El generaloberst (capitán general) Georg-Hanus Reinhardt, del Grupo de Ejército del Norte, había sido el blanco principal de Chernyakhovsky y de Rokossovsky, simultáneamente, y en el curso de dos semanas sus tropas habían sido derrotadas en varios puntos. Uno de sus ejércitos, el Cuarto, se hallaba ya en plena retirada. El comandante de este ejército, general Friedrich Hossbach, aun sabiendo que Hitler no lo consentía, había comenzado a desplazarse hacia el Oeste por propia iniciativa. Pero Rokossovsky ya había avanzado trescientos kilómetros por delante de él, y Hossbach comprendió que si no iniciaba una retirada desesperada sus tropas serían aniquiladas. Y lo que era más importante, se daba cuenta de que tenía la obligación de abrir un paso por el que pudiesen huir hacia el Oeste el medio millón de civiles de Prusia Oriental, amenazados de quedar aislados.
Reinhardt, el superior inmediato de Hossbach, aprobó el plan, pero el generaloberst Heinz Guderian, jefe de Estado Mayor del Ejército, y también comandante de todo el Frente Oriental, montó en cólera cuando supo que todos los efectivos de Prusia Oriental habían cedido tras escasa lucha, y sin su consentimiento. Nacido junto al río Vístula, en Prusia Oriental, Guderian fue educado considerando a Rusia como el más temible de los enemigos. Prusiano hasta lo más hondo de su ser, el general se hallaba decidido a salvar a su país de los bolcheviques. A pesar de todo, Guderian defendió obstinadamente a Hossbach y a Reinhardt cuando Hitler los mandó llamar acusándolos de traición. -Merecen que se les juzgue en consejo de guerra -dijo el Führer-. Serán destituidos al momento, junto con sus colaboradores inmediatos.
– Podría ofrecer mi brazo derecho, como garantía por el general Reinhardt -replicó Guderian.
En cuanto a Hossbach, afirmó que bajo ninguna circunstancia podía considerársele un traidor.
Hitler hizo caso omiso de Guderian. Destituyó a Reinhardt y le reemplazó en seguida por un hombre singular, el cual recientemente había dicho a sus tropas, que se hallaban cercadas: -Cuando las cosas se pongan feas y no sepáis qué hacer, golpead vuestro pecho y decid: «Soy nacional-socialista.» ¡Eso mueve las montañas!
Tal era el generaloberst Lothar Rendulic, un talentoso historiador militar austríaco de encantadores modales, que gustaba de la buena vida. Era astuto, sutil y conocía la manera de manejar a Hitler. Por fortuna para las tropas que se hallaban bajo su mandato, también era competente.
El comandante del Grupo Central de Ejército, a la derecha del doctor Rendulic, había sido anteriormente destituido por Hitler, y en tal ocasión también Guderian se opuso decididamente, sobre todo porque el reemplazante era el generaloberst Ferdinand Schoerner, uno de los favoritos del Führer.
Schoerner era un bávaro sanguíneo y robusto que necesitaba de tales atributos para enfrentarse con la caótica situación que había heredado. Su ala izquierda ya se hallaba destrozada ante el avance de Zhukov, y la derecha estaba sufriendo los embates de Konev. Schoerner comenzó a recorrer todo el frente, desde la retaguardia a la vanguardia, cambiando comandantes, reorganizando los sistemas de suministro, y en general provocando la zozobra en cada unidad que visitaba. En retaguardia, donde sacaba a los hombres de sus escritorios para entregarles fusiles, se le odiaba, y en el frente, donde los combatientes y los oficiales jóvenes nunca habían visto hasta entonces un comandante de grupo de ejército llegar tan adelante, se le apreciaba. Schoerner amenazó con dejar muerto de un tiro en su sitio a todo aquel que huyese, y prometió a sus hombres que recibirían la mejor comida y vestimenta de todo el frente. Palmeó en la espalda con familiar actitud a los oficiales de la vieja escuela, que no disimularon su desagrado; insultó a los generales que a su juicio merecían ser insultados, y regaló pasteles y caramelos a los soldados.
