David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Qué horror! -exclamó María-. ¡Moriremos ahogados!

– No, no -dijo Gargano-; al contrario, es un buen augurio.

Como no veían nada, se vieron obligados a avanzar lentamente para no arriesgarse a dañar la piragua. Al cabo de un momento tropezaron con una roca, luego con otra, y con otra más. Entonces comprendieron que habían llegado lo más lejos posible en barca. No llegarían más allá.

– ¡Bajemos! -dijo Gargano.

– Pero ¿dónde? ¡Hay agua por todas partes!

– Nadaremos. Quedaos junto a mí. Trataré de trepar por este acantilado. Tal vez haya una salida en lo alto.

Después de haberse colocado a María a la espalda y de haberla asegurado firmemente con ayuda de la cuerda que Morgennes le había dado, Gargano inició la ascensión de esta séptima y última catarata, una catarata de la que nadie había oído hablar jamás y que no aparecía en ningún mapa. Pero el agua había bruñido la piedra, lo que hacía imposible la escalada. Gargano siempre acababa resbalando, y cuando no resbalaba, era expulsado por la increíble cantidad de agua que les caía encima y que a cada instante amenazaba con tragárselos.

– ¡Es como escalar un río! -se lamentó cuando, por tercera vez, cayó al pie de la cascada espumeante.

Cada tentativa se saldaba con un fracaso. Aquella era una proeza que nadie podía ejecutar solo.

– Necesitaríamos ayuda -concluyó Gargano.

María tuvo una idea al ver a un murciélago que volaba en picado. Señalándolo, le propuso:

– Tal vez ellos podrían ayudarnos.

– ¡Excelente idea!

Luego Gargano se frotó la nariz.

– Pero ¿cómo?

– Podrían llevarnos.

– Pesamos demasiado.

– Entonces podrían llevar esta cuerda hasta la cima y atarla a una roca -dijo desatando la soga con la que Gargano la había amarrado a su espalda-. De este modo no nos costará tanto escalar.

– ¡Excelente idea!

Dicho y hecho… No, aún no estaba hecho, porque los murciélagos querían negociar.

– ¡Me pregunto quién les habrá enseñado a hacer tratos! -se sorprendió María-. ¿Qué quieren?

– Oh, nada que yo no pueda entender. Quieren dormir, y para esto quieren un poco de oscuridad.

– ¿Oscuridad? ¡Pero si es lo único que hay aquí!

– Parece que no es así -dijo Gargano con una amplia sonrisa que dibujó en la negrura de las cuevas un extraño y atemorizador mosaico, ya que sus dientes eran fosforescentes.

– ¿Es que hay una salida?

– Mejor que eso -prosiguió Gargano.

– ¿Mejor?

– Hay cantidades, montones de salidas, porque estamos en el fondo del cráter de un antiguo volcán.

– No es muy tranquilizador.

– Dicen que duerme desde hace mucho tiempo, pero, sobre todo, que hay decenas de millares de «luces molestas» de las que quieren verse libres.

– ¿«Luces molestas»? ¿Y qué es eso?

– Diamantes. Infinidad de diamantes. Los murciélagos quieren que los cojamos, o al menos que consigamos que dejen de reflejar la luz del exterior. Dicen que los diamantes y la luz les molestan para volar.

María abrazó a Gargano, y el gigante dijo a los murciélagos que aceptaban «librarles» de los diamantes. Si hacía falta, Gargano provocaría un desprendimiento de tierras que los enterraría. Nada demasiado complicado, al fin y al cabo.

– No tendré más que patear el suelo -explicó.

– ¡Por Dios! -dijo María-. Intenta no golpear demasiado fuerte. No tengo ganas de que la montaña se derrumbe, ni de que el volcán se despierte.

Finalmente, dos grandes murciélagos transportaron la cuerda hasta lo más alto de la cascada (que, según les informaron, se llamaba Mosioatunya, lo que significa: «Humo que gruñe»), y luego tres murciélagos pequeños, elegidos entre los más hábiles, ataron la cuerda a un espolón rocoso.

