John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los Últimos Cien Días: краткое содержание, описание и аннотация

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Consideramos que nuestra lucha es también la vuestra… Os invitamos a que entréis en nuestras filas y en las de decenas de millares de voluntarios procedentes de las naciones conquistadas y oprimidas de Europa, que han tenido que elegir entre la sumisión al más brutal de los dominios asiáticos, y una existencia nacional en el futuro, con ideas europeas, muchas de las cuales, desde luego, constituyen nuestros propios ideales…

Os pedimos que informéis al oficial de caravana de vuestra decisión, y seréis recibidos con los mismos privilegios que nuestros propios hombres, pues sabemos que compartiréis sus obligaciones. Esto es algo que supera los meros límites de una nación. El mundo se halla hoy enfrentado con una lucha entre el Este y el Oeste. Pensadlo bien.

¿ESTÁIS A FAVOR DE LA CULTURA OCCIDENTAL, O DE LA BARBARIE ORIENTAL?

¡TOMAD AHORA VUESTRA DECISIÓN!»

Los internados en el campamento de Sagan reaccionaron del mismo modo que otros que estaban más hacia el Este, y justamente en la forma que Hitler había sospechado que reaccionarían: No se presentó un solo voluntario, y los que guardaron la octavilla en su mochila lo hicieron sólo para tener un recuerdo, o para disponer de papel higiénico.

Aquella misma noche la mayoría de los prisioneros de los cinco grupos estaban dedicados a efectuar los últimos preparativos para la marcha, con la excepción de unos quinientos hombres del Grupo Sur, que se hallaban contemplando una representación de su conjunto teatral, denominada No podéis llevarlo con vosotros . El auditorio había sido construido por los mismos prisioneros, y sus asientos estaban hechos de cajones vacíos de la Cruz Roja Canadiense. Todos los billetes fueron solicitados, y la entrada «costaba» una briqueta de carbón. Los candeleros y los reflectores se habían construido con grandes latas de bizcochos, y a los lados había incluso unas pasarelas elevadas para situar reflectores a diferentes distancias. Desde la noche de la inauguración de la sala, en el pasado mes de febrero, los hombres del Grupo Sur habían puesto en escena algunos espectáculos de variedades, piezas teatrales de un solo acto, y obras de Broadway, como Front Page , Kiss and Tell y Room Service . Los papeles de mujer eran desempeñados -sin remilgos- por hombres.

Las estufas que se hallaban encendidas en las cuatro esquinas de la sala únicamente conseguían atenuar algo el frío intenso del auditorio, pero los hombres se hallaban demasiado absortos en la comedia de Kaufman y Hart para notar aquella circunstancia. A las siete y media la puerta de la sala se abrió con estruendo y el coronel C. G. Goodrich, el oficial de mayor grado del grupo, subió al estrado haciendo retumbar las tablas con sus zuecos de madera. Era un fornido piloto de bombardero norteamericano que se había roto la espalda volando sobre África. En cuanto subió al escenario se produjo un repentino silencio.

– Los guardias acaban de informar que nos dan treinta minutos para estar preparados ante la puerta del campamento -manifestó-. Coged vuestros petates y formad en línea.

Al momento los espectadores abandonaron el local y se dirigieron hacia sus barracones. Se habló poco mientras se colocaban ropa interior limpia y el mejor uniforme de que disponía cada uno. Los más afortunados sacaron los zapatos nuevos que guardaban entre sus pertenencias, y la comida que no podría ser llevada no tardó en ser consumida con apresurados bocados. Los prisioneros se colocaron los abrigos, y encima de los hombros una manta arrollada. El teniente coronel Harold Decker ocultó el receptor de radio bajo su abrigo. Los auriculares estaban cosidos ya en el interior de su gorro. Otros hombres se apresuraban a escarbar en el suelo helado de los barracones para recuperar códigos, mapas y dinero que habían enterrado antes.

