César Vidal - El último tren a Zurich

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Premio Jaén de narrativa infantil y juvenil
Otoño de 1937. Un adolescente llamado Eric Rominger, originario de una población rural, llega a Viena con la intención de cursar estudios de arte. De manera inesperada, en su primer día en la ciudad, descubre la violencia de los camisas pardas y conoce a Karl Lebendig, un poeta con el que trabará amistad. En los meses inmediatamente anteriores a la invasión de Austria por las tropas de Hitler, Eric descubrirá igualmente el amor de Rose y, sin proponérselo, despertará a una vida nueva y totalmete distina a todo lo que hubiera podido imaginar. Pero entonces el Fürer erntra como victorioso conquistador contra Viena.

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Un bullicio alegre cargado de tonos infantiles interrumpió las palabras de Rose. Acababan de llegar al Prater y ante ellos se extendía una inacabable suma de tenderetes, en los que comerciantes simpáticos y diligentes vendían café, helados y dulces. Criadas, madres y abuelas vigilaban a niños ansiosos de correr y gritar, a la vez que algunas parejas paseaban acompañadas de las oportunas carabinas, generalmente alguna mujer soltera o viuda de la familia.

Nada de aquello llamó la atención de Eric, porque sus ojos se habían clavado en un gigantesco aro de madera y metal que ocupaba buena parte de la línea del horizonte y que parecía tocar las nubes más elevadas. Ver aquella estructura y volver a sentir el malestar que le había acompañado durante los primeros momentos de aquella hermosa mañana fue todo uno.

Lo que se alzaba ante sus ojos era el Riesenrad, la famosa noria del Prater, en la que miles de vieneses y visitantes subían a lo largo del año, convencidos de que desde sus alturas podían disfrutar de un incomparable panorama de la ciudad. Al contemplarla, Eric pensó que Rose seguramente querría subir en ella, algo que le causaba auténtico pavor. No habría podido decir desde cuando sufría vértigo, pero de pequeño recordaba el desagradable temblor que se había apoderado de él cuando había ascendido a la modesta torre del campanario de la iglesia de su pueblo. Por supuesto, tras haber conseguido que la muchacha le acompañara aquella mañana, Eric estaba dispuesto a cualquier cosa, pero… pero meterse en aquel monstruo…

– A la gente le encanta subir en esa noria -dijo Rose con una sonrisa que al estudiante le pareció el preludio de una terrible prueba.

– Sí -contestó Eric, fingiendo que la perspectiva de dar vueltas en el Riesenrad le llenaba de alegría-. Es comprensible.

– A mí, sin embargo, nunca me ha gustado -comentó Rose-. No acabo de entender qué diversión encuentran en dar vueltas en ese trasto.

– Pues sí… -aceptó Eric, mientras sentía como la sangre le volvía al corazón-. Visto así, no cabe la menor duda de que se trata de una tontería. Una tontería grandísima.

– Me dijiste que tenías algo para mí -dijo inesperadamente Rose.

– Ah, sí, sí -recordó el estudiante, que apenas podía creer lo bien que se iban desarrollando las cosas-. Vamos a sentarnos en uno de esos cafés y te la doy.

Encontraron sitio en uno de los numerosos kioscos del Prater y pidieron algo de beber. El camarero les sirvió con rapidez, pero el tiempo que transcurrió hasta que trajo las tazas y volvió a desaparecer para ocuparse de otra mesa le resultó a Eric insoportablemente prolongado. Sin embargo, en esta vida todas las esperas tienen un final y así llegó el momento con el que había estado soñando toda la noche. Con manos temblorosas extrajo el papel doblado de su chaqueta y se lo tendió a Rose.

Habría deseado que la muchacha dejara entrever lo que sentía al leer aquellas líneas, pero lo único que pudo percibir fue cómo se movían sus pupilas siguiendo las palabras a lo largo del papel. Captó así que concluía la lectura y que luego, por dos veces más, la repetía, aunque sin despegar los labios.

– ¿La has escrito tú? -preguntó Rose, al tiempo que apartaba la vista del texto.

– Eh… sí, esta noche me pasé varias horas escribiéndola -respondió Eric, y dio gracias en su interior a Dios por no haber tenido que mentir y, a la vez, haber podido evitar decir la verdad.

