John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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En el Báltico reinaba un fuerte oleaje, y la mayoría de las mujeres y los niños se marearon fuertemente. Como estaba prohibido asomarse por la borda, el hedor no tardó en hacerse insoportable. Los enfermos fueron llevados a la parte central del buque, donde el balanceo era menos perceptible. Uschdraweit halló una tumbona y se tendió en ella, pues en los últimos días apenas sí había dormido. Mientras se disponía a descabezar un sueño se preguntó si volvería a ver a su mujer alguna vez. También pensó que aún en el caso de llegar a salvo a Alemania, tal vez le castigasen por haber desobedecido las órdenes del gauleiter Koch.

Cuando se hallaba a veinticinco millas de la costa de Pomerania, el buque puso proa al Oeste. Cierto número de luces seguían aún encendidas en la nave, que recortaba su silueta contra las oscuras aguas del Báltico. A las 21,10 Uschdraweit fue despertado por una sorda explosión. Aún estaba tratando de recordar en qué lugar se hallaba, cuando oyó la segunda detonación. Su chófer, Fabian, salió corriendo sin hacer caso de los gritos de Uschdraweit. Se produjo una tercera explosión y se extinguieron las luces, que deberían haberse apagado horas antes. Por el lado de babor acechaba un submarino ruso, esperando para disparar el cuarto torpedo, si se hacía necesario, o para hundir a otro buque que acudiese en ayuda del «Wilhelm Gustloff».

Uschdraweit creyó que habían sido bombardeados, hasta que notó que el buque escoraba a babor. Entonces comprendió que las explosiones habían sido causadas por torpedos. Tanteando, avanzó a través de un pasillo en tinieblas, y al fin pudo encontrar su equipaje. Sacó del mismo una chaqueta forrada de piel, un gorro de esquiar, una pistola y una caja de mapas que contenía documentos oficiales. Abrió una ventana y saltó a la cubierta de paseo, que se hallaba más abajo. Allí no estaba tan oscuro, y encontró una puerta que comunicaba con la proa. Corrió hacia ella y en el camino se cruzó con un grupo que se dirigía lleno de pánico hacia el puente, sin chalecos salvavidas. En las puertas, los hombres se abrieron paso a la fuerza entre los aterrados grupos de mujeres y niños. Los oficiales del buque trataron de evitar el pánico. Algunos extrajeron sus pistolas e hicieron ademán de disparar, pero no se sintieron capaces de ello y la turba los echó a un lado.

El buque tenía ya una inclinación de 25 grados a babor. En la sala de máquinas, los hombres se hallaban aún en sus puestos, mientras otros tripulantes cerraban los accesos de los compartimientos inundados y hacían funcionar las bombas. En las cubiertas, los marineros trataban de echar al agua las lanchas salvavidas del costado de babor, pero los pescantes estaban helados por completo y no respondían a la maniobra. A pesar de ello, los frenéticos viajeros apartaban a los marineros y se introducían en los botes.

En la proa, Uschdraweit observó que se lanzaban al aire cohetes rojos -señal de socorro- y confió en que otros buques acudiesen en ayuda de la nave torpedeada. Junto a él se desarrollaban escenas estremecedoras. Centenares de pasajeros, gritando histéricamente, corrían hacia la popa, que adquiría por momentos mayor altura. Un pescante de acero cayó junto a él, y lo pudo evitar a duras penas, saltando de costado. El «Wilhelm Gustloff» se inclinaba cada vez más, y Uschdraweit comenzó a oír gritos de angustia. Al volverse, observó que una mujer, con su niño de la mano, caían desde un bote al agua.

Alguien cogió por un brazo a Uschdraweit. Era una mujer con la que había hablado durante la larga espera en el muelle. La mujer tenía un niño en brazos y dos asidos a su falda.

– ¡Socórrame, por favor! -exclamó-. Usted es hombre, y tiene que conocer alguna solución.

A Uschdraweit no se le ocurría nada. Todos los botes se habían marchado. Luego recordó las balsas neumáticas, y dijo a la mujer:

– Quédense conmigo. Trataré de salvarla a usted y los niños en una balsa.

– ¡Está usted loco! Mis hijos no soportarán el agua helada -replicó la mujer, con acento indignado-. Ustedes, los hombres, sólo saben dar vueltas sin hacer nada.

