»Luego me tendió la mano a su vez.
»-Me llamo Nicéforo, y soy el jefe de esta expedición. Encantado de conoceros, señor.
»Le cogí la mano con suavidad, esforzándome al máximo en ser delicado, y murmuré:
»-Gargano.
»-¡Tenéis el mismo nombre que esta montaña! -dijo Nicéforo, sorprendido.
»Yo me rasqué la cabeza y repliqué en tono melifluo:
»-Es normal, ya que soy yo.
»-¡Fantástico, un genio de estos parajes! -exclamó Nicéforo entusiasmado, sin mostrar ninguna sorpresa-. ¿No os placería uniros a nosotros? ¡Veréis mundo! ¡Y además pagamos bien! ¿Cuántas piedras queréis?
»-Es tentador, pero mi noche aún no ha acabado -respondí yo-. ¿No podríais pasar un poco más tarde, cuando me despierte?
»-¿Cuánto tiempo necesitáis?
»-Trescientos de vuestros años.
»-Por desgracia, no -respondió Nicéforo-. Lo lamento, podéis creerme. ¡Pero puedo proporcionaros bebidas que os calienten la sangre! ¡Vamos, venid! Tengo un montón de hermosas historias que contaros. Estoy seguro de que os morís de ganas de oírlas, ¿no es cierto?
»-No sé… -dije yo-. Ya conozco un montón de historias. Mis amigas las marmotas y los demás animales de la región me las cuentan a millares.
»-¿De modo que conocéis el lenguaje de los animales?
»-A fuerza de oírles discutir, he acabado por aprenderlo.
»-Nos seríais muy útil. ¿Qué puedo hacer para convenceros de que me acompañéis?
»Me senté en el suelo, lo que hizo temblar la montaña alrededor nuestro, y apoyé el mentón en la mano para ayudarme a reflexionar.
»-Podría ir, pero tendría que ser por poco tiempo.
»-No tardaremos mucho -respondió Nicéforo.
»-¿Cuánto tiempo será?
»-Una quincena de nuestros años. ¡Tal vez menos!
»-¿Y qué pensáis hacer?
»Nicéforo señaló la larga hilera de carros equipados con todo tipo de materiales, así como a los arquitectos, los sabios, los obreros, los soldados y los artesanos que les acompañaban, luego al centenar de asnos cargados con fardos que cerraban el convoy, y declaró:
»-Llevarnos el Arca de Noé.
»-Está justo al lado -dije-. Un poco más arriba a vuestra derecha. Estropea el paisaje, de esto no cabe duda. Retirarla sería estupendo. Pero tendréis que neutralizar a los guardias, y me extrañaría que contemplaran con los brazos cruzados cómo desmontáis lo que para ellos es un templo, una preciosa reliquia, un objeto de culto.
»-Tengo con qué convencerles -respondió Nicéforo, mostrando un carro cargado de oro-. Y si esto no basta, también tenemos esto otro -añadió señalando otros seis carros unidos a un largo tubo que simulaba un dragón y servía para escupir fuego.
»-¿Qué pensáis hacer con el Arca?
»-Salvar al último de los dragones.
»-Ah, entonces está decidido, os acompaño… Me gustan mucho los dragones. Hace tiempo que no he visto ninguno…»
Gargano se detuvo un instante.
– Y así fue como Nicéforo y yo nos encontramos, unos años después de la fundación de la Compañía del Dragón Blanco. Luego, después de que el Arca fuera robada, tras un largo y sangriento asedio durante el cual perecieron muchos habitantes de los montes Caspios, me uní a la Compañía del Dragón Blanco. Le había tomado gusto a la aventura, y decidí acortar mi noche.
Gargano se volvió hacia María y explicó:
– Pensé que ya recuperaría el tiempo perdido con una corta siesta, de ocho o nueve de vuestros siglos.
– ¿Y qué sucedió con el Arca mientras la Compañía del Dragón Blanco recorría el mundo en busca de los mejores artistas?
– Varios centenares de artesanos se esforzaron en ponerla de nuevo en condiciones, en los arsenales navales bizantinos. Luego Nicéforo y yo nos dirigimos al condado de Flandes, donde nos hicieron entrega de un órgano magnífico. Había sido restaurado por una maestra de los secretos llena de talento, llamada Filomena.
