César Vidal - La noche de la tempestad

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1616, William Shakespeare, el autor más importante de Inglaterra, acaba de fallecer?
En apariencia, todo resulta normal cuando sus familiares y amigos son citados para la lectura de la última voluntad del escritor. Sin embargo, las disposiciones contenidas en el testamento desafían toda lógica. ¿Qué ha impulsado a Shakespeare a dejar a su esposa tan solo su?segunda mejor cama? ¿Por qué una de sus hijas recibe solamente un tazón? ¿Qué le ha movido, por el contrario, a nombrar a otra de ellas heredera de todos sus bienes? ¿Qué lógica- si es que la hay- se oculta tras ese absurdo testamento? Partiendo de este punto de arranque rigurosamente histórico, la noche de la tempestad nos lleva, a través de unas horas de literatura y magia, a recorrer la vida de Shakespeare descubriendo una clave oculta para la lectura de sus obras y para la comprensión de un testamento que constituía la consumación de su existencia.
Construida a partir de un profundo conocimiento de la época y los textos de Shakespeare, la noche de la tempestad,es una novela enigmática y subyugante que, de manera sutil y misteriosa, nos permite sumergirnos en las pasiones eternas del ser humano, de la amor a los celos, de la venganza a la ira, del rencor a la codicia, abriéndonos así la puerta al amor ya alo sobrenatural, como realidades extraordinariamente cercanas a nosotros. Un nuevo relato garantizado por la atrayente maestría narrativa de César Vidal.

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– Su rostro adquirió un tono verdoso, eso es verdad, pero se esforzó como el magnífico actor que era porque nadie se percatara de lo que se removía en su interior. Incluso bebió con todos nosotros un par de pintas y rió los chistes malos de algún compañero borracho y rechazó, como hacía siempre, los intentos de alguna desgraciada que pretendía calentarle las sábanas esa noche. En todo se comportó de la misma manera que hacía las cosas, todas las cosas. Con elegancia, con serenidad, con sosiego, como si en vez de un hombre humilde nacido en un pueblo pequeño, hubiera venido al mundo en la elegante alcoba de un señor. Y así pasamos de una amarga noche de éxito a la mañana cargada de resaca, la mañana en que Will supo que Hamnet, vuestro hermano Hamnet, estaba muy enfermo.

XV

La vida terrenal más adversa y terrible que puedan ocasionar a la naturaleza la edad, el dolor, la escasez y la prisión es un paraíso si se compara con lo que tememos de la muerte.

Medida por medida, III, 1

– Llegó el mensajero, mojado y aterido, cuando aún nos faltaban horas para despejarnos. Era un pobre hombre, un campesino avejentado por el esfuerzo continuado de intentar arrancar algún fruto a una tierra ingrata. Nada más verle pensé que alguno de los pedruscos que había extraído de la gleba se le había metido bajo la piel y pasado a constituir una parte de su rostro basto y enrojecido. Descabalgó y preguntó por vuestro padre. Will se hallaba escribiendo, pero, al ver cómo entraba aquel inesperado visitante, se levantó y atendió al recado que tenía que comunicarle. Me encontraba a una discreta distancia y, por supuesto, no alcanzaba a oír lo que le estaba diciendo, pero sí puedo aseguraros que Will lo escuchó con la misma frialdad que si se hubiera convertido en un pedazo de mármol. Como si aquello no tuviera que ver con él. Fue una entrevista muy breve y cuando concluyó, sacó una moneda de una bolsa que llevaba al cinto y se la dio con gesto despreocupado. El rostro del aldeano quedó cubierto por un paño de sorpresa. Creo recordar que incluso parpadeó como si así pudiera entender mejor, pero nada de aquello conmovió a tu padre. Se limitó a propinarle una palmadita leve en el brazo y, acto seguido, sin esperar a que abandonara su presencia, volvió a sentarse.

– ¿Eso fue todo?

– Eso fue todo.

– ¿Y vos…?

– En circunstancias normales, no hubiera hecho ni dicho nada. Sabía que Will deseaba estar tranquilo cuando escribía y que además eso era lo mejor para todos. Pero, aunque no deseáramos reconocerlo, todo había dejado de ser normal en los últimos tiempos.

– Luego hablasteis con él…

– Me acerqué y le dije: ¿pasa algo, Will?

– ¿Pasa algo, Will? -repetí sorprendida.