Con la mirada llena de pánico, la mujer empujó a sus hijos por un pasillo y se dirigió hacia el puente de proa.

La reacción de la mujer sacó de quicio a Uschdraweit. Miró hacia las olas. Reinaba una temperatura rigurosa, por debajo de los cero grados. Oyó varios disparos de pistola, por encima de los alaridos, y las heladas olas salpicaron su rostro. Un temor irracional se adueñó de él. No quería morir; no quería dejar sola a su mujer en un mundo semejante. Al fin pudo dominarse. «Muere dignamente», pensó. Recordaba que un oficial del buque le había ordenado que no fumase a bordo. El, bromeando, le contestó: «Supongo que podré fumar, si el barco se hunde.» Decidió entonces fumar un cigarrillo antes de que llegara la muerte. Después de unas chupadas, tiró el cigarrillo por la borda. Encendió otro, y volvió a arrojarlo nerviosamente. Por fin, pudo fumar el tercer cigarrillo hasta el final.

– ¿Cómo puede usted fumar en un momento como éste?-oyó que alguien le decía en tono de reproche. Era un alto oficial de la OT (Organización Todt), que lucía la Cruz de Hierro.

– Tome usted un cigarrillo. De todos modos, esto habrá concluido dentro de poco.

El hombre miró a Uschdraweit como si éste hubiera perdido el juicio; dijo algo más y luego se marchó. Un marinero que se hallaba junto a la borda se quitó el uniforme y se lanzó al agua. Una alta silueta se acercó penosamente a Uschdraweit, en la semioscuridad. Era uno de los cadetes submarinistas, que tenía pálido el rostro y los ojos muy abiertos. Señaló a su muslo, donde se advertía el hueso saliendo por una rotura de su pantalón de fajina, entre la sangre que se deslizaba al suelo, manchando la cubierta helada.

– ¿Qué te ha sucedido, muchacho?-inquirió Uschdraweit.

– Me encontraba abajo… y me hirió un trozo de metralla. Ya no tengo salvación. Bajo cubierta… se han ahogado por millares, como ratas… y pronto me ocurrirá a mí lo mismo.

El muchacho se volvió y se alejó lentamente.

Tres buques acudían al rescate: dos destructores de 600 toneladas, el «T-36» y el «Löwe», y una barcaza. Poco antes de las diez de la noche, el capitán Hering, del «T-36», avistó el buque siniestrado. Cuando acercaba su navío, observó que la barcaza se encontraba junto al «Wilhelm Gustloff», pero el oleaje era tan intenso que las dos embarcaciones comenzaron a chocar peligrosamente entre sí. La gente saltaba llena de pánico desde las cubiertas del buque a las de la barcaza. Algunos cayeron bien, pero otros lo hicieron entre ambos barcos y fueron aplastados por los cascos de los mismos. Hering comprendió que sería inútil tratar de acercarse, ya que el destructor podía sufrir una vía de agua en el costado. Lo único que podía hacer era permanecer en el lugar y recoger a los supervivientes. Ordenó parar las máquinas, a fin de que el sonar pudiese localizar más fácilmente a los submarinos enemigos, que según sus sospechas, deberían de estar acechando debajo, en espera de nuevas víctimas.

Sin darse cuenta de que los buques de salvamento estaban cerca, Uschdraweit se aferraba a la borda para no resbalar por la inclinada cubierta. La proa del «Wilhelm Gustloff» ya se hallaba casi por completo bajo el agua, cuando divisó a un teniente. Uschdraweit dijo:

– Todo ha concluido, ¿verdad?

El teniente se acercó. Era el oficial del buque que le había ordenado no fumar.

– Venga, vamos a salvarnos -dijo a Uschdraweit-. Vaya hacia popa y ayúdenos a lanzar al agua la balsa. Rápido, o será demasiado tarde.

Con el viento silbándole en los oídos, Uschdraweit se dirigió cautelosamente hacia la parte posterior del buque. El teniente y tres cadetes soltaron la balsa, que se deslizó, yendo a golpear a Uschdraweit en las espinillas. Helada como una roca, la balsa no le fracturó las piernas gracias a las pesadas botas que calzaba. El dolor fue intenso, pero Uschdraweit no le prestó mucha atención.

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