Luego Goering imitó el habla trabajosa de Student:
– Suele afirmar: «el… Führer… me… dijo…» Yo le conozco mucho mejor que los demás. El otro día alguien me preguntó de él si no era un mentecato. Yo contesté: «No es un mentecato. Siempre ha hablado de ese modo…»
– Ha hecho algunas cosas extraordinarias -admitió Hitler.
– Bien, me gustaría conservarle, porque cuando se presente un momento de crisis estoy seguro de que usted lo lamentaría y le mandaría llamar. Deseo que llegue ese momento.
– Yo no -replicó Hitler, secamente.
Goering siguió exponiendo su tema:
– Tal vez con el tiempo llegue a hablar aún más lentamente, pero estoy convencido de que también se retirará mucho más despacio.
– Me hace recordar a Fehrs, mi nuevo criado de Holstein -declaró Hitler-. Cuando le digo que haga algo, se eterniza. Es lento como un buey, pero no hay duda de que trabaja duro. Su único defecto es la lentitud.
La conversación recayó después sobre otro comandante del Oeste, el SS obertsgruppenführer (general) Paul Hausser.
– Tiene el aspecto de un zorro… -musitó Hitler.
– Es vivo como un látigo -intervino Guderian.
– Muy rápido al tomar decisiones -declaró Von Keitel, a su vez.
– …Con sus astutos ojillos -prosiguió diciendo Hitler, que no había interrumpido su pensamiento-. Aunque tal vez ahora se sienta afectado por la seria herida que ha recibido. (Un trozo de granada le había destrozado parte del rostro.)
– No debió de ser tan serio lo ocurrido -manifestó el SS brigadeführer (general de brigada) Hermann Fegelein, oficial de enlace de Himmler en la Cancillería.
Era un antiguo jinete de ridículo aspecto, que se había ensoberbecido con su rápido ascenso en el Waffen SS. Ello había ocurrido gracias a una buena hoja de servicio militar en el Frente Oriental, y a su reciente casamiento con Gretl Braun, hermana de Eva, la que fue durante largo tiempo amante de Hitler.
– El reichsführer (Himmler) -prosiguió diciendo -nunca le hubiera propuesto (a Hausser) a menos de estar totalmente seguro de que todo seguía bien. El reichsführer es muy cuidadoso con esas cosas.
– ¿No lo somos todos?-comentó Hitler, humorísticamente.
– Pero es que el reichsführer siempre recibe críticas -insistió Fegelein, y varios oficiales más jóvenes se esforzaron por no sonreírse. A sus espaldas le llamaban «flegelein», de flegel , palurdo.
– Eso es sólo cuando algo marcha mal -replicó Hitler.
Sin darse cuenta de que estaba aburriendo al Führer, Fegelein prosiguió con su terca defensa.
– Por otra parte, Hausser considera que no hay nada mejor para un soldado de sesenta y cinco años, que morir valerosamente en el frente.
– No es eso lo que yo quiero -contestó Hitler-. Es una forma de pensar absurda.
– Bueno -objetó Guderian-. Hausser es un hombre que ama la vida.
– A pesar de eso, corre todos los riesgos posibles -siguió diciendo Fegelein-. Recorre el frente, sin preocuparse, bajo el fuego de la artillería enemiga…
– Yo sin duda me protegería -dijo Hitler.
Luego desvió la conversación, como solía hacerlo, hacia la Primera Guerra Mundial.
– Yo estaba con un general que nunca se ponía a cubierto… Es que no oía muy bien. Por lo común, en la Primera Guerra, entre 1915 y 1916, teníamos una asignación de municiones que les haría erizar el pelo a ustedes.
Hitler siguió hablando incansablemente de su antiguo regimiento de artillería, como si no se sintiera con valor para abordar las catástrofes militares que se sucedían en aquellos momentos en que se dedicaba a recordar.
– Casi siempre nos limitaban bastante -añadió-, pero cuando se llevaba a cabo un ataque, entonces se prodigaban las municiones. Recuerdo que un nueve de mayo las baterías del mayor Parseval lanzaron casi cinco mil proyectiles. Disparaban tan rápido como podían durante todo el día, lo que significaba más de un centenar de descargas por cañón.
Jodl trató de llevar la conversación hacia el tranquilo frente italiano.
– No sé si… -murmuró Hitler, con tono abstraído. Sin duda estaba pensando en otra cosa, ya que de pronto dijo-: ¿No creen que a los ingleses no les hace demasiada gracia los éxitos que obtienen los rusos?
– Desde luego -contestó Jodl, quien sabía que Churchill temía tanto al peligro bolchevique como ellos mismos.
– Si esto sigue así -aseguró Goering-, no tardaremos en recibir un telegrama. Los ingleses no esperan que nos defendamos tan encarnizadamente, y que les aguantemos denodadamente en el Oeste, mientras los rusos entran cada vez más profundamente en Alemania y se apoderan de la mayor parte del país. En la voz de Goering había algo más que un tono de ironía, pues él, lo mismo que Guderian, consideraba una ridiculez luchar tan tenazmente en el Oeste, cuando el Este se estaba desmoronando rápidamente.
Haciendo caso omiso del tono sarcástico del reichmarschall , Hitler dijo con creciente entusiasmo que el ministro de Asuntos Exteriores, Joachin von Ribbentrop, había hecho llegar a manos inglesas un informe en el que se revelaba que los rusos estaban enviando a Alemania un ejército de 200.000 germanos capturados, «totalmente infectados de comunismo».
– ¡Eso servirá para que tomen buena nota los ingleses! -concluyó.
– Nos declararon la guerra para evitar que marchásemos hacia el Este -dijo Goering-, pero no para que el Este llegase hasta el Atlántico.
– Así es. La cosa no parece tener mucho sentido. Los periódicos ingleses ya se están preguntando amargamente: «¿Cuál es el objeto de esta guerra?»
La conversación prosiguió y los temas fluctuaron desordenadamente desde un informe de Jodl sobre la lucha en Yugoslavia hasta una disertación de Hitler sobre un nuevo ataque de los rusos, y la fabricación de una nueva granada para destruirlo. Luego surgió una áspera discusión entre Hitler y Goering acerca de la situación de los oficiales que habían sido llamados desde su situación de retiro al servicio activo, con un grado inferior. Ambos habían chocado siempre en aquel aspecto. Goering, el último comandante del famoso «circo» de Richthofen, en la Primera Guerra Mundial, siempre veía las cosas como un oficial, en tanto que Hitler, antiguo cabo del ejército, las consideraba desde el punto de vista de soldado. Por otra parte, Hitler se había vuelto más desconfiado con los militares desde que sufriera el atentado contra su vida.
– Todo este sistema burocrático tiene que recibir una limpieza en seguida -anunció el Führer, secamente-, porque ha experimentado un incremento tan grande, que en relación con la burocracia civil es como un dinosaurio comparado con un conejo.
Goering se desentendió de este argumento para manifestar acaloradamente que un oficial debería ser colocado en un puesto que pudiera desempeñar, pero siempre conservando su graduación anterior.
– Pero no se les puede dar su antigua graduación -replicó Hitler-. Si uno de esos hombres volviese a ser coronel, entregarle un regimiento significaría asesinar a tres mil hombres. Tal vez en este momento no sea capaz siquiera de mandar una escuadra.
– En tal caso, se le puede dar una misión menos comprometida. Es lo que he hecho con algunos de mis generales…
Goering y el Führer seguían enzarzados como dos escolares, y cuando Hitler dijo que el grado y la labor desempeñada debían estar equiparados, el reichsmarchall replicó:
– Sólo un ser despreciable aceptaría una disminución de grado. Un digno militar preferiría antes pegarse un tiro.
Hitler trató de calmarle un poco prometiéndole no bajar la paga de los oficiales retirados, aunque se alistasen de nuevo como sargentos, pero Goering estalló:
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