– ¡Vaya fábula! -dijo María sacudiendo la cabeza-. Mi buen Gargano, me resulta difícil creerte. ¿Dices que eres una montaña? ¿Y yo fui un guapo joven que, en realidad, era la sobrina nieta de un emperador bizantino?
– Ajá…-dijo Gargano.
– Pruébalo.
– ¿Cómo?
– Vuelve a recuperar tu tamaño original.
Gargano confesó, con expresión incómoda:
– Es que… He olvidado cómo se hace. Esta larga estancia en los pantanos me ha perturbado.
María se encogió de hombros y sonrió. No le creía, aunque para Gargano no era un problema. Sin embargo, tenían que marcharse. Entonces se incorporó, la levantó delicadamente por las caderas y se la cargó sobre los hombros.
– ¡En marcha, princesa!
– ¿Adónde vamos? -preguntó María.
– ¡Al Paraíso!
Gargano estaba desconcertado por la nueva personalidad de María. Porque Nicéforo se mostraba tan emprendedor, audaz y provocador, como María -que le tuteaba- se mostraba dulce, apacible y reservada. Los dos le gustaban mucho. Pero echaba en falta a Nicéforo.
Para Gargano, la estancia en los Pantanos de la Memoria se había cobrado numerosas víctimas: Nicéforo, los habitantes de Cocodrilópolis y, desde luego, Morgennes. Caminaron, con María sobre los hombros de Gargano, durante numerosas jornadas. Una mañana, María oyó el lamento de un curso de agua, y pidió a Gargano que se dirigiera hacia él.
Habían encontrado uno de los afluentes del poderoso Nilo. Sus aguas azules arrastraban pequeñas hojas rojas y amarillas, procedentes de los árboles que crecían al pie de los Montes de la Luna.
– Sigámoslo -dijo Gargano.
Tal como le había dicho Morgennes, un poco más adelante el Nilo se hundió bajo tierra. Era una visión prodigiosa: justo antes de desaparecer, el divino río se precipitaba en una falla en forma de boca excavada en la montaña. Esta perforación, adornada en cada uno de sus flancos y en su cara principal por gigantescas estatuas de faraones, constituía la última obra construida por los antiguos habitantes de esta región. Estos habían vivido en la época en la que hombres y dragones convivían apaciblemente, antes de que los ejércitos de Roma, Atenas y Alejandría fueran a sembrar cizaña entre ellos.
Ochenta y cinco estatuas de bronce con una altura de unas veinte toesas dominaban el río recordando el poder del rey Menelik, legendario soberano de esta zona. Gargano tenía la sensación de estar jugando entre las piernas de sus primos mayores. En sus manos, pergaminos, libros e instrumentos de medición reemplazaban a las armas que se encontraban habitualmente en este tipo de estatuas; pues el poder de Menelik descansaba en la justicia y el derecho, y no en la fuerza y las armas. Heredero de la reina de Saba, conocida también en Egipto bajo el nombre de Hatshepsut, Menelik había reinado, hacía mucho tiempo, sobre Tebas y sobre Axum, y se decía que había devuelto allí el Arca de la Alianza.
Después de haber tallado una piragua en un tronco de árbol vaciado, Gargano y María remontaron este afluente del Nilo en el curso de un periplo que más parecía un viaje al Infierno que al Paraíso.
La falla se hundía en la tierra, conduciendo al Nilo a una red de canales subterráneos que parecían excavados por titanes. Las altas bóvedas se perdían en la oscuridad, y miríadas de murciélagos pasaban sobre sus cabezas lanzando chillidos. Varias veces, María -demasiado asustada para remar- se acurrucó contra Gargano, que se esforzaba en mantener la piragua a flote.
Finalmente, cuando hacía ya varias horas que navegaban contra corriente, oyeron el fragor de una cascada y se encontraron rodeados por una densa niebla. Las gotas de agua en suspensión daban la impresión de una lluvia inmóvil, de un aguacero que no caía y que no se detendría nunca.
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