David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– No lo sé muy bien. Tendría que encontrar a mi mujer para preguntárselo. Ella lo sabe.

La hermana de Morgennes sonrió de nuevo y posó un dedo sobre los labios de su hermano.

– Siempre he estado ahí, contigo, ¿lo sabes?

– Creo que sí.

– Pero ahora voy a dejarte.

– Adiós, entonces.

Ella le abrazó estrechamente y le dijo:

– No olvides perdonar a Dios, ya que él me permitió volver junto a vosotros.

Morgennes apoyó la cabeza en el pecho de su hermana y susurró:

– Gracias. Y perdón. Perdón, hermanita, por haber vivido y por haberte abandonado aquí, sola en medio de los muertos.

– De los no vivos.

– De los no vivos.

– ¿Sabes?, también tú estás ahí. En parte al menos, ya que los dos estamos ligados. Nosotros te murmurábamos al oído todo lo que deberías haber olvidado. Éramos tu memoria, esa increíble memoria tuya. Y parte de tu fuerza también. Pero creo que haces bien en irte. Si te vas, olvidarás. Te convertirás en un hombre como los demás. Ya no estaremos ahí para ayudarte.

– Necesito que me ayudes una última vez. Debo atravesar estos pantanos.

– Te ayudaré. Te ayudaremos. Estaremos ahí, contigo. Luego, cuando llegues al lindero del bosque, nos separaremos. Pero si alguna vez una burbuja de memoria asciende a la superficie de tu mente para liberar alguna información, no tendrás por qué preocuparte. Si tienes intuiciones, premoniciones, será solo porque hoy te hemos dado la respuesta, pero habrá tardado un tiempo en llegar. Y ahora adiós, mi tierno y amado hermano. Te echaré de menos.

– Yo te he echado de menos desde siempre. Adiós, hermanita.

Morgennes volvió a ascender bruscamente a la superficie. Se despertó en el pantano, con la cara bajo el agua. María Comneno y Gargano le sujetaron y le ayudaron a levantarse. Morgennes tosió, escupió. Tenía la boca llena de algas y barro. Vomitó.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó María Comneno.

– Extraño. Tengo la sensación de haberme encontrado y luego haberme perdido.

– ¡Pues bien, muchacho -le espetó Gargano-, puede decirse que tienes una suerte inagotable! Normalmente nadie sobrevive a la ingestión de estas endemoniadas setas.

Morgennes sonrió débilmente y le mostró los centenares de mariposas negras y blancas que revoloteaban en torno a ellos.

– ¡Ellas también han sobrevivido!

– No es lo mismo -dijo María Comneno-. Las larvas de las que surgieron se alimentan de estas setas. Es como si fueran sus hijos, inmortales.

De pronto, después de haberse rehecho, Morgennes les preguntó, alarmado:

– ¿Y el órgano?

Gargano y María Comneno intercambiaron una mirada, a la vez sorprendida y horrorizada.

– ¡Lo hemos olvidado! -exclamó María.

– Cuando te caíste, corrimos hacia ti y no pensamos más en él.

Los tres amigos miraron el órgano, que parecía más viejo que nunca. Entonces, como un soldado extenuado que hubiera montado guardia hasta la llegada del relevo, el viejo órgano entregó su alma. Uno de los tubos de boca de dragón se desprendió del instrumento y cayó al pantano. Luego fue el soberbio pedalero, un sistema único en el mundo, puesto a punto por el padre de Filomena, el que se rompió y cayó a su vez al fango. El resto del órgano se descompuso justo después.

– Tenemos que marcharnos inmediatamente -dijo Morgennes.

– ¿Marcharnos? -inquirió María.

– ¿Para hacer qué? -añadió Gargano. -Bien. Ya veo. Vuestra memoria se está borrando.

Sin perder un instante, Morgennes desenrolló la cuerda que llevaba alrededor del torso y la ató a María y a Gargano.

– Confiad en mí. Quedaos a mi lado, seguid mis pasos y todo irá bien.

Después de haberse asegurado de la solidez de los nudos, se dirigió hacia el sur. Por primera vez en su vida debía realizar un gran esfuerzo para recordar. Para él era a la vez algo nuevo y extraño. Pero no desagradable.