Delante de cada barraca se formó una fila. Los prisioneros se ayudaron mutuamente, ajustándose los bultos a las espaldas, mientras golpeaban el suelo con ritmo inconsciente, y se dispusieron a esperar, que era algo a lo que estaban acostumbrados desde que entraron en el campamento. Los que no tenían gorros que tapaban también el rostro, padecían un frío tan intenso que les causaba dolor de cabeza. Después de treinta minutos que les parecieron varias horas, llegaron unos cien guardianes con una docena de perros que aullaban fieramente y tiraban de las correas que les sujetaban. Los guardianes comenzaron a sacar a los prisioneros fuera del Grupo Sur. Al pasar ante los Grupos Oeste y Norte, sus compañeros les despidieron deseándoles buena suerte. Eran ya un poco más de las diez de la mañana cuando la larga columna de dos mil hombres estuvo al fin fuera del campamento encaminándose hacia el Oeste, entre los remolinos de nieve que se formaban a su alrededor. El Grupo Oeste avanzaba a continuación del Grupo Sur, y cada uno de los sobrecargados prisioneros recibió, en el momento de trasponer la puerta, un paquete de cinco kilos donado por la Cruz Roja. Muchos de ellos sólo quisieron conservar unos pocos alimentos, como el chocolate y las sardinas, y las cunetas de la carretera no tardaron en quedar llenas de comida.

Los hombres del Grupo Central supieron por su jefe, el coronel Delmar Spivey, que el general Vanaman iría al frente de su columna, y que deseaba el estrecho cumplimiento de las órdenes dadas por los alemanes.

– No nos pasará nada si nos mantenemos unidos -manifestó Spivey, y advirtió a sus hombres que no hicieran ninguna tentativa para escapar.

A causa del lento avance de los que se encontraban ya en la carretera, eran casi las cuatro de la mañana del 28 de enero cuando los últimos hombres atravesaron la puerta del campamento.

En ese momento, los que avanzaban en cabeza de la larga columna de trece kilómetros se encontraban ya exhaustos, pues llevaban andando siete horas. Se había levantado un fuerte viento, lo que unido al medio metro de nieve que cubría la carretera hacía que cada paso que daban resultase un tormento. Aun así, el teniente coronel Albert Clark, un piloto de caza derribado en 1942, no se decidía a abandonar dos grandes álbumes de recortes que había obtenido de periódicos alemanes. En broma había ofrecido una caja de whisky escocés al que le llevase los libros, pero el teniente coronel Willie Lanford lo tomó en serio Y avanzaba arrastrando a sus espaldas un trineo improvisado sobre el que iban los dos álbumes. Otra media docena de prisioneros, entre los que se contaba el propio Clark, se turnaban para tirar del vehículo, ya que el habilidoso Lanford había hecho el trineo lo suficiente grande como para que en él pudieran llevar varios hombres su impedimenta.

Cada pocas horas la columna se detenía, y los hombres se agrupaban dando patadas al suelo. Nadie hablaba, ni se oían bromas. Los zapatos y las ropas suplementarias, así como los recuerdos tanto tiempo guardados, iban a parar a la cuneta. Algunos hacían pequeñas fogatas con las cartas de los seres queridos, y con sus Diarios.

Cuando se reanudaba la marcha, a pesar de lo que se había tirado a la cuneta, los paquetes parecían más pesados que antes. Cuando uno de los hombres se tambaleó y cayó al suelo, fue recogido entre dos compañeros que temían lo matasen los guardias de un tiro, y lo llevaron entre ambos, dejando atrás los bultos y las mantas. Sólo los prisioneros más débiles iban en carromatos. Por lo demás, poca era la diferencia que había entre prisioneros y guardias, en esos momentos, pues hasta los alemanes se aligeraban de peso deshaciéndose de algunas pertenencias. Uno de los guardias, que tenía bastantes años y se había portado bien con los internados, avanzaba apoyado en dos de ellos, en tanto que otro le llevaba el fusil.

Mediada la mañana la vanguardia de la columna se detuvo en un pueblo situado a veintinueve kilómetros de Sagan, y sus componentes fueron alojados en tres graneros. Los que veían atrás seguían marchando, y se desplomaban cada vez en mayor número sobre la carretera, con las ropas húmedas por la nieve y el sudor. Por lo regular, uno de los compañeros se quedaba con el caído, frotándole los brazos y las piernas hasta que llegaba el carro de socorro. Si éste ya estaba demasiado lleno, alguno de los que se encontraban mejor, saltaba al suelo y cedía su lugar al hombre tendido en el camino.

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