John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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– Yo les tiraría la paga a la cara y diría: «¡Lo que me estáis robando es el honor!» Es sabido que hasta ahora esto se ha considerado como la peor humillación.

– Eso no es cierto -contestó Hitler, visiblemente molesto-. Sólo se trata de la forma en que ustedes lo consideran.

La discusión prosiguió sin tener trazas de concluir, y Guderian se agitó inquieto en su asiento, impaciente por regresar a su cuartel general de Zossen y a los desesperados problemas del Frente Oriental que se apilaban sobre su escritorio.

– Hoy nos hallamos en estado de emergencia -añadió Hitler-, y hemos de tener en cuenta lo que es un jefe de compañía. Se trata de un teniente perfectamente capacitado para dirigir una compañía; suponga un coronel incapaz de hacerlo, porque está retirado desde hace veinticuatro años al que se le ha dado el mando de un pelotón, y tal vez ni eso siquiera, pero vistiendo un uniforme de coronel. ¿A qué clase de desbarajuste conduciría todo eso?¿Debe el comandante de la compañía saludar al coronel?

– El cambio es tan fundamental que acabará con todo lo establecido hasta hoy -insistió Goering-. Se trata de una idea inconcebible.

– En el resto del mundo se hace así -contestó Hitler.

Guderian seguía revolviéndose en su asiento, mientras Von Keitel y el general Wilhelm Burgdorf, jefe de personal del Ejército, apoyaban a Hitler con vehementes argumentos que resultaban ridículos con tres millones de vengativos rusos irrumpiendo por la frontera oriental de Alemania.

Por fin, Hitler comenzó a detallar sus argumentos:

– En primer lugar, no puedo consentir que esa gente vuelva a casa. No voy a llamar al servicio a hombres incapaces, de casi cincuenta y seis años, mientras despido a otros de cuarenta y cinco que al fin y al cabo han sido soldados. Eso es imposible. En segundo lugar, tampoco puedo entregar unidades a gentes incapacitadas para mandarlas…

– …Y en tercer lugar -interrumpió Goering-, yo no puedo decir a las personas que una vez mandaron esas unidades, que ya no les será entregado su mando…

– Si son competentes, les será entregado -aseguró Hitler.

– En una ocasión lo fueron…

– En tal caso pronto estarán en condiciones de asumirlo de nuevo. Lo único que tendrán que hacer es aprender otra vez. Eso no es una desgracia. Después de todo, ¿no he aprendido yo a ser Canciller del Reich? Era jefe de un Partido y nadie mandaba en mí, y en cambio como canciller estaba subordinado al presidente del Reich. Durante un tiempo incluso fui funcionario del Gobierno de Brunswick.

Un ministro nazi de Brunswick nombró en 1932 a Hitler para ocupar un puesto en el Gobierno del Estado, con lo que adquiría automáticamente la ciudadanía alemana, pero a Hitler no le gustaba recordar aquello.

– Pero no era en servicio activo -replicó Goering, y se produjo un silencio embarazoso.

– ¡Cómo se atreve a decir eso! -contestó Hitler, conteniéndose a duras penas-. Hice mucho por esa zona del país.

A pesar de los rumores que corrían de que Goering había perdido su ascendiente con el Führer, tras su renuncia al mando de la Luftwaffe, tal diálogo indicaba que las relaciones entre ambos seguían siendo buenas todavía, y se reseñaba el hecho de que el reichsmarschall seguía siendo el sucesor legal del Führer.

En ese momento entró un mensajero y entregó a Fegelein un informe. El rechoncho general llamó la atención de Hitler.

– Esos diez mil oficiales y suboficiales -los ingleses y norteamericanos de Sagan- comenzarán a ser trasladados dentro de dos horas en un convoy -manifestó, añadiendo que a otros 1.500 prisioneros de un campamento situado más hacia el Este se les había dicho que podían permanecer en él esperando que los liberasen los rusos-. Se negaron, y ofrecieron luchar por nosotros.

Hasta el mismo general Jodl comprendió la excitación que trasuntaba la voz de Fegelein.

