John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los Últimos Cien Días: краткое содержание, описание и аннотация

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Hacía tanto frío que cuando al teniente coronel James Lockett se le cayó la bufanda que cubría sus orejas, la piel expuesta al aire helado durante sólo unos momentos, quedó como si hubiese sufrido una quemadura. A última hora de la tarde los prisioneros fueron enviados a una granja donde los alojaron en pocilgas y húmedos graneros. Ciento dieciocho se hallaban demasiado enfermos para seguir andando y los metieron en un tren de carga. Los restantes hicieron pequeñas fogatas y pusieron a secar sus zapatos y calcetines. Por asombroso que parezca, todos se sentían animados y estaban decididos a marchar hasta su meta, cualquiera que fuese.

Después de una mezquina comida, compuesta únicamente por una sopa de patatas y de cebada, los hombres se echaron a dormir, pensando no en mujeres, sino en comida. Algunos recordaron una poesía escrita por un antiguo redactor de publicidad, el teniente Larry Phelan, el cual la había dedicado a su mujer, «La muchacha más encantadora del mundo, a la que no gustará mi poema».

«Sueño como sólo un cautivo puede soñar,

Con la vida, como era en días pasados;

con huevos revueltos, y tortitas llenas de crema,

y sopa de cebollas, y langosta "Thermidor".

Con ternera asada, y chuletas, y bistecs jugosos,

y pechuga de pavo, o ala, o zanca dorada.

Días de salchichas, de pasteles de alforfón,

de pollo asado, o en pepitoria, o a la cacerola.

Me recreo con el recuerdo de buñuelos y pasteles,

de pan de maíz caliente, de tarta de manzana,

de espárragos con crema, y a la holandesa.

Suspiro por el bizcocho horneado,

por las ostras, rezumando salsa de mantequilla.

Y a veces, vida mía, por ti también suspiro.»

Centenares de miles de alemanes que huían de sus granjas en Polonia, seguían el mismo camino en convoyes de carromatos. Los niños, los ancianos y los enfermos, iban a caballo, o en los carros, mientras que los más fuertes avanzaban penosamente, cubriéndose la cabeza con sacos de patatas provistos de agujeros para los ojos, a fin de preservarse del frío. Se veían los vehículos de tracción animal más variados, desde carretones hasta cochecillos tirados por perros. Todo lo que podía desplazarse se había aprovechado. Sólo unos pocos vehículos eran cubiertos, y los viajeros se amontonaban en su interior, sobre el heno húmedo, en un vano intento de luchar contra el cortante viento y los remolinos de nieve.

La caravana avanzaba muy lentamente, cruzando eminencias y depresiones en una línea continua, mientras hostigaban a los animales, por lo general, los jóvenes trabajadores forzados de las granjas. Estos eran franceses, polacos y ucranianos, tan ansiosos de huir de los rusos como podían estarlo sus amos, los alemanes. Por otra parte, a muchos los habían tratado tan bien, que estaban deseando llevar a sus «familias» a lugar seguro.

Pero estos refugiados eran afortunados en comparación con los que trataban de huir de Prusia Oriental, a cuatrocientos kilómetros al Este. Su gauleiter (jefe regional del Partido), Erich Koch, había declarado que Prusia Oriental jamás caería en manos de los rusos, y prohibió que la gente huyese al Oeste. Pero en cuanto Chernyakhovsky irrumpió a través de la frontera, unos pocos funcionarios locales, haciendo gala de valor, desafiaron abiertamente las órdenes de Koch y mandaron a la gente que huyese. Lo habían hecho sin preparativo alguno, y en esos momentos avanzaban con la nieve hasta las rodillas, mal calzados y alimentados, con la única esperanza de marchar por delante del implacable avance de las tropas rojas.

