David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Y ahora, desde las murallas del puerto, los soldados y los marinos de Damieta reían viendo cómo los dromones bizantinos ardían uno tras otro. Uno de los suyos -un tal Taqi- había conseguido introducirse en una de las galeras griegas y utilizar su arma contra ella: ¡el fuego griego! De predadoras, las naves bizantinas se habían convertido en presas. Las velas habían ardido tan rápidamente como si fueran de papel, y el azul de las aguas del puerto había dado paso al color pardo de los bizantinos que saltaban de sus naves incendiadas. Ya no se veía agua por ninguna parte; las cabezas de los marinos desaparecían bajo las ratas, que también trataban de escapar de las llamas.

– ¡Majestad! -gritó Guillermo-. ¡Majestad!

Amaury salió corriendo como un loco de su tienda, y no necesitó que Guillermo se lo contara para comprender lo que había ocurrido. Un incendio estaba haciendo estragos en la flota de sus principales -¡y únicos!- aliados. ¡Había que salvarlos!

– ¡Passelande! -gritó Amaury.

Un paje le llevó un caballo ricamente enjaezado.

– ¡Deséame suerte! -gritó Amaury a Guillermo mientras montaba.

Luego espoleó su montura y bajó por la colina en dirección a las orillas del Nilo, donde estaban amarrados algunos dromones indemnes. Pero ¿por cuánto tiempo? Porque el viento ya se levantaba y llevaba hacia los francos olores de carne, madera y velas quemadas. Perdidos. Estaban perdidos. Las lágrimas se deslizaron por las mejillas del rey, que de pronto se sintió muy cansado. «¡Vamos! ¡Serénate! ¡Piensa en tu hermano! ¡Piensa en tu padre!»

Amaury espoleó a Passelande y se dijo: «¡Piensa en tu hijo!».

– ¡Por Balduino! ¡Por Balduino!

Se llevó la mano al costado para desenvainar su espada, y recordó que la había tirado. Contrariado, mantuvo su montura al galope, llegó junto a una de las naves bizantinas y lanzó a su caballo en dirección a la pasarela que permitía subir a bordo -y por donde la tripulación desembarcaba aterrorizada.

Incapaces de maniobrar, pues el canal estaba saturado de navíos tratando de huir del incendio que se extendía a todas las embarcaciones de la flota imperial, los marinos formaban una oleada continua de personas que impedían que les socorrieran.

– ¡Quedaos en vuestro p-p-puesto! -les gritó Amaury, lanzándoles puntapiés para impedir que huyeran-. ¡Y dejadme p-p-pasar!

Pero un coloso nórdico, que respondía al nombre de Kunar Sell (uno de los mercenarios formados por Colomán, que había pertenecido a la guardia personal de Manuel Comneno), se cargó al hombro su pesada hacha y dijo al rey:

– ¡Majestad, hay que huir! ¡La flota está perdida!

En ese momento, Colomán corrió hacia ellos gritando:

– ¡Majestad! ¡Kunar Sell! ¡Seguidme, necesito a hombres valerosos para salvar lo que aún puede ser salvado!

Amaury y Kunar Sell intercambiaron una mirada y siguieron a Colomán. El jefe de los bizantinos, que se sentía tan cómodo sobre sus naves como en tierra firme, saltó de un puente a otro hasta llegar al centro de la hoguera.

– Esos malditos han incendiado el corazón de la flota. ¡Tenéis que ayudarme a reunir al mayor número posible de marinos para hundir los navíos que están más cerca de las llamas!

– ¡Tu hacha! -ordenó Amaury a Kunar Sell.

Este miró al rey con expresión dubitativa, pero Colomán gritó:

– ¡Haz lo que te dice! ¡Dale tu hacha!

Kunar Sell tendió su pesada hacha a Amaury, que por primera vez pareció satisfecho del arma que tenía.

– Toma esto -dijo Colomán a Kunar Sell, dándole un sable de abordaje-. Es lo mejor que he podido encontrar.

Kunar Sell sopesó el sable, marcó unos pasos de esgrima, se dio cuenta de que era de muy mala calidad, se encogió de hombros y fue a unirse a Colomán, que le llamaba:

– ¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Bizantinos, conmigo!

