David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– Qué lugar más extraño -dijo Morgennes-. Se diría que aquí los tiempos se mezclan. Estos cuerpos tienen sin duda varios meses, pero se diría que son de hace solo una semana. En cuanto al bosque, es como si se hubiera repoblado en una noche. Mira, se diría que no ha sufrido por el paso del Arca…

– ¡Es el bosque de los dioses! ¡Nos matarán!

– No; si quisieran hacerlo ya lo habrían hecho. En cambio, hay algo en lo que estoy de acuerdo contigo: también a mí me parece divino.

Por otra parte, este bosque le recordaba a otro, el que había visto en sus sueños en El Cairo. Un bosque que parecía un pantano, hormigueante de reptiles y de mariposas negras y blancas.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Dodin.

– No podemos retroceder sin tropezar con los hombres de Saladino. Creo que debemos continuar y encontrar a Gargano, Nicéforo, Filomena y los demás.

– A menos que estén ahí, bajo nuestros ojos.

Como para responder a sus preguntas, un cocodrilo salió del agua y abrió sus fauces ante ellos. Entre sus dientes, Morgennes distinguió un pedazo de madera dorado cubierto de tejido; era el brazo de uno de los muñecos fabricados por Filomena, el brazo del caballero san Jorge.

– Allí -dijo saliendo del fango con un ruido de succión-. Parece que hay una especie de chimenea excavada en la roca.

Condujo a Dodin al pie de la cascada y le mostró una falla abierta en la piedra, por donde se podía trepar. Dodin le gritó algo, pero el estruendo era tan ensordecedor que Morgennes no oyó nada. Los saltos de agua hacían un ruido espantoso y la bruma cegaba a los dos hombres. Caminando a tientas, con Dodin cogido a su cinturón, Morgennes llegó hasta las rocas. Una vez allí, buscó una hendidura donde apuntalar los pies y las manos, e inició la ascensión del imponente dragón de piedra.

Después de muchos esfuerzos y desolladuras, Morgennes y Dodin alcanzaron la cima. Los dos hombres se habían asegurado con ayuda de una cuerda, que Morgennes desató y enrolló alrededor de su torso.

– ¡Increíble! -exclamó Dodin.

En efecto, la visión a la que tenían el privilegio de asistir era como uno de esos fabulosos cuadros de la naturaleza reservados a un puñado de elegidos. Un mar de árboles entrecortado por cataratas envueltas en vapores se elevaba gradualmente hasta el horizonte, culminando en una montaña con la cima nevada, tan resplandeciente que parecía un diamante. Sobre ella colgaba en equilibrio una luna rojiza y llena, que, por un curioso efecto óptico, amenazaba con caer rodando hasta el mar de verdor. En medio, a mitad de camino entre la primera catarata y la montaña, una gran mancha marrón se extendía como si fuera la lepra apoderándose del bosque.

– Los Pantanos del Olvido -murmuró Morgennes.

Por fin comprendía por qué nadie había encontrado nunca las fuentes del Nilo. No era por falta de medios, de voluntad, de suerte o de coraje. No. Era simplemente porque era imposible. Estaban defendidas por los dioses.

Pero lo más extraordinario, algo que nadie antes que ellos había contemplado, era la gran embarcación embarrancada en el corazón de los pantanos, volcada hacia un lado, como un navío caído del cielo.

– ¿Dónde está la gente? -preguntó Morgennes-. ¿Dónde están los centenares de egipcios que ayudaron a transportarla hasta aquí, y dónde está la tripulación?

Dodin colocó la mano sobre los ojos y escrutó el bosque hasta el horizonte. Pero no vio a nadie. En el aire solo resonaban los gritos penetrantes de los pájaros y las bestias salvajes, que conseguían atravesar la densa tela del fragor de las aguas.

VII

57 La visión de su espada quebrada le vuelve loco de rabia y lanza el - фото 9
***

57

La visión de su espada quebrada le vuelve loco de rabia

y lanza el pedazo que conserva en el puño tan lejos

como puede.

