– Gracias a vos, majestad -dijo Guillermo, acercándose al rey-, el fracaso no ha sido absoluto.
Pero Amaury no le respondió. Lloraba. Para él, los cascos incendiados de los dromones bizantinos eran como largos cuerpos de dragones agónicos, que solo encontrarían la paz en los fondos marinos.
Oía una voz que le llamaba, pero no sabía quién le requería;
pensó que debía de ser un fantasma.
Chrétien de Troyes,
Lanzarote o El Caballero de la Carreta
Morgennes se agachó, rozó la superficie del agua, y luego se llevó la mano a la boca. El agua tenía sabor a limón, a tierra ácida.
– El Nilo ha iniciado la decrecida -dijo a Dodin.
Pero, cuando se volvió, Dodin ya no estaba allí. Morgennes se incorporó y escuchó los ruidos del bosque, con todos los sentidos alerta. La naturaleza estaba extrañamente silenciosa, como si los pájaros hubieran olvidado piar, y las fieras rugir. No se oía nada, excepto un ronquido sordo que no le pareció nada tranquilizador.
– ¡Dodin! -llamó Morgennes.
Nadie respondió, y su grito se perdió entre la maraña vegetal.
Entonces Morgennes contó diez latidos de su corazón y volvió sobre sus pasos. ¿Cuánto tiempo hacía que caminaban en esta jungla, en dirección a los pantanos? La luz penetraba con dificultad en el sotobosque, y algunos días eran tan oscuros como las noches. Hacía mucho que Dodin había perdido la noción del tiempo. Pero Morgennes sí sabía. Hacía siete semanas y… No, siete días.
No.
Siete meses… Se sentía ligeramente aturdido; se tocó la frente con la punta de los dedos y murmuró:
– Vaya, pareces cansado…
Cansado. Sí. Ambos estaban agotados. Pero solo Dodin había dado muestras de una fatiga extrema. Morgennes, en cambio, estaba totalmente concentrado en su objetivo: alcanzar los pantanos y el navío que yacía en su seno, encontrar a Gargano. El paso de las últimas cataratas había sido particularmente duro para ambos, y en varias ocasiones Morgennes había tenido que llevar a Dodin a la espalda.
Pero ¿dónde estaba Dodin?
Morgennes rehízo en sentido contrario parte del trayecto que habían recorrido para llegar hasta allí. Sin embargo, como en el Laberinto del Dragón, tenía la sensación de que la naturaleza había cambiado. Esos árboles, con raíces tan altas y tan gruesas que parecían troncos, no estaban ahí cuando había llegado, hacía unas horas. Pero ¿era realmente aquí? ¿O bien era unos d í as antes?
Morgennes ya no lo sabía.
Sus fuerzas le abandonaban. Incluso su memoria, su tan preciosa aliada, parecía haberse esfumado, absorbida por las innumerables sanguijuelas que le cubrían las piernas. Para verificarla, recordó cada uno de los momentos pasados con Guyana, y comprobó con alivio que en lo referente al amor su memoria permanecía intacta.
– Lo recuerdo. Sí, lo recuerdo.
Morgennes sintió de pronto un vivo dolor, como si le hubiera alcanzado un rayo. ¡Dodin! ¡Dodin había desaparecido hacía varios días, y él había partido en su busca!
– ¡Vamos, en marcha!
Dio unos pasos más en la bruma, rodeó la enorme higuera ante la que acababa de pasar hacía un instante, y se preguntó si no había visto ya ese árbol en alguna parte. Pero ¿cuándo? Entonces, al levantar los ojos, distinguió, colgadas en las altas, altísimas ramas del árbol, una decena de marionetas de color gris pálido, varones y hembras. Sus miembros se balanceaban al viento, y el dulce tintineo de sus articulaciones componía una extraña canción que decía: «Como nosotros, como nosotros… Clic, clic, clic… Eres como nosotros… Clic, clic, clic… Te unirás a nosotros, pronto, muy pronto…».
«Me estoy volviendo loco -se dijo Morgennes-. Estoy perdiendo la razón. Vamos, reflexionemos. ¿Qué decían sobre estos pantanos? ¿Que en ellos se perdía la memoria?»
– No olvidaré, no olvidaré…
«Pero ¿qué hacen estas marionetas ahí arriba, en los árboles? ¡Por Dios, si es evidente! ¡Nadie ha subido a colgarlas! Es solo que como el Nilo estaba más alto, mucho, mucho más alto, el Arca navegó sobre ellos, y luego alguien las lanzó al agua. Entonces se hundieron y quedaron enganchadas en las ramas.»
