John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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Capítulo segundo. Cinco minutos antes de la medianoche

1

Eran casi las cinco de la mañana del 30 de enero, cuando un gran «Skymaster» -transporte C-54 de Estados Unidos- tomó tierra en la isla de Malta. En el aparato viajaban Winston Churchill y otros personajes ingleses que llegaban para asistir al «Cricket», nombre clave de una conferencia de cuatro días de duración con los militares y los jefes políticos norteamericanos, que se realizaba previamente a la entrevista de los Tres Grandes, en el balneario de Yalta.

El gobernador de Malta, así como el comandante en jefe del Mediterráneo y muchos otros importantes funcionarios militares y civiles, se hallaban reunidos en el aeropuerto cuando el ayudante personal de Churchill, comandante C. R. Thomson, se asomó a la puerta del avión. Llevaba puesto el pijama, y una chaqueta sobre el mismo. Ante su asombro y desconcierto, se vio bañado en el resplandor de los reflectores. Pero aún se desconcertó más cuando supo que el gobernador de Malta había estado esperando una hora al frío, ya que el telegrama anunciaba la hora de llegada de Churchill según el T. M. de Greenwich.

También se hallaba despierto en aquellos momentos el general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos. Una hora antes, un diligente sargento británico le había entregado un sobre con la inscripción «Muy urgente». Se trataba de una invitación impresa, para la cena del día siguiente en la residencia del gobernador, solicitándose una respuesta inmediata.

A las diez, Marshall y otros miembros del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos se reunían en «Montgomery House», residencia de La Valetta, capital de Malta, para decidir la postura que debía adoptarse en la primera reunión formal de «Cricket». Después de algunas bromas acerca de las intempestivas invitaciones nocturnas, y sobre la gélida temperatura que reinaba en las habitaciones, comenzó a considerarse el aspecto militar más importante que debería tratarse en «Cricket»: la estrategia final a adoptar en el Frente Occidental.

Entre británicos y americanos habían surgido graves diferencias, acerca de la forma de realizar la ocupación de Alemania, ya desde el mismo momento de la invasión de Normandía. Desde su cuartel general de Francia, el mariscal de campo Bernard Montgomery, comandante del 21.° Grupo de Ejército, se mostraba inclinado a realizar un solo ataque por el norte de Alemania, a través del Ruhr, y bajo su propia dirección. Afirmó que lo único que necesitaba, además de sus tropas, era el Primer Ejército norteamericano. Pero los comandantes norteamericanos se mostraban igualmente insistentes en que el ataque debía hacerse simultáneamente desde su propia zona, bastante hacia el Sur, contra Francfort del Main. Con las tropas germanas retirándose desordenadamente, tanto el mando de Estados Unidos como el británico, consideraban justificadamente que podían lograr una victoria total hacia fines de 1944, siempre que se les diera carta blanca. Pero el comandante supremo, general Eisenhower, era más bien un estadista militar que un jefe de operaciones, y halló una solución equitativa: permitió que Montgomery llevase a cabo la ofensiva principal desde el Norte, con preferencia en los suministros, pero dejó también que el teniente general George S. Patton siguiese atacando desde el Sur, con el Tercer Ejército de Estados Unidos, aunque en menor escala. Como resultado de ello, los Aliados avanzaron hacia el Este en un amplio frente, y llegaron a la frontera alemana en septiembre, para quedar detenidos por falta de suministros. Muy poco fue lo que ocurrió en aquel frente durante los tres meses siguientes, permitiendo a los alemanes reorganizar sus ejércitos, que habían sido duramente castigados en Francia, creando una fuerte línea defensiva desde Holanda hasta Suiza. La calma permitió a Hitler, incluso, lanzar una ofensiva realmente inesperada: la batalla del Bulge. Sorprendiendo a los norteamericanos en situación débil, los alemanes avanzaron arrolladoramente hacia el río Mosa, y aunque los soldados de Hitler fueron después rechazados hasta las fronteras germanas, el prestigio militar americano y la moral de las tropas quedaron seriamente dañados. La discusión originada por la petición de Montgomery de llevar a cabo una sola ofensiva en Alemania, se vio agravada durante la batalla del Bulge, cuando Eisenhower decidió transferir repentinamente el sector norte de las Ardenas al mariscal inglés. Bradley quedó desconcertado al verse sin la mitad de sus tropas, justamente cuando creía tener dominada la situación. Luego montó en cólera cuando Montgomery, una vez ganada la batalla, explicó a los corresponsales de los periódicos la forma en que había «solucionado el embrollo». Bradley consideró que Montgomery había exagerado el papel que le cupo en la victoria, «aprovechando nuestro descalabro en las Ardenas».

