– Era una espada de ceremonia. Pensé que no t-t-tendría que utilizarla. Quería una hermosa espada dorada para hacer mi entrada en la ciudad, pero el oro se d-d-dobla más fácilmente que el acero, y t-t-torcí mi espada al golpear contra un escudo. ¡Si mi guardia no hubiera estado ahí, me habría encontrado más indefenso que un p-p-pollito fuera del huevo! Espero que Alexis de Beaujeu vuelva pronto para explicarnos por qué hemos tenido que combatir para llegar hasta aquí, cuando Saladino se había rendido y nosotros le habíamos acogido b-b-bien. ¡Y espero sobre todo que encontremos p-p-pronto esa Crucífera; estoy ansioso p-p-por ceñirla!
En ese momento, otros sonidos se añadieron al escándalo de las campanas, los soplidos de las conchas y el estruendo del herrero. Gritos de dolor y aullidos de sufrimiento.
– ¿Cómo es p-p-posible? -preguntó Amaury-. La v-v-voz humana no debería alcanzar esa fuerza. ¿Qué hechizo es este?
– Es el Pharos -exclamó Guillermo-. ¡Nos habla! Lo que oímos es su aliento, su voz…
»No olvidéis -dijo mirando al rey con expresión reverencial- que esta torre es sagrada desde el día en el que setenta y dos traductores surgidos de las doce tribus de Israel establecieron en ella una única versión del Pentateuco, en setenta y dos días…
Amaury y Guillermo callaron, dejando que el viento aullara su doloroso mensaje.
– El p-p-pueblo sufre -murmuró Amaury-. ¡Quiere que acudan a rescatarle!
El rey miraba fijamente a Guillermo, con los ojos dilatados por el asombro y el respeto, pero también por la cólera. ¿Se estaba sublevando la ciudad? ¿Quién, ahí fuera, se atrevía a atacar a sus habitantes, que habían saludado su llegada con tanta alegría? ¿El puñado de resistentes que se habían cruzado en su camino podían ser la vanguardia de una fuerza mayor?
– Voy a b-b-bajar, sígueme -declaró Amaury.
Rápidamente abandonó la cima de la torre y empezó a descender los diez mil y un peldaños de su escalera.
Soy, como ves, un caballero que busca lo inencontrable.
Mi búsqueda ha durado mucho tiempo, y sin embargo,
ha sido vana.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del Le ó n
De pronto, cuando debería haberse dirigido al Pharos para ser armado caballero por Amaury, Morgennes hizo dar media vuelta a su montura para encaminarse a la catedral de San Marcos. Había distinguido la cruz, sobre un fondo de nubes rojas. La gran cruz de la catedral se destacaba en la lejanía, y tenía la impresión de oír que pedía socorro. Sobre todo escuchaba ese grito, que seguía resonando como si hubiera sido pronunciado hacía un instante:
«¡Hacia la cruz! ¡Hacia la cruz!»
En la cabeza de Morgennes todo era confuso.
¿Qué debía hacer? ¿Seguir hacia la catedral, o bien ir hacia el Pharos? Sentía en la espalda el peso del diente del dragón que había robado a Manuel Comneno.
«¡A fe mía que si hubiera debido arrebatárselo a un dragón verdadero, lo habría hecho!»
Pero había buscado en vano, durante años. Poucet tenía razón. Los dragones no existían.
Ya no existían.
Y él, Morgennes, debía encontrar otro medio de ser armado caballero. Si es que aún quería serlo, aunque cada vez estaba menos seguro. Los únicos títulos que podía valerle ese diente eran los de ladrón y estafador. Pero no el de caballero. La babucha de Nur al-Din habría podido valerle ese honor; pero un templario se la había cogido.
En su turbación, sin embargo, algo permanecía claro. Lo que quería era ser alguien honorable. De modo que, viendo que la cruz se cubría de humo, decidió acudir en su socorro, sin saber muy bien por qué, casi por curiosidad.