Chrétien de Troyes,

Erec y Enid

– Pero ¿qué mierda de espada es esta? -se indignó Amaury.

El rey volvía de la refriega, en la que la hoja de Crucífera había volado en pedazos al chocar contra el escudo de un enemigo. Mientras se acercaba a Guillermo para mostrarle el muñón de espada que tenía en la mano, le dijo:

– ¡Por mi vida te juro que si algún día vuelvo a encontrar a Palamedes, le retorceré el cuello con mis p-p-propias manos!

Dominado por la ira, Amaury lanzó lo que quedaba de Cruc í fera en dirección al campo de batalla y añadió:

– ¡Esto no ha ocurrido nunca!

– ¿Majestad?

– No quiero p-p-pasar por un rey ridículo.

– Pero, majestad, nada podría estar más lejos de mis intenciones.

– ¡Es lo que soy!

– ¡No, majestad! Han abusado de vuestra buena fe, y vos os habéis mostrado… crédulo.

– Qué importa eso. Tú p-p-prométeme que olvidarás esta escena.

Guillermo guardó silencio un instante, para dar tiempo a que Amaury se calmara. Luego, al ver que parecía haberse serenado, le dijo:

– Majestad, cuando me encargasteis que escribiera el relato de vuestra vida, me dejasteis bien claro que debía decir la verdad…

– De ningún modo -dijo Amaury-. ¡Solo te pedí que no mintieras! No es lo mismo. De manera que no estás obligado a contar que una vez más me he encontrado con una espada de p-p-pacotilla en la mano, enfangado en una expedición militar que se encamina a la derrota.

– Bien, majestad. Como queráis…

Guillermo bajó la cabeza. ¿Cómo quedaría su Gesta Amauricii si debía eliminar todos los acontecimientos que mostraran una imagen poco favorecedora del rey? ¿Cómo resultaría? Tampoco podía rebajarse a redactar uno de esos cuentos donde todo era invención. Una de esas sagas que entusiasmaban a los nórdicos.

Recordó las peripecias de esos últimos meses. Primero el fiasco de la anterior expedición de Amaury a Egipto. Su incapacidad para plantar cara a los pares del reino y a los hospitalarios. El pillaje de Bilbais. La llegada de Shirkuh y Saladino a El Cairo. El fracaso de la insurrección, la desaparición de Morgennes y de los conjurados. Y luego, para acabar, el inesperado regreso de ese pretendido embajador del Preste Juan y el fabuloso regalo que había ofrecido al rey: Crucífera. La antigua espada de san Jorge. Una hoja que mataba dragones.

Gracias a ella, Manuel Comneno había aceptado, muy oportunamente, enviar una poderosa flota para apoyar a las tropas de Amaury en su última tentativa de conquistar Egipto.

Cruc í fera, la espada santa. Pero ¿cómo saber si efectivamente lo es? -había preguntado Amaury al recibir este presente de manos de Palamedes, en la sala del trono de su palacio, en Jerusalén.

– Miradla bien, majestad -había respondido Palamedes-. La hoja tiene forma de llama, escupida por un dragón cuyas fauces son el guardamano, y el cuerpo, la empuñadura de la espada.

– En fin -había dicho Amaury-, si vos lo decís… De t-t-todos modos, lo importante no es que yo os crea, sino que el emperador de los griegos lo crea.

– ¡Lo creerá!

Palamedes tenía razón. Por otra parte, Manuel Comneno estaba más que interesado en creerlo. Así, después de haber informado a Amaury de que la sobrina nieta que le había prometido en matrimonio había desaparecido, le había autorizado a conservar la espada de san Jorge. Además, tal como estaba previsto, había ordenado a la flota imperial que alcanzara las costas egipcias y se pusiera bajo el mando de Amaury. Juntos reconquistarían Egipto a los damascenos. Luego, una vez hubieran encontrado de nuevo a su sobrina nieta, Amaury se desposaría con ella. Y finalmente Manuel Comneno recibiría de manos de Amaury una de las más hermosas piezas que le faltaban para completar su colección de reliquias: ¡ Crucífera!

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