Perfectamente al corriente de esta desagradable situación, Eisenhower había elaborado su plan final para invadir Alemania. Su proyecto era similar al del otoño anterior, y consistía en presionar sobre la frontera alemana desde Holanda a Suiza. En el extremo de la línea se hallaba el 21.° Grupo de Ejército de Montgomery, que comprendía tres ejércitos: el Primero canadiense, el Segundo británico y el Noveno americano. A continuación se hallaba el 12.° Grupo de Ejército de Bradley, integrado por los ejércitos Primero y Tercero de Estados Unidos. En el Sur, por fin, estaba el general Jacob L. Devers con el 6.° Grupo de Ejército compuesto por los ejércitos Primero y Séptimo franceses. Los jefes de Estado Mayor norteamericanos se reunieron para conocer los planes estratégicos del comandante supremo, que fueron expuestos por el jefe de Estado Mayor de Eisenhower, teniente general Walter Bedell Smith, al que apodaban «Descarado». Montgomery conduciría su 21.° Grupo de Ejército en el ataque final a través de la cuenca del Rhur, y Bradley llevaría a cabo el segundo ataque en importancia contra la zona de Francfort. Smith manifestó que la oportunidad en las operaciones era el factor más importante, y que los Aliados deberían avanzar con ímpetu hacia el Este, en tanto los alemanes recibían un duro castigo en el frente opuesto, por parte del Ejército Rojo.

A mediodía, los jefes británicos de Estado Mayor se reunieron con sus colegas norteamericanos. Entre todos constituían la Jefatura del Estado Mayor Conjunto, y tenían la responsabilidad de la marcha de la guerra en el Oeste. El mariscal de campo Alan Brooke, con prerrogativas similares a las del general Marshall, asumió la presidencia. De afable apariencia, reservó sus ingeniosos sarcasmos para el Diario que llevaba fielmente. Tenía la seguridad de conocer la forma de ganar la guerra mucho mejor que Eisenhower, pero procuró ocultar su parecer al comandante supremo. Para los amigos íntimos, no era ningún secreto que Brooke consideraba a Eisenhower como una persona que se dejaba influir por la opinión del último con quien hablaba. Brooke también tenía sus reparos acerca de Marshall, y se habría sentido mucho más satisfecho si Mac Arthur -a su modo de ver el general más competente de la contienda- hubiese sido el jefe de Estado Mayor norteamericano.

Brooke escuchó cortésmente mientras Smith bosquejaba el plan de Eisenhower, aunque sin dejar de pensar que el llamado ataque secundario de Bradley amenazaba con convertirse en algo casi tan importante como el de Montgomery. Por fin, hizo notar que los ingleses consideraban que no existían fuerzas suficientes como para llevar a cabo dos operaciones de gran envergadura, por lo que sería necesario decidirse por una sola. Y de las dos, la de Montgomery en el Norte parecía ser la más prometedora.

Con irascibilidad que se veía agravada por su úlcera estomacal, Smith contestó que Eisenhower pensaba proporcionar a Montgomery todas las unidades que logísticamente pudiera mandar, o sea, treinta y seis divisiones, con diez más de reserva, y añadió que «el ataque del Sur no pretende competir con el del Norte». Esto hizo suscitar mayores recelos en Brooke, quien declaró que le parecía bien la explicación, pero que seguía creyendo que el ataque de Bradley podría exigir el empleo de numerosas fuerzas, debilitando la ofensiva de Montgomery. Marshall comenzaba a impacientarse, y dominando su irritación declaró -como lo habían hecho antes que él muchos otros generales americanos-que no era conveniente confiar en una línea única de ataque contra Berlín. Se hacía indispensable contar con otro recurso al que echar mano si no le salían bien las cosas a Montgomery.

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