Uno de esos grupos empezaba a entrar en el pueblo de Nemmerdsdorf, cuando aparecieron de improviso los tanques rusos, derribando todo a su paso. Numerosos carromatos quedaron destrozados, con el equipaje disperso y sus ocupantes aplastados. Los carros de combate avanzaban implacablemente, y pocos minutos más tarde se presentaron los camiones militares, de los que descendieron los soldados rusos, que comenzaron a realizar toda clase de desmanes. En el restaurante «El jarro blanco», cuatro mujeres fueron violadas varias veces, luego las arrojaron desnudas al exterior y las clavaron por las manos a un carromato. No muy lejos, en «El jarro rojo», otra mujer fue clavada desnuda contra un granero. Cuando los rusos se marcharon, dejaron detrás setenta y dos muertos.

A unos pocos kilómetros más hacia el Oeste, los rusos irrumpieron también en el pueblo de Weitzdorf, donde una muchacha, Lotte Keuch, contempló horrorizada cómo fusilaban a su suegro y a otros seis vecinos. Luego los rusos reunieron a una docena de trabajadores forzados franceses y les quitaron los anillos… cortándoles los dedos, tras lo cual los alinearon y los mataron a tiros. Luego empezaron las violaciones. [2]

Escenas semejantes se reproducían aquel día en miles de pueblos, por todo el este alemán, conforme iban llegando las tropas de los cuatro frentes del Ejército Rojo, cuyos soldados robaban, violaban y mataban, sin el menor reparo. El motivo principal de esta conducta salvaje era la represalia a más de cuatro años de implacable y sistemática brutalidad nazi. La ignominia había alcanzado su punto culminante, posiblemente, en el campo de concentración de Auschwitz, situado en el extremo sudoeste de Polonia, a donde acababa de llegar una de las unidades del mariscal Konev. A primera vista, el campo de concentración parecía tener un aspecto inocente, incluso atractivo, con sus pulcras hileras de edificios de ladrillo, separados por calles en las que crecían arbolillos, y un gran letrero sobre la puerta de cada barracón, que decía: EL TRABAJO PROPORCIONA LIBERTAD. Colmada en un tiempo su capacidad, con más de 200.000 prisioneros, sólo quedaban 5.000 cuando las tropas soviéticas llegaron, y los internados se hallaban en tal estado de debilidad que apenas si pudieron vitorear a sus salvadores. Los demás supervivientes habían sido enviados, a pie o en vehículos, a otros campos del Oeste, a fin de impedir su liberación. Durante la semana anterior, los guardias de las SS habían estado quemando montañas de ropas, zapatos y de pelo cortado, con el fin de ocultar los rastros de las exterminaciones en masa. En el verano de 1941, Himmler había dicho al comandante de Auschwitz, Rudolf Hess: «El Führer ha ordenado que la cuestión judía quede resuelta de una vez, y nosotros vamos a cumplir esa orden.» El principal campamento de muerte iba a ser Auschwitz, ya que estaba bastante apartado, y a pesar de ello tenía buenas comunicaciones por carretera y ferrocarril.

Hess era un miembro tan concienzudo de las SS, que supervisó personalmente todas las ejecuciones que pudo en los tres extensos campamentos y treinta y nueve subcampamentos que componían el complejo de cuarenta kilómetros cuadrados de área de Auschwitz. Hess quería dar ejemplo a sus hombres «evitando la crítica que entrañaba el ordenar a otros lo que uno no hubiera querido hacer», y por consiguiente estuvo en todas partes, oportuno y eficaz, desde el mismo momento en que llegó un tren cargado de judíos, hasta que se incineraron los cadáveres. Unos dos mil seres, entre hombres, mujeres y niños, fueron apartados a su llegada, y después de decirles que iban a recibir una ducha, los condujeron desnudos en rebaño hasta la cámara de gas. Los que adivinaron la verdad y quisieron retroceder, fueron apaleados y azuzados por los perros.

Los esfuerzos para borrar todo rastro de los crímenes prosiguieron hasta la mañana del 27 de enero, con la descarga completa de las cámaras de gas, pero esto no pudo ocultar la terrible prueba de lo que allí había ocurrido durante los cuatro años anteriores. A pesar de las precauciones tomadas, el Ejército Rojo halló varias toneladas de zapatos, gafas y miembros artificiales, y las fosas comunes de centenares de miles de seres humanos. [3]

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