Los integrantes del Grupo Central llegaron a la ciudad de Halbav a las tres de la tarde. Era imposible que siguieran adelante sin tomarse algún descanso, por lo que, mientras los prisioneros estaban expuestos al aire helado, un sargento alemán fue en busca de alojamiento. Por fin, un sacerdote consiguió colocarlos en una iglesia luterana donde cabían quinientos fieles, y los que no entraron allí fueron a descansar al depósito de cadáveres y a una escuela.
Mil quinientos hombres se apiñaron en la iglesia, hasta que cada centímetro de la misma estuvo ocupada, desde los retretes del sótano hasta la buhardilla. Los prisioneros estaban tan apelotonados en los bancos, que no podían hacer un solo movimiento. Otros durmieron bajo los bancos, en el suelo. No tardó la iglesia en quedar desagradablemente caldeada con el calor corporal de tantos hombres hacinados. Se inició entonces un constante desfile hacia los servicios, que se acentuó al llegar la noche. Pero el avance se hacía tan dificultoso a través de los cuerpos tendidos, que muchos de los enfermos vomitaban encima de sus compañeros que dormían, antes de poder llegar a los retretes. Los enfermos de disentería empujaban desesperadamente para llegar hasta los servicios, y a las pocas horas el hedor era insoportable, al tiempo que la lucha entre los que querían salir y los que deseaban dormir se aproximaba a lo frenético. De pronto alguien gritó:
– ¡Atención!
Era el coronel Spivey, que se hallaba de pie, en ropa interior, junto al púlpito. A su lado se hallaba Daniel, el joven pastor protestante.
– Al próximo hombre que vea peleando -anunció Spivey, cuando el tumulto se hubo acallado le haré quedar de pie afuera, sobre la nieve, durante toda la noche. Las incomodidades que pasamos ahora, incluso el que nos vomiten encima, no es lo peor que puede sucedernos. En este momento nos hallamos a cubierto, pero hace tres horas estábamos en la carretera, helándonos de frío.
Luego pidió a los prisioneros que ayudasen a sus compañeros enfermos, y que tuviesen paciencia.
– Si no pueden dormir, quédense sentados y piensen en sus hogares. Y si no son capaces de decir algo agradable, más vale que mantengan la boca cerrada. Buenas noches.
El joven sacerdote avanzó luego y dijo con tono conciliador:
– ¿No se han parado a pensar que tal vez Dios esté probando la fe de ustedes?
Luego empezó a orar, pidiendo protección para los enfermos y los más débiles.
– Dadnos la fuerza necesaria para sobrevivir -dijo- y para seguir adelante siempre, hasta que logremos nuestra liberación. Amén.
Los hombres parecieron serenarse, y la mayor parte de ellos no tardaron en quedarse dormidos.
Justamente por el camino principal que seguía Zhukov en su marcha hacia Berlín, avanzaba otro grupo de prisioneros aliados. Habían salido del campamento de Schokken, Polonia, ocho días antes, y se encontraban ya cerca del pueblo de Wugarten, a treinta kilómetros al oeste de la frontera alemana. Era un grupo heterogéneo, integrado por 79 norteamericanos y 200 italianos, entre los que se contaban 30 generales de avanzada edad, que fueron encarcelados tras la capitulación del rey Humberto. El jefe de los prisioneros era el coronel Hurley Fuller, comandante de un regimiento de la División 28. Cuando le capturaron en Bulge, uno de sus sargentos manifestó:
– Los nazis van a lamentar haber apresado a Hurley.
Este justificó las palabras del sargento desde el principio.
Ya en el día inicial de la marcha, Fuller ordenó repentinamente hacer un alto en el camino, lo mismo que si aún estuviese mandando su regimiento. A continuación se tendió sobre la nieve, a un lado de la carretera. Los atónitos guardias no tardaron en comprender, lo mismo que lo habían comprendido anteriormente los superiores de Fuller, que aquel tejano de cuarenta y nueve años era un hombre testarudo, y como hiciera caso omiso de sus amenazas, terminaron por encargarle de la caravana. En el curso de la última semana, Fuller había estado retrasando todo lo posible el avance hacia el Oeste, ya que quería ser liberado por los rusos. Por consiguiente, los prisioneros sólo habían llegado a Wugarten cuando debían haber cruzado ya el río Oder.