Una de las marionetas oscilaba peligrosamente por encima de él; sus pies miraban al norte, al este, luego de nuevo al norte, luego de nuevo al este… Esta visión macabra le dio escalofríos, y se apoyó en las raíces de un árbol gritando:
– ¡Dodin!
Pero esta vez era una llamada de auxilio. A Morgennes le daba vueltas la cabeza, como si viera el bosque a través de los ojos del muñeco, con su mar infinito de árboles y, en algún lugar al pie de esta higuera verdosa, al propio Morgennes, que se estaba buscando. De repente, cuando ya estaba convencido de haber perdido definitivamente la razón, sonó una melodía. Una dulce y hermosa música de órgano.
– Conozco esta música, y conozco este órgano… ¡Es el de Filomena! El órgano con tubos acabados en bocas de dragón que le gustaba tocar a Nicéforo cuando nos deteníamos.
Curiosamente, esa música le tranquilizó. Parecía dirigirse directamente a él, a su alma. Decía: «Ven por aquí. Confía en mí, soy tu guía. Ven y estarás seguro. Por aquí… Aquí está tu casa».
Morgennes se alejó del árbol, lanzó una última ojeada a las marionetas y caminó hacia la música. «¿Y si era una trampa? ¿Una trampa tendida para que me pierda? ¿Cómo saber si no he caído ya en ella un decena de veces? La música me aleja del árbol, me atrae con sus cantos de sirena y luego se interrumpe bruscamente, dejándome en medio de los pantanos. ¿Ha ocurrido eso ya? ¿Cuántas veces? ¿Así nos separaron a Dodin y a mí? Pero ¿tengo elección, en realidad?»
Aunque con dudas, Morgennes caminó en dirección a la música. Apenas reconocía el paisaje que atravesaba: árboles demasiado grandes, agotados de tan viejos y que, no teniendo ya un lugar donde morir, se desplomaban sobre las ramas de otros más pequeños. Ramajes entremezclados que se alimentaban de todos los troncos, absorbiéndose los unos a los otros, aferrándose, arañándose, a la vez carceleros y prisioneros de sí mismos. Lianas rasgando la oscuridad, llenando los vacíos que los árboles no habían sabido ocupar; musgos, líquenes, setas; un suelo esponjoso, empapado, en el que costaba mucho esfuerzo avanzar. Tentáculos marronosos, grandes telarañas, de las que no se sabía si habían sido tejidas por vegetales o por animales. ¿Tal vez por ambos? Paredes de mosquitos donde los brazos batían el aire, impotentes. «Como tratar de abrir el mar Rojo», pensó Morgennes.
– Necesitaría un milagro. ¡Guyana! ¿Por qué te abandoné?
Luego recordó súbitamente que era ella la que había partido. Debería haberla retenido. Sujetarla del brazo y decirle: «No te vayas. Perdón. Perdóname. No sé qué ocurrió. Si lo hubiera sabido, no habría actuado así. Iba a confesártelo todo, pero no tuve tiempo. ¡Iba a decírtelo todo!».
Por momentos, en su delirio, tenía la impresión de que eso era lo que había hecho. Le había hablado, la había estrechado entre sus brazos y se lo había explicado todo. Al principio había sido difícil, pero ella había acabado por escucharle. Y al final le había perdonado. Apretándola contra sí, le había acariciado los cabellos mientras le decía: «Vuelve a tu casa. Vuelve con los tuyos. Ve a Francia, ve a ver a Chrétien de Troyes, es mi mejor amigo. Espérame en su casa. Cuida de nuestro hijo. ¡Volveré en cuanto pueda!».
Realmente era lo que recordaba haberle dicho.
Después de haber caminado durante una eternidad, Morgennes llegó a un vasto claro pantanoso. Los Pantanos de la Memoria, llamados también Lago Negro, a causa del tono lustroso de sus aguas, que eran negras como el carbón y donde nada, ni siquiera las estrellas, se reflejaba. Aquí y allá, un ruido de chapoteo delataba la presencia de cocodrilos. Sus cuerpos se fundían tan bien con el fango que era casi imposible distinguirlos. ¿Qué tamaño debían de tener? Era difícil saberlo. Pero el último que Morgennes y Dodin habían visto, había abierto tanto la boca como para tragarse un caballo.
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