Schoerner era para Hitler lo que fuera el mariscal Ney para Napoleón, y lo cierto es que el 27 de junio, y a pesar de sus métodos heterodoxos, el Grupo Central de Ejército había constituido un frente, tambaleante e irregular, pero un frente al fin, y estaba aguantando una tremenda ofensiva rusa. Lo que no pudo hacer el general bávaro, desde luego, fue cerrar la brecha que Zhukov -el mariscal ruso más temido de los alemanes- había abierto entre él y el doctor Rendulic.
Este era el problema que más preocupaba a Guderian, quien dijo a Hitler que sólo había un modo de detener el arrollador avance de los carros de combate de Zhukov: la formación de un grupo de ejército de emergencia que debería constituirse inmediatamente para taponar la brecha abierta entre Schoerner y Rendulic. Guderian deseaba que dicha fuerza fuese mandada por el generalfeldmarschall Maximilian von Weichs, un competente y osado oficial. Hitler accedió a que se formase el grupo de ejército solicitado, pero declaró que Weichs se hallaba agotado. «Dudo que esté en condiciones de realizar semejante tarea», afirmó, y propuso encargar de la misión al reichsführer Heinrich Himmler, [1]el hombre más poderoso de Alemania, después del propio Hitler.
Ofendido, Guderian protestó diciendo que Himmler no tenía experiencia militar. Hitler replicó que el reichsführer era un gran organizador y administrador, cuyo solo nombre bastaría para impulsar a sus hombres a una lucha hasta el fin. Decidido a evitar que «semejante estupidez se perpetrase en el desgraciado frente oriental», Guderian siguió oponiéndose tercamente al punto que causó el asombro del feldmarschall Wilhelm Keitel, jefe de OKW (Oberkommando der Wehrmacht: Alto mando de las Fuerzas Armadas) y burlonamente apodado Lakeitel -de lakei , lacayo- por sus compañeros de armas.
Hitler se mostró inflexible, y replicó que Himmler, como comandante del Ejército de Relevo, era el único hombre capaz de constituir una fuerza importante de la noche a la mañana. Lo que no dijo Hitler es que Himmler era uno de los pocos hombres en quien todavía podía confiar.
Himmler aceptó la tarea con el ciego entusiasmo con que acogía toda proposición del Führer, y anunció que detendría a los rusos en el Vístula. A tal efecto partió hacia el Este en un tren especial. A ochenta kilómetros de Berlín cruzó sobre el río Oder, y luego siguió hasta llegar al Vístula, en un lugar al sur de Danzig. La nueva fuerza se llamaría, adecuadamente, Grupo de Ejército del Vístula, y para detener a Zhukov contaba Himmler con unos pocos oficiales de Estado Mayor y una situación en el mapa que ya no era la real. A excepción de unas cuantas unidades dispersas, el Grupo de Ejército del Vístula sólo existía sobre el papel. Mientras llegaban nuevas divisiones, Himmler, desacertadamente, comenzó a formar una línea defensiva que iba de Este a Oeste, desde el Vístula hasta el Oder, lo que simplemente servía de protección para Pomerania y el Norte. En una palabra, estaba defendiendo cuidadosamente la puerta del servicio, mientras dejaba indefensa la puerta principal.
Zhukov, que no tenía intención de desviarse de su camino, pasó sencillamente junto a la línea lateral de Himmler y siguió su marcha hacia el Oeste, hallando sólo la débil oposición de algunas fuerzas aisladas, hasta que el 27 de enero sus tropas se encontraron a sólo ciento sesenta kilómetros de Berlín. Ante él se hallaba el Oder, el mayor obstáculo natural que debía superar antes de llegar a la Cancillería del Reich.
Los prisioneros internados en los campamentos situados al este de Sagan ya estaban siendo evacuados hacia el Oeste, y avanzaban a pie trabajosamente, sobre la nieve, junto a las columnas de civiles que huían del avance de los rusos. Un grupo de norteamericanos llevaba en la carretera una semana. Muchos de ellos habían sido capturados en la batalla de Bulge, y desde entonces habían perdido un promedio de trece kilos por cabeza en su constante marcha de uno a otro campamento. Por ello, resultaban presa propicia para la pulmonía y la disentería. Mil cuatrocientos habían salido del campamento de Szubin, no lejos del Vístula, y el 27 de enero eran sólo novecientos cincuenta.
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