– Veamos -se dijo-. ¿Por dónde debemos ir? ¡Ah sí! Por aquí, seguir el resplandor de los Montes de la Luna.

Morgennes dirigió la marcha a través de los pantanos sin dejar de hablar. Les decía todo lo que le pasaba por la cabeza, y les hablaba mucho de ellos. Le describió a María el atuendo que llevaba la primera vez que se encontraron. Y María lo recordó. Y rememoró las largas veladas pasadas con Gargano bebiendo vino y discutiendo. Gargano pretendía conocer el lenguaje de los animales.

– ¿Recuerdas a Frontín?

– ¡Desde luego! -exclamó Gargano-. ¡Un condenado bromista! Listo como el diablo, y de lo más espabilado. El mejor compañero que haya tenido nunca.

– Entonces, ¿por qué lo dejaste con Azim?

Gargano no recordaba a Azim. Pero dijo a Morgennes:

– Supongo que fue justamente porque le quería. No quería someterlo a algo así. Amar a alguien también es aceptar abandonarlo. O separarte de él.

Morgennes no hizo ningún comentario, pero entonces María le preguntó:

– Te llamaban el «Caballero no sé qué», ya no me acuerdo.

– El «Caballero de la Gallina» -dijo Morgennes sonriendo.

– ¿Tenías una gallina? -inquirió María.

– Es verdad -dijo Gargano-. Ya me acuerdo. Una gallina rojiza muy pequeñita, que os quería mucho, a ti y a alguien más…

Ya no recordaba quién era ese «alguien más» a quien la gallina quería tanto. Por otro lado, tampoco se acordaba del nombre del animal. Pero recordó esto:

– Hablábamos mucho de ti, ella y yo. Cada mañana iba a verla, y me sorprendía que siguiera sin poner huevos. La pobre estaba aterrorizada. Pero apreciaba que la protegieras. Y tenía un sueño; porque sí, era una gallina que soñaba.

– ¿Y con qué soñaba? -preguntó Morgennes.

– ¿De quién estáis hablando? -dijo María.

Gargano y Morgennes miraron a María. Sus ojos empezaban a velarse. ¡Tenían que darse prisa!

– Soñaba -susurró Gargano- con ser a los pájaros lo que los caballeros son a los hombres de a pie. ¡Una hermosa ave de presa! ¡Mejor aún, un halcón peregrino! Era su sueño secreto.

Morgennes sonrió de nuevo. ¿Cocotte un halcón? Bien, por qué no.

Habían avanzado a buen ritmo, y el lindero del bosque se dibujaba ya nítidamente ante ellos. Los árboles eran tan altos que les ocultaban la cumbre de la montaña, pero seguían percibiendo su luz centelleante, que se abría paso a través de la vegetación.

– ¡Ya llegamos! -dijo Morgennes-. ¡Resistid, amigos! ¡Resistid!

Tiró de la cuerda para animarles a acelerar el paso. Pero María estaba agotada; parecía apagada. Entonces Morgennes miró a Gargano y le preguntó:

– ¿Aún sabes correr?

– Desde luego -dijo Gargano.

– Llevaré a María a hombros y haremos el resto del camino a paso de carrera.

– Perfecto -dijo Gargano.

Morgennes se acercó a María y se dispuso a levantarla. Sin embargo, con gran sorpresa por su parte, comprobó que era increíblemente pesada. En realidad no lo era tanto, pero Morgennes no tenía la fuerza de antes.

– ¿Gargano?

– ¿Quién me llama? -preguntó el gigante.

– ¡Necesito tu ayuda!

– No hay problema -respondió el gigante, que empezaba a tener una expresión un poco ida.

Morgennes le pidió que llevara a María Comneno a hombros, lo que Gargano hizo sin rechistar. Luego corrieron por los pantanos, procurando evitar las pozas de agua, saltando por encima de los troncos de árbol, pendientes de no tropezar ni de trabarse los pies en la cuerda que les unía. Finalmente llegaron a la jungla y se pusieron a cubierto bajo los árboles. Los dos hombres estaban sin aliento, pero sanos y salvos.

– ¡Lo logramos! -dijo Morgennes.

Gargano, que recuperaba el aliento doblado en dos, no respondió. Había depositado a María a sus pies, donde esta se había quedado dormida.

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