El intérprete de los alemanes, teniente Paul Hegel, buscó refugio para los prisioneros en una escuela y les llevó alimentos. Había pasado cerca de cinco años en Nueva York, preparándose para un cargo en una institución bancaria, por lo que casi podía decirse que era partidario de los norteamericanos.
– Ayúdenos -le dijo Fuller-, y conseguiremos que vuelva a Estados Unidos.
Aquella noche Hegel oyó un mensaje de Goebbels, por la radio, con el que pretendía tranquilizar a los alemanes. Afirmaba que la situación en el Este era delicada, pero que no había motivos para sentir pánico. Las armas secretas del Führer no tardarían en estar preparadas, y resultaría fácil hacer retroceder a los rusos. Pero en cuanto Hegel apagó el receptor, se percibió con claridad el estruendo de la artillería.
Al día siguiente, 29 de enero, por la mañana temprano, el hauptmann (capitán) Matz, jefe de los guardias, oyó no muy lejos el crepitar de las ametralladoras, y decidió que la única forma de librarse de los rusos era dejar atrás a los prisioneros. Por consiguiente se trasladó a la escuela, despertó a Hegel cuando eran las siete de la mañana, y le hizo escribir una nota, que entregó a Fuller: La nota decía: «Estos oficiales norteamericanos deben quedar atrás debido a la lentitud con que marchan, y al avance de los tanques pesados rusos.»
– Cuando los rusos se apoderen de nosotros, bastardo, voy a conseguir un fusil y correré detrás tuyo para matarte -gruñó Fuller, como si estuviese encolerizado, aun cuando se sentía satisfecho por librarse al fin de Matz. Pero lo que necesitaba era un intérprete. Por lo tanto, Fuller fue a donde Hegel se estaba vistiendo apresuradamente y, quitándose la pistola «Walther», le dijo:
– Usted se queda con nosotros.
Luego le hizo vestir un uniforme de oficial de Estados Unidos, incluyendo ropa interior y calcetines, y le entregó una chapa de identificación.
– Desde ahora es usted norteamericano, teniente George Muhlbauer.
Muhlbauer había huido no hacía mucho del grupo de Fuller.
– No se inquiete -le dijo al asombrado Hegel-. Se ha portado usted bien con nosotros, y yo le sacaré de este atolladero.
El coronel Fuller reunió a los norteamericanos y les dijo que permaneciesen en la escuela, al tiempo que les recordaba el castigo que recibirían si se entregaban al pillaje. La noticia de la marcha de Matz se divulgó rápidamente y a los pocos minutos el alcalde de Wugarten se presentó, y se le hizo responsable de los alimentos y suministros del pueblo. Luego llegaron dos soldados polacos que ofrecieron los servicios de 185 de sus compatriotas. Fuller los aceptó, y lo mismo hizo con diecisiete prisioneros franceses, entre los que había uno que hablaba ruso. Estableció a continuación un puesto de mando en la casa del alcalde y ordenó que todas las armas del pueblo fueran entregadas. Una vez armado, el coronel se preparó a defender Wugarten de todo aquel que se presentase, fuese alemán o ruso.
Tres de los hombres del grupo de Fuller ya estaban luchando contra los alemanes. El teniente coronel Doyle Yardley y otros dos norteamericanos habían huido del grupo una semana antes. Cuando fueron alcanzados por una unidad de tanques del Ejército Rojo, el comandante golpeó en la espalda a Yardley y exclamó:
– Amerikansky , Roosevelt, Churchill, Stalin, «Studebaker», «Chevrolet», ¡muy bueno!
Luego dio vodka a los norteamericanos, así como mantas y alimentos, e insistió en que se uniesen a su batallón para luchar contra los alemanes, como buenos aliados.
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