David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– Los habitantes han debido de subir al Arca, para volver al país de la que fue su primera reina -dijo Morgennes, señalando el templo, vacío también, de la reina Hatshepsut-. En otro tiempo fue la reina de Saba.

Azim acarició a Frontín, que se había encaramado a su hombro, y declaró:

– Tal vez no sea muy prudente continuar. Si el propio Gargano consideraba que este era un lugar demasiado peligroso para llevar a Frontín, ¿quiénes somos nosotros para atrevernos a correr ese riesgo?

– Deberíamos separarnos -dijo Morgennes.

– No -dijo Guyana, apretándole la mano con más fuerza.

– Sin embargo, Morgennes tiene razón -dijo Azim-. Haya lo que haya ahí delante, sin duda no es lugar para una dama.

– Ni para un religioso -añadió doctamente el acólito.

– Este no es lugar para nadie -dijo Morgennes-. Por eso iré solo. Vosotros me esperaréis aquí. Decidiremos qué debemos hacer a mi vuelta.

– ¡Mirad! -exclamó el acólito.

Con el dedo apuntaba en dirección al Nilo, detrás de ellos, y más concretamente en dirección a una decena de faluchos que remontaban el río a gran velocidad.

– ¡Los egipcios!

– Yo diría más bien los damascenos -suspiró Azim.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó el acólito.

Morgennes se llevó la mano de Guyana a los labios y depositó un beso en ella. Luego la besó en la frente, la estrechó una vez más contra su pecho y le dijo:

– Volverás a bajar esta escalera.

– Quiero quedarme contigo.

– Esperarás a que los soldados de Saladino desembarquen. Les dirás quién eres, y quién era tu padre.

– No te abandonaré.

– Chisss -dijo Morgennes-. Es una orden.

– No. No tengo por qué obedecerte.

– Es por tu bien -cortó él.

Le apartó un mechón de cabellos, pero una ligera brisa los hizo colgar de nuevo sobre su frente. Morgennes esbozó una sonrisa. Aquel mechón estaba hecho a imagen de su mujer. Dulce, bella… ¡pero voluntariosa y decidida!

– Escucha -le dijo-. Los soldados de Saladino pronto desembarcarán. Si te ven conmigo, nos matarán a los dos. En cambio, a ti no te matarán. Azim es demasiado importante para que lo eliminen. Se rendirá y le harán prisionero. Y a vos también -dijo al acólito.

– Dicen que Saladino sabe mostrarse clemente con sus adversarios -comentó este último.

– Y si nos interroga, le diremos que moriste durante la insurrección -añadió Azim.

– Perfecto -dijo Morgennes.

– No -replicó Guyana-. Para mí la vida no tiene ningún sentido si no estamos juntos.

Viendo que no cedería, Morgennes decidió confesarle que era él quien había matado a su padre. Pero justo en ese momento, una voz detrás de ellos gritó:

– ¡Él mató a vuestro padre!

– ¿Cómo? -exclamó Guyana.

Todos volvieron la mirada hacia lo alto de la calzada, por donde bajaba Dodin el Salvaje, con una lanza en una mano y un zurrón en la otra.

– Morgennes mató a Shirkuh -repitió fríamente.

Guyana se volvió hacia Morgennes, con los ojos empañados de lágrimas y los labios temblorosos.

– ¿Es verdad?

Morgennes apartó la mirada. Entonces ella le tocó el mentón y le imploró:

– Pero tú no lo sabías, ¿verdad? ¿No sabías que era mi padre?

Morgennes le cogió la mano y la apretó con fuerza, con todo su amor, porque sabía que podía ser la última vez que la estrechaba.

– ¿Lo sabías? ¿Lo sabías? -repitió Guyana.

Pero ya no era una pregunta. Empezaba a adivinar la verdad.

– ¡Sí, lo sabías! Pero ¿por qué no me dijiste nada? ¿Por qué cuando me desperté…?

– Tuve miedo -confesó Morgennes.

– ¿Miedo? Pero ¿de qué?

– Miedo de tu reacción. Miedo de que no me amaras.

No pudo acabar la frase. Guyana le había abofeteado. Notó un fuerte dolor en toda su mejilla, una quemadura más dolorosa aún que la de las llamas de Fustat.