Sus hombres no comprendían sus intenciones, pero le siguieron de todas maneras mientras intercambiaban palabras y preguntas. «¿Qué quiere? ¿Adónde va?» La mayoría, sin embargo, obedecieron sin rechistar, pues Morgennes era para ellos algo más que un jefe, era una prolongación de su voluntad.
La catedral de San Marcos pertenecía a los cristianos de rito copto, establecidos en Alejandría desde los primeros días de la cristiandad. Unos siglos atrás habían tenido que soportar el robo de los restos de san Marcos, que unos mercaderes venecianos habían llevado a Venecia para salvar al santo (o mejor dicho, su envoltura terrenal) de un segundo martirio que se habría añadido al que ya sufrió cuando una multitud enfurecida lo lapidó once siglos atrás.
Durante todo el tiempo, los coptos se habían convertido en maestros en el arte de permanecer lo bastante cerca de su Dios para no ofenderle y mostrar la suficiente contención y discreción en el ejercicio de su religión para no atraerse las iras del ocupante musulmán. Porque, en efecto, los sarracenos no les veían con buenos ojos. Pero como los coptos ocupaban puestos importantes en la administración egipcia y, desde hacía varios siglos, nada podía hacerse sin ellos, los fatimíes se habían visto obligados a contemporizar.
Una multitud abigarrada que lanzaba alaridos atrajo la atención de Morgennes. Musulmanes con largas ropas blancas recogiendo sus alfombras al final de la oración; niños corriendo por las callejuelas, tratando de atraparse los unos a los otros; judíos con los ojos chispeantes de astucia, de larga barba negra y cabellos ensortijados; cristianos volubles, cuyas manos se agitaban en el aire para acompañar sus palabras; soldados egipcios de expresión taimada y tez olivácea, con la espada en la mano. Patrullaban formando pequeños grupos de una docena de hombres, y la emprendían contra todo lo que se ponía a su alcance. ¿Qué querían? Divertirse. Y hacer pagar a los habitantes de Alejandría la acogida que habían dispensado a Saladino.
Pues, aunque los egipcios eran sarracenos, odiaban a sus hermanos de Damasco y de Bagdad, con los que no tenían nada que ver. Los egipcios eran primero y ante todo musulmanes fatimíes, y por tanto chiítas. Sus primos de Damasco y de Bagdad eran sunitas. Así, a imagen de los cristianos de Roma y de Bizancio, las dos facciones se detestaban -aunque en ocasiones llegaran a unirse si las circunstancias lo exigían.
Las tropas egipcias, mandadas por un extraño personaje montado en un carro, acosaban a un desvalido sacerdote copto. Este último, un anciano encogido sobre sí mismo para protegerse de los golpes, era reconocible por su larga túnica blanca con franjas azules y rojas. El sacerdote imploraba a los egipcios por su salvación y la de su catedral, e invocaba la ayuda de Dios y de todos los santos. Sin escucharle, los fatimíes lanzaron al interior de la catedral varias antorchas encendidas; en el peor de los casos, alegarían que habían sido los soldados de Saladino los autores del incendio.
«¡Antes perecer que dejar Egipto en manos de Nur al-Din!», pensó en su carro Chawar, el visir de El Cairo.
Cuando Morgennes llegó a la plaza, con sus hombres tras él, vio cómo los coptos intentaban salvar su iglesia a pesar de los golpes de los soldados egipcios. Haciendo girar en el aire su pesada cadena, Morgennes la lanzó hacia el oficial que iba en el carro. El hombre, alcanzado en el pecho, se tambaleó y salió despedido de su carruaje. La multitud estalló de alegría. Nerviosos, varios soldados egipcios se volvieron hacia Morgennes, que hizo retroceder a Iblis y tiró de la cadena. No quería que Chawar tuviera tiempo de levantarse, de modo que lanzó a su caballo a un galope corto, arrastrando tras de sí el cuerpo inerme del jefe de los egipcios.
En ese momento resonó un grito:
– ¡Morgennes, detente!
Al reconocer la voz de Alexis de Beaujeu, Morgennes se inmovilizó y miró en su dirección.
– Alexis, ¿qué quieres?
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