaba en Damasco o en Roma importaba menos aún que los dioses, siempre que la dejaran prosperar.
En el seno del grupo de mercenarios que seguían a Morgennes circulaba un rumor: «Morgennes es como el estandarte que ha colocado a nuestra cabeza. Se mueve al albur del viento, restalla, bufa, truena. ¡Morgennes es un dragón!».
Un dragón. ¿No era eso lo que le valdría ser armado caballero esta noche, al mismo tiempo que Alexis de Beaujeu, por Amaury de Jerusalén?
Todos recordaban el retorno triunfal de Morgennes a Jerusalén con una extraordinaria reliquia: un diente de dragón, extraído -aseguraba él- del cadáver humeante del monstruo que había matado, en la cima de una de las más altas montañas que bordeaban el reino del Preste Juan. El propio médico del Papa le había firmado un certificado, adornado con un sello. No había duda posible. En él estaba escrito que Morgennes había dado muerte a un formidable Dragón Blanco después de varios días de combate terrorífico. Su recuerdo adornaba su estandarte: un gran dragón de plata, con dos cadenas pasadas, a modo de riendas, en torno al cuello, sobre un fondo del color de la arena.
El pendón restallaba al viento, se enrollaba en torno al asta, como para arrancarla de la mano del jinete que la sostenía, se desplegaba, volvía a restallar, trataba de escapar volando, se desenrollaba y volvía a distenderse, restallaba de nuevo. A imagen de Morgennes, el confal ó n no permanecía quieto y se resistía a ser dominado. En esa mitad del siglo XII, llevar un dragón por estandarte no era asunto sencillo. Muchos nobles que servían en Tierra Santa se indignaban de que un bandido, que además era un campesino, un villano, llevara sus propios colores en el campo de batalla.
Los colores, decían, están reservados a la nobleza. A los verdaderos caballeros, nacidos de sangre noble. No a los pelagatos. «¡Para la escoria, el gris del lino que atraviesan las flechas y las espadas! Para la nobleza, la brillante armadura y el colorido escudo que alejan la muerte y permiten a los valerosos saludarse en el corazón de la batalla.»
Morgennes no era noble, cierto; pero su padre lo había sido. Al menos eso era lo que se decía. En todo caso, era lo que él pretendía. ¡Y si eso no bastaba, estaba ese diente! No hacía falta más para que la Orden del Hospital lo reclutara entre sus mercenarios, esas tropas de soldados a sueldo encargadas de demostrar que los hospitalarios no tenían intención de abandonar la guerra a sus principales competidores, los templarios.
«Tal vez seamos médicos -decían los hospitalarios-, pero también somos guerreros. Dadnos tierras que defender, y las defenderemos. Dadnos países que conquistar, y los conquistaremos.» A cambio, la orden solo reclamaba una pequeña parte de las tierras tomadas al enemigo. Lo suficiente para financiar sus próximas batallas, sus hospitales y sus misas.
Morgennes era, pues, un mercenario, un turcópolo, que esa noche sería armado caballero. Pero tenía un regusto amargo en la boca. Porque su condición de caballero no descansaría en ninguna verdad -ya que nunca había matado a un dragón, excepto los dos dragoncillos que guardaban las colecciones de Manuel Comneno-. «Si tengo que creer a Poucet, los dragones no existen. Amaury se burló de mí confiándome una misión imposible de cumplir. ¿Por qué no voy a tener derecho a burlarme yo de él?»
Se acercaban a los arrabales de la ciudad. La sangre le hervía en las venas. Sus manos se crisparon sobre las riendas de Iblis. Sintió que perdía el mundo de vista. Porque amaba demasiado la verdad, y todo en él gritaba: «¡No, no soy digno!». Quería erigirse en la verdad, y solo en la verdad.
Con un gesto, indicó a sus hombres que aceleraran la marcha y castigó los flancos de su viejo semental hasta arrancarle un relincho de dolor. La docena de caballeros pasó del trote al galope tendido, y dejó atrás la columna de Pompeyo, cuya sombra avanzaba ya, como un tentáculo gigante, a la conquista del desierto.
«¿Dónde está mi verdad? ¿En esta ciudad? ¿Junto a Amaury? ¿Junto al Hospital? ¿O en otro lugar tal vez? ¿Habrá realmente en algún lugar una verdad para mí?»
Detrás de él, sus hombres vocearon:
– ¡Al-Tinnin! ¡Al-Tinnin!
Era el nombre que le daban en árabe, y que significaba «el dragón».
¿Tendrían derecho al pillaje? Morgennes esperaba que no. En Bilbais, la tropa ya había sido autorizada a saquear la ciudad, cuando habría sido más prudente no hacerlo. Desde la coronación de Amaury, la desgraciada Bilbais no había tenido mucho tiempo para vendar sus heridas, ya que los francos la habían saqueado en tres ocasiones.
La ciudad, que todos calificaban de «presaqueada», no era ya más que un desierto, una mezcla de calles y casas en buena parte deshabitadas, recorridas por fantasmas y gentes ansiosas por abandonarla.
Morgennes no veía por qué iba a ser distinto en el caso de Alejandría.
«¡Juro por Dios que si Amaury prohíbe el pillaje, renunciaré a ser armado caballero!»
El pequeño grupo se acercó a la puerta de El Cairo. Al este, una miríada de troncos de palmera recordaba que, al inicio del sitio, los francos habían cortado los árboles para fabricar máquinas de guerra. Pero los onagros y los escorpiones, las catapultas y las torres móviles, no habían arrancado ni un suspiro a la ciudad; se habían conformado con dañar sus muros, sin apenas violar su virginidad. Si Alejandría había capitulado era porque sus ciudadanos, doblemente motivados por un estómago hambriento y por la promesa de la anulación de ciertas tasas, habían conminado a Saladino a que detuviera el combate.
Tres meses sitiados era demasiado. La guerra santa, sí. Pero no todo el año. No a ese precio. Ya se acercaba septiembre, y con él, la próxima decrecida del Nilo: toda una estación de comercio que no debía perderse. ¡El estómago aún podía aguantar vacío (la mayoría estaban acostumbrados a ello a causa del ramadán), pero la bolsa nunca!
Читать дальше