– ¡Asesino! ¡Mentiroso! ¡Ya no te conozco! ¡Ya no existes para mí! ¡Y muerta por muerta, consideraré que tú también estás muerto!

Estalló en sollozos, se ocultó el rostro entre las manos y descendió los peldaños de la gran escalinata en dirección al puerto y a los faluchos egipcios.

– Cuida de ella -dijo Morgennes a Azim-. Tal vez sea mejor así.

– Prometido -dijo Azim abrazando a Morgennes.

– ¡Tenemos que apresurarnos! -exclamó el acólito.

En efecto, un primer falucho acababa de arribar a puerto y los soldados ya desembarcaban. El acólito se removía inquieto. En torno a él, los monos -excepto Frontín- saltaban en todas direcciones, impacientes por largarse de allí.

– ¡Marchaos! -dijo Morgennes.

Entonces Azim escupió en la cara a Dodin el Salvaje y volvió hacia el Nilo. Mientras se alejaba, Morgennes vio a Frontín balanceándose en su hombro. El monito agitó la mano para decirle adiós y luego se acurrucó contra el cuello de Azim. Parecía muy triste.

Finalmente, Morgennes se acercó a Dodin y le dijo:

– No nos quedemos aquí.

Los dos hombres alcanzaron rápidamente el extremo superior de la gran escalinata, que daba a una enorme vía abierta en la jungla, por la cual -a juzgar por su aspecto- una gran embarcación había pasado varios meses atrás. Probablemente durante la crecida del Nilo.

Antes de adentrarse en la maleza, Morgennes se volvió por última vez hacia la mujer de su vida, prometiéndose que se reuniría con ella después de haber expiado su culpa.

Ahí estaba, como una minúscula ramita vestida de blanco temblando en el aire de la mañana, no a causa de la niebla, sino porque Morgennes lloraba.

Estos eran los últimos recuerdos que Morgennes tenía de Guyana. Se juró que nunca los olvidaría; en ese instante se sentía feliz de tener tan buena memoria, pero también comprendía hasta qué punto era importante olvidar. Porque esperaba, justamente, que con el tiempo Guyana olvidara. No podía continuar así, perseguida por el fantasma de un padre que nunca había conocido. Sin duda, cuando su hija naciera, querría que conociera a su padre.

Entonces él volvería.

Mientras tanto caminaba entre la espesura con Dodin. Este último también estaba de un humor sombrío. Mientras se abrían paso entre la maraña de lianas y de ramas que obstaculizaban su avance, Dodin preguntó:

– ¿Por qué no me has matado?

– ¿Debería haberlo hecho?

Dodin le dirigió una mirada aviesa.

– Es culpa mía que Guyana te haya abandonado.

– Y debo darte las gracias por ello. Es lo que quería. De todos modos iba a decirle la verdad.

Morgennes apartó una rama, que se dobló y luego se partió ante él.

– No fue un accidente, ¿verdad? -prosiguió Dodin atacando con su espada una liana tan gruesa como el tronco de un árbol-. ¿Encontraste a Galet y le dejaste morir en medio de las llamas?

Morgennes no le respondió. El aire era húmedo y cálido. Diversas sustancias se aglutinaban en él, haciendo penoso el simple hecho de respirar. Morgennes y Dodin no podían evitar tragar mosquitos, incluso por la nariz.

– Eres un mentiroso y un traidor -balbució Dodin-. Incapaz de ser fiel a nada ni a nadie. Traicionaste a Amaury, robándole a su futura mujer. Luego mentiste a Guyana sobre su padre. Y después dejaste morir a un anciano, un amigo, en medio de las llamas. Dime, ¿por qué no me has traicionado?

Morgennes se acercó a Dodin, le sujetó del brazo y se lo torció hasta hacerle soltar la espada. Luego la cogió y la abatió contra la gruesa liana que Dodin intentaba cortar; la partió de un tajo. Finalmente se desembarazó de su cadena, refunfuñando:

– Aquí no me sirve de nada. Conserva tu lanza, yo cogeré tu espada.

– Aún no me has respondido -dijo Dodin secándose la frente con la manga-. ¿Por qué no me has matado?

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