Amaury, por su parte, galopó directamente hacia los navíos más próximos al puerto egipcio y a sus temibles ballesteros.

– ¡A mí, los francos! ¡A mí!

Solo un puñado de hombres se unieron a él, entre los cuales Amaury descubrió con alegría a Alexis de Beaujeu.

– ¡Qué m-m-magnífica sorpresa! -exclamó.

– Majestad, justamente os buscaba para deciros…

– ¡No es el momento! Hay que salvar la flota.

No había terminado la frase cuando una viga en llamas cayó entre Alexis y el caballo de Amaury. Los dos hombres solo consiguieron salvar la vida gracias a sus excelentes reflejos, que les hicieron, a uno, echarse hacia atrás, y al otro, encabritar su montura. Una humareda negra se elevó del barco, que empezó a desintegrarse entre crujidos.

– ¡Hundámoslo! -gritó Alexis.

– No -dijo Amaury-. Es demasiado tarde.

Seguidos por algunos valientes, los dos hombres pasaron al puente del barco contiguo para romper las amarras y enviarlo a pique. Para hacerlo, descendieron a las calas y descargaron violentos golpes con sus hachas, espadas y lanzas en el casco del navío, confiando en hacerlo zozobrar. Por suerte, los dromones eran una especie de galeras de casco plano, construidas para la navegación costera o fluvial, más que para alta mar, y no eran demasiado difíciles de hundir.

Así, un primer navío fue enviado a visitar a los cangrejos antes de que tuviera tiempo de hacer arder a su vecino. Era una primera victoria. Pero necesitarían muchas, muchas más, para salvar aunque solo fuera una décima parte de la flota bizantina. Alexis y Amaury tenían la impresión de luchar contra una epidemia. Como no tenían idea de cómo se extendía el incendio a los demás barcos, trataban de salvar el máximo de ellos, y esto les aproximaba peligrosamente a las murallas de Damieta, donde los ballesteros les apuntaban con sus armas. Dos dardos salieron disparados. El primero se clavó no muy lejos de ellos, en un banco de remeros, y el otro se perdió en las aguas del puerto.

«Qué extraña guerra -se dijo Amaury, observando los dromones-. Suerte que no eran verdaderos dragones, porque la derrota habría sido realmente demasiado humillante.»

Había tanto humo que Amaury y Alexis no veían a dos palmos de su nariz y debían mantener constantemente una mano libre para sostener ante su rostro un pedazo de tela empapado en agua. Amaury redobló sus esfuerzos, lanzando violentos golpes contra los cascos de los barcos que abordaban y ordenando a Alexis y a sus hombres que cortaran los cordajes que unían a las naves entre sí y lanzaran las pasarelas al mar. En cuanto el navío sobre el que se encontraban empezaba a hundirse, Amaury se aseguraba que su pequeño equipo hubiera llegado sano y salvo al barco más próximo. Luego volvía a montar a Passelande y le hacía retroceder unos pasos para tomar impulso y saltar a la nave contigua. ¿Cuántas veces estuvieron a punto de morir, cercados por las llamas o atravesados por un proyectil? Nadie podría decirlo. En todo caso, lo cierto es que Amaury y Alexis de Beaujeu hicieron algo más que contribuir a ayudar a Colomán y a Kunar Sell a proteger la flota bizantina. Las relaciones entre el poderoso imperio y el pequeño reino franco de Jerusalén, que amenazaban con envenenarse, se salvaron gracias a ellos.

Estábamos a finales de otoño del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1169, y la batalla había acabado antes incluso de haber empezado realmente. Damieta se había salvado gracias a la acción de un muchacho valeroso: Taqi ad-Din.

Amaury volvió al campamento cuando ya era noche cerrada, acompañado únicamente por Alexis de Beaujeu y otro soldado. Los restantes miembros de su pequeño equipo habían muerto, y ellos estaban extenuados, magullados, quemados. Passelande tenía las crines chamuscadas. Después de confiarlo a un lacayo, Amaury volvió los ojos hacia el Nilo, donde algunos navíos acababan de consumirse, mientras otros izaban en la lejanía sus velas de supervivientes. Volvían hacia Constantinopla.

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