– Sí, sólo eso -zanjó sin más explicaciones el hombre de verde.

– Bueno… ¿y qué contestó mi padre? -dije ansiosa por conocer el final de aquella historia.

– Continuó escribiendo como si no me hubiera oído. Con calma, tranquilo, incluso impasible. Hasta mojó la pluma un par de veces en el tintero como si no me encontrara presente. Estaba a punto de retirarme cuando, sin alzar la vista, dijo: «Hamnet está muy enfermo». Pronunció la frase con una frialdad…

– Pobre Hamnet…, apenas vio a mi padre y, sin embargo, lo quiso siempre tanto… -musité, pero el actor no me escuchaba.

– Entonces levantó los ojos, aquellos ojos que ya no miraban como antes y me dijo: ¿Cuánto tiempo dura el embarazo de una mujer?

– ¿El embarazo de una mujer? -exclamé sorprendida.

– Sí, eso fue lo que dijo. Confieso que al escuchar aquellas palabras no supe qué responderle y me quedé callado. Entonces Will tomó un paño, limpió en él la punta de la pluma, la depositó sobre la mesa y me dijo: ¿No sabes a lo que me refiero? Bueno, sí, claro que lo sabía, pero ¿adónde quería llegar? Me refiero a su preñez, me dijo, a los meses que tiene que llevar a una criatura en su seno antes de dar a luz. ¿Lo sabes?

Hubiera querido ocultar mis sentimientos, pero no pude evitar que unos lagrimones calientes, gordos, que ardían, me empezaran a caer por las mejillas.

– Tarda nueve meses, me dijo y, como si yo no pudiera entenderlo, levantó las dos manos con sólo nueve dedos extendidos. Nueve meses. Por supuesto, en ocasiones el parto se adelanta o, simplemente, la boda se celebra cuando la muchacha está preñada y entonces parece que el niño ha sido prematuro. Sí, a veces, eso es lo que sucede…

Sí, claro que eso era lo que sucedía. Yo misma era una prueba de ello.

– «¿Qué quieres decirme, Will?», le pregunté. Creo que dudó por un momento si debía o no continuar esa conversación, pero, al final, respiró hondo y dijo: «Anoche estuve hablando con un hombre que es de un pueblo cercano al mío. No lo conocía. Bueno, nunca me había encontrado con él. Se trata de uno de esos parientes de mi mujer, de la familia de mi mujer, para ser más exactos, que ha pasado alguna vez por Stratford. Los visitó hace unos años, ¿sabes? Cuando estaba ausente… Cuando no pude yacer con Anne porque los siervos de un señor me habían dejado el cuerpo maltrecho a golpes… cuando no sabía si podría volver a levantarme del lecho… cuando aún no había pasado por mi corazón la posibilidad de venir a Londres… para abrirme camino y ganar el pan para Anne y los niños… Aquel hombre pasó por allí y se quedó unos días».

– ¿Cuándo sucedió eso? -le interrumpí.

– Eso mismo fue lo que le pregunté porque… porque, señora… Y… y entonces… entonces me dijo… me dijo…

– … que había sido nueve meses antes del nacimiento de los gemelos -completé la frase.

– Sí -musitó con voz trémula-. Eso fue exactamente lo que me dijo y luego me habló de que…

– …de que ese… pariente era el hombre del pañuelo… el mismo que había visto el aldeano… el padre de Hamnet y de Judith… el amante de… de mi… madre… Fue así, ¿verdad?

El actor movió la cabeza en mudo asentimiento.

– ¿Y por eso no acudió a Stratford? ¿Por eso permitió que llorara hora tras hora, que le llamara una y otra vez sin obtener respuesta, que se fuera consumiendo con la palabra «padre» asomándole a los labios sin parar? ¿Por eso? Aquel… aquel niño… aquel niño lo quería… No, no lo quería. Lo adoraba. Sólo sabía hablar de su padre, del hombre que actuaba en Londres ante nobles y villanos, de aquel escritor que era superior a cualquier varón que hubiera podido nacer en estas islas… Poco le importaba que le hubiera prestado tan poca atención, que le hubiera visitado en tan escasas ocasiones. Ni mi madre, ni Judith, ni yo pudimos proporcionarle ningún consuelo. Murió una noche de delirio, una noche en la que sólo acertó a preguntar si tardaría mucho en llegar su… su padre…

– Lo siento… Lo siento de verdad… -musitó con pesar el hombre de verde.

– Sí