– ¿Te llevó muchas horas? -preguntó Rose.

– No… no muchas -contestó el muchacho-. No necesité ni siquiera una hora para escribir ese papel.

– Es muy hermosa, Eric, realmente muy hermosa -exclamó Rose con los ojos empañados.

El estudiante no dijo nada pero en aquel momento hubiera deseado saltar, correr y gritar a todos los que estaban en el Prater la felicidad que lo embargaba.

– Creo… creo que debo pedirte perdón por algo -comentó Rose a la vez que bajaba la mirada.

Eric guardó silencio, mientras se preguntaba qué podía haber hecho la muchacha.

– Había pensado que eras… disculpa, un poco simple. Sí, ya veo que no es así, pero creía que no pasabas de ser un muchacho provinciano al que sólo le interesaba el dibujo y la pintura. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Eres muy sensible y… y muy tierno. Perdóname, Eric.

El estudiante fue incapaz de articular palabra. Aquella confesión le había dejado paralizado, tanto que ni siquiera se dio cuenta del terreno que estaba ganando en el corazón de Rose.

– Toda confesión debe ir seguida de una penitencia -dijo de repente la muchacha- y creo que es de justicia que me impongas una.

Las palabras de Rose sonaron en los oídos de Eric como el anuncio maravilloso de un inesperado y extraordinario don. En sus manos colocaba una posibilidad que nunca hubiera podido imaginar. En su mente se agolparon las ideas. Pensó primero en prohibirle que volviera a ver a Sepp, pero desechó enseguida esa idea al recordar el consejo de Lebendig. Luego se le ocurrió pedirle que le acompañara todos los sábados que restaban hasta fin de curso, pero se dijo que quizá la muchacha lo interpretaría como un deseo intolerable. Quizá… quizá… ¡sí, sí, eso!

– Querría… querría dibujarte -dijo al fin Eric, a la vez que calculaba cómo podría alargar la ejecución de la obra para que Rose permaneciera a su lado al menos hasta la llegada del verano.

– Ah… -musitó Rose con desilusión apenas disimulada.

– Te haré el retrato mejor que hayas visto nunca -dijo Eric.

Rose sonrió al escuchar aquellas palabras y entonces hizo algo que nunca hubiera podido imaginar su nervioso acompañante. Se levantó del asiento en que se encontraba, se acercó a Eric e, inclinando la cabeza, le besó en los labios.

XI

El amor correspondido cambió totalmente la existencia de Eric. Hasta entonces su estancia en Viena había sido la de un muchacho de provincias al que la gran ciudad asustaba y que prefería, en parte, por timidez y, en parte, por predisposición a la soledad, mantenerse aislado en su habitación, dibujando durante horas. En buena medida, era lógico que así fuera porque, tras haber perdido a sus padres a los pocos años de nacer, no había conocido nada que se pareciera a aquel amor. Oh, por supuesto, su tía Gretel lo quería y había cuidado de él, pero solitaria, soltera y sin hijos, siempre había mantenido una enorme distancia hacia su sobrino. De hecho, en todos los años que habían pasado juntos, los besos que le había dado podían contarse en escasas docenas, y tampoco había sabido entregarle los abrazos y caricias que el muchacho, sin saberlo, ansiaba. El resultado había sido un niño bueno, obediente, repleto de talento, pero que se sentía mucho más seguro -y a gusto- en solitario que acompañado.

Rose alteró completamente aquella forma de vida y, al igual que la luz que penetra en una habitación cerrada, le proporciona una vida que sería difícil de sospechar, su cercanía infundió en el muchacho un disfrute inesperado de la existencia.

Dibujaba y dibujaba más que nunca, pero ahora aquellas imágenes trazadas sobre el papel eran objeto de discusiones continuas -y no pocas veces acaloradas- con la muchacha de la que se había enamorado. También ella amaba la pintura y el dibujo, también ella se preocupaba por acertar con los materiales más adecuados para plasmar el mundo sobre el papel y también ella buscaba la perfección artística, incluso en los primeros bocetos. Pero Rose, a diferencia de Eric, conocía formas de la belleza que superaban con mucho aquel arte. Le apasionaba la música, amaba la naturaleza y examinaba con un interés inusitado los edificios porque, como en cierta ocasión confesó a Eric, en realidad, su deseo era dedicarse a la arquitectura.

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