– Si conseguimos que los ingleses y norteamericanos luchen contra los rusos -afirmó Jodl-, sería algo digno de celebrarse. Pero Hitler se mostró escéptico.

– Tal vez uno de ellos habló algo de eso, y sin duda exageraba. No estoy muy seguro de que sucedan así las cosas.

– Bien -dijo Fegelein, como si el Führer se hubiese mostrado entusiasmado-. Si hubiese una posibilidad, quizá pudiéramos lograr algo interesante.

Dos de los jóvenes oficiales intercambiaron discretos codazos.

– No hay que confiar en ello sólo porque un prisionero haya hecho tal declaración -manifestó Hitler, cautamente.

La reunión terminó a las 18,50 y Guderian y Freytag von Loringhoven salieron en seguida para Zossen, localidad situada a treinta kilómetros al sur de Berlín. El general se mostraba disgustado. Habían hablado durante dos horas y media sin llegar siquiera a una decisión importante acerca de la crítica situación en la frontera oriental.

Uno de los comandantes de grupo de ejército de dicho frente, Ferdinand Schöerner, acababa de resolver un problema delicado, y estaba tratando de hablar con Hitler por teléfono. Había conseguido rehacer su destruido flanco norte, donde Zhukov había llegado hasta el Oder, cuando surgió otra complicación, esta vez en el flanco sur, donde el 17.° Ejército recibía los embates de las tropas de Konev.

Tras una apresurada visita al punto más delicado de las operaciones, Schöerner tuvo la convicción de que toda la unidad quedaría aniquilada si no se ordenaba una retirada inmediata. Sin embargo, una retirada significaba entregar a los rusos la importantísima industria de la Alta Silesia, que después de la del Ruhr era la última, industrial y carbonífera, que le quedaba al Reich. Hitler había ya enviado a Schöerner varios telegramas prohibiéndole que abandonase la región, fuesen cuales fueren las circunstancias. Pero la zona estaba destinada a perderse inexorablemente, por lo que Schöerner ordenó al comandante del 17.° Ejército que se retirase. Luego el mismo Schöerner dijo a su jefe de Estado Mayor, el generalleutnant (teniente general) Woldfdietrich von Xylander, que escuchase por un teléfono supletorio mientras él hablaba con Hitler.

– Führer -comenzó diciendo Schöerner, y al momento entró en materia-. Acabo de ordenar la evacuación de la zona industrial de la Alta Silesia.

Xylander, que estaba tomando nota de la conversación, esperaba una réplica iracunda y una revocación de la orden, pero desde Berlín no llegó respuesta alguna por la línea telefónica. -Esas tropas han estado luchando duramente en los últimos quince días, y ahora se encuentran exhaustas -prosiguió diciendo Schöerner-. Si no les damos un respiro, perderemos por completo el 17.° Ejército, y el camino de Baviera quedará desguarnecido totalmente. Retrocederemos hasta el Oder y allí nos detendremos.

Continuó el silencio durante unos momentos, y al fin una voz cansada dijo:

– Está bien, Schöerner; si considera que esto es lo que debe hacerse, hágalo.

En el campamento de Sagan algunos de los prisioneros estaban leyendo una octavilla en la que se les exhortaba a luchar contra los bolcheviques:

«¡SOLDADOS DE LA COMMONWEALTH BRITÁNICA! ¡SOLDADOS DE ESTADOS UNIDOS DE NORTEAMÉRICA!

La gran ofensiva bolchevique acaba de trasponer las fronteras de Alemania. Los hombres del Kremlin consideran que ha quedado abierta la conquista del mundo Occidental. Esta va a ser indudablemente la batalla decisiva para nosotros. Pero también lo será para Inglaterra, para Estados Unidos y para la supervivencia de la civilización de Occidente… Por consiguiente, nos dirigimos a vosotros como un hombre blanco puede hacerlo a otro hombre blanco… ESTAMOS SEGUROS DE QUE MUCHOS DE VOSOTROS COMPRENDÉIS LAS CONSECUENCIAS QUE ACARREARÁ LA DESTRUCCIÓN DE EUROPA -NO SÓLO DE ALEMANIA, SINO DE EUROPA- PARA VUESTRO PROPIO PAÍS…

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