A continuación, Gargano emprendió de nuevo la ascensión del «Humo que gruñe» ayudándose con la cuerda, entre los gritos de ánimo de los murciélagos, que volaban en torno a ellos para ofrecerles sus consejos. Incluso así, no fue fácil. Gargano se había puesto un sólido par de guantes; pero la cuerda estaba tan tensa y el trayecto era tan largo que a medio camino los guantes se rasgaron. Tuvo que terminar sosteniendo la cuerda con las manos desnudas, lo que le arrancó la piel y algunos gritos de dolor. Apretando los dientes, siguió trepando, esforzándose en ocultar su sufrimiento a María.

Cuando alcanzaron, al cabo de tres cuartos de hora de una ascensión extenuante, el espolón rocoso al que estaba atada la cuerda, María y Gargano se felicitaron calurosamente. Luego Gargano se lavó las manos en las aguas del Nilo, se quitó la camisa y la desgarró para hacerse unas vendas. Finalmente, después de haberse recuperado de esta dura prueba, siguieron a los murciélagos hacia las «luces molestas».

Pasaron por estrechas galerías del color de la noche, y luego llegaron a un alba sorprendente. En el seno de grutas inmensas, donde revoloteaban los murciélagos, millares de diamantes formaban una bóveda celeste absolutamente pasmosa. Resplandores de pirita, bloques de platino o de plata, motas de oro o de cobre constituían sus astros y sus constelaciones. Gargano y María ya no sabían distinguir la zona de arriba de la de abajo. Tenían la sensación de caminar por el cielo, con la cabeza hacia abajo, del otro lado del decorado que Dios mostraba a los hombres. Pero si ellos estaban entre bastidores, ¿dónde estaban los cometas y los ángeles que tiraban de ellos en pesados carros de oro?

– ¡Qué belleza! ¿Realmente debemos destruir todas estas maravillas? -inquirió María, con los ojos dilatados de admiración.

– Lo prometí a los murciélagos -dijo Gargano muy a su pesar.

Caminando con los brazos abiertos para no perder el equilibrio, avanzaban de cuerpo celeste en cuerpo celeste, adentrándose en parajes de una increíble belleza. De pronto llegaron a una enorme cueva, en el fondo de la cual las «luces molestas» dibujaban formas vagamente humanas.

– Se diría que son hombres -dijo Gargano.

– Esto me recuerda algo -dijo María temblando de pies a cabeza-. Veámoslo de más cerca.

Una corriente de aire indicaba que la salida no podía estar lejos. Además, la temperatura había aumentado varios grados, señal de que la superficie estaba cerca. En ese momento, al dejar atrás un astro, tropezaron con un cuerpo.

– ¡Mirad! -exclamó Gargano-. ¡Un esqueleto!

María distinguió, tendido en un rincón de la cueva, el cadáver de un ser humano. Iba vestido con viejas ropas de estilo griego. A su lado, en lo que parecía un antepasado de las alforjas, encontró varias hojas de pergamino pegadas entre sí. Cubiertas de escritura.

María les echó una rápida ojeada y estuvo a punto de desmayarse.

– ¡Es extraordinario! ¿Sabes quién es este hombre?

– No. ¿Por qué? ¿Debería?

– El rey de los filósofos. ¿Nunca has oído hablar de Platón?

– No -confesó Gargano.

– El mito de la caverna, ¿tampoco esto te dice nada?

– No -repitió Gargano-. Pero ¿no es extraño que vos lo recordéis?

– Tal vez. ¡Pero aún sé hablar griego! ¡Y latín!

María se incorporó y explicó a Gargano que, según Platón -filósofo griego que había vivido varios siglos antes de Jesucristo-, el mundo no era más que engaño e ilusión.

– Solo vemos sombras. Sombras de marionetas que espíritus maliciosos pasean ante un fuego, y que nosotros, los humanos, tomamos por la realidad. Nada de lo que nos muestran nuestros sentidos es verdadero. Todo es falso, y tenemos más posibilidades de encontrar la verdad en las fábulas que en esta pretendida realidad…

Paseó la mirada a su alrededor, tratando de medir ese lugar increíble.

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