John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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La primera caravana de refugiados llegó a las afueras de Berlín relatando el brutal comportamiento de los soldados soviéticos, y al momento una oleada de terror se extendió por la capital. Muchos ciudadanos, sin embrago, aún tenían fe en la promesa de Goebbels, de que ciertas armas secretas salvarían a Alemania en el último momento. Afortunadamente para los aliados, la bomba V-2 no estuvo dispuesta para su uso hasta el otoño anterior, pues de lo contrario, y según las palabras del general Eisenhower, la invasión aliada de Francia «hubiera tenido que ser cancelada». Pero en esos momentos, las V-2, creadas en el campamento experimental de cohetes de Peenemünde bajo la dirección del doctor Wernher von Braun -un científico de treinta y cuatro años-, estaban asolando Londres, Amberes y Lieja, y recientemente Von Braun había revisado los proyectos para construir un cohete de varias fases con una V-2 alada en la parte superior. Esta última fase podría poner un satélite en órbita hasta alcanzar la ciudad de Nueva York.

Uno de los responsables de la creación de aquella Wunderwaffen , el general de brigada Walter Dornberger, se hallaba celebrando una entrevista en Berlín, en aquellos momentos. Se le acababa de confiar la tarea de lograr un proyectil dirigido que destruyese infaliblemente a cualquier avión que intentase atacar Alemania, terminando al mismo tiempo con la superioridad aérea de los Aliados. Los diez miembros del «Grupo Dornberger», después de revisar numerosos experimentos realizados en dicho campo -desde cohetes antiaéreos no dirigidos hasta proyectiles controlados a distancia para el lanzamiento tierra-aire-, llegaron a la conclusión de que su única posibilidad de éxito residía en dedicarse a unos pocos proyectos. Por consiguiente, decidieron estudiar sólo tres de aquellos cohetes antiaéreos dirigidos: el «mariposa», del profesor Wagner, capaz de alcanzar la velocidad del sonido; el «X-4», del doctor Kramer, cohete que podía ser lanzado desde un avión, y el «Catarata», gran cohete guiado por radio que estaba siendo desarrollado en Peenemünde. El grupo de Dornberger accedió posteriormente a que todos los talleres, institutos técnicos y centros de investigación relacionados con la producción de esas armas secretas fueran trasladados al centro de Alemania, lo más lejos posible de las zonas de combate, ya que Peenemünde, que se hallaba a orillas del Báltico, podía caer en poder de Zhukov en contadas semanas.

A unas pocas manzanas de distancia de donde comenzaban a llegar las caravanas de refugiados, las personas citadas para asistir a la conferencia de la tarde del Führer empezaban a entrar en la Cancillería del Reich, haciéndolo los militares por una puerta y los miembros del Partido por otra. El general Guderian y su ayudante, el comandante barón Bernd Freytag von Loringhoven, ascendieron la docena de escalones hasta llegar ante la pesada puerta principal de roble. Una vez en el interior del edificio, dieron un largo rodeo hasta las oficinas del Führer, pues el pasillo de costumbre estaba obstruido a consecuencia de los daños producidos por los bombardeos aliados. Ambos militares pasaron ante ventanas cuyos cristales habían sido reemplazados por cartones, y ante salas desiertas, sin cuadros, alfombras ni tapices, hasta llegar por fin a la antesala donde los centinelas vigilaban empuñando sus pistolas ametralladoras. Un oficial de las SS les pidió cortésmente las carteras y las examinó con rapidez. Aquello se había convertido en una norma desde que el conde Claus von Staufenberg colocó una bomba de tiempo junto a la silla de Hitler, poco antes del comienzo de la conferencia que debía pronunciar el Führer el 20 de julio de 1944. Cuando la bomba hizo explosión, dos de los asistentes al acto resultaron muertos, pero Hitler, increíblemente, sólo sufrió leves heridas. Desde aquel día se aplicaron rigurosas medidas de seguridad, incluso con Guderian, jefe de Estado Mayor de Ejército y comandante del Frente Oriental.

A las cuatro la estancia se hallaba llena de militares y de dirigentes políticos, entre los que podía citarse a Goering, a Von Keitel y a su competente jefe de Operaciones, el generaloberst Alfred Jodl. Pocos minutos después las puertas del despacho del Führer se abrieron, dejando ver una amplia habitación, parcamente amueblada. En un extremo, un balcón aparecía tapado con cortinas grises, y el suelo estaba cubierto en su mayor parte por alfombras. Ante la parte central de una de las paredes estaba el gran escritorio de Hitler, detrás del cual se hallaba un sillón de cuero, de cara al jardín. Los personajes asistentes a la entrevista tomaron asiento en pesados sillones de cuero, en tanto que sus ayudantes y otros funcionarios de menor importancia se sentaban en sillas corrientes. En la estancia se encontraban veinticuatro hombres.

Hitler se presentó a las cuatro y veinte, con el cuerpo encorvado y andar inseguro. Su brazo izquierdo pendía inerte a su costado. El Führer saludó a los presentes con un débil apretón de manos, antes de dirigirse lentamente hacia su escritorio. Un ayudante le corrió el sillón, y Hitler se hundió pesadamente en el mismo. Los que vieron así a Hitler imaginaron que su brazo izquierdo era el que había sufrido el efecto de la bomba de Staufenberg, y sin embargo era el derecho el que resultó ligeramente dañado con la explosión, y ya se le había curado hacía tiempo. Hitler tuvo una fuerte gripe en 1942, y la paralización del brazo izquierdo era consecuencia de las inyecciones que le diera el desastrado doctor Morell, su médico personal. La gripe desapareció por completo, pero poco a poco el ojo izquierdo del Führer empezó a lagrimear cada cierto tiempo. Pocas semanas más tarde Hitler experimentó una sensación de torpeza en la pierna izquierda, que después se trasladó a su mano izquierda. El Führer solía decir con frecuencia a su chófer privado, el SS Obersturmbannführer (teniente coronel) Erich Kempa, que su mano izquierda constituía para él una molestia, y más tarde tomó el hábito de introducirla durante largo tiempo en un bolsillo.

Desde el momento del atentado, Hitler había envejecido visiblemente, [4]no porque sufriese las consecuencias de un daño físico, sino por haberse enterado de que en la conjura estaban complicados tantos militares de alta graduación. Aunque numerosos sospechosos de conspiración habían sido ya ejecutados en una purga despiadada, y otros estaban esperando a ser juzgados, Hitler se sentía inquieto, y desconfiaba de casi todos los militares. Por el contrario, recompensó largamente a los que se habían mostrado leales a él el 20 de julio. Al mayor (comandante) Otto Remer, le ascendió de golpe a general, y jamás dejó de agradecer a Von Keitel, en los términos más sentidos, el haberle conducido fuera del recinto destrozado. Los recelos que sentía contra sus oficiales no hicieron más que unirle con mayor fuerza a los' miembros de su círculo íntimo: secretarios, criados, ayudantes militares y otros miembros de su personal. Hitler solía escuchar pacientemente sus problemas privados, y les aconsejaba o reprendía paternalmente. Se cuidaba de proporcionarles comodidades y les trataba con toda consideración. «Soy el hombre más democrático del Reich», solía decir con frecuencia a Kempa.

La reunión se inició con el crudo informe de Guderian sobre el creciente desastre del Este. Hitler le interrumpió para decirle que había que evacuar a los prisioneros de guerra de Sagan antes de que los rusos los liberasen. Guderian continuó con su informe, y el Führer hizo muy pocas observaciones más, pero cuando comenzó a hablarse del frente occidental, pareció recuperar el interés. Escuchó resignadamente mientras el reichsmarschall Hermann Goering explicaba con su lenguaje salpicado de términos arrabaleros la razón por la que el generaloberst Kurt Student debía retener el mando del grupo de ejército H, de Holanda y el Bajo Rin. Los detractores de Student, manifestó Goering, no se daban cuenta de que la gran lentitud con que hablaba el general no era más que una peculiaridad personal. -Piensan que es un necio, pero no le conocen como yo le conozco… Me gustaría que siguiera en su puesto, porque sé que está capacitado para mantener el viejo espíritu alemán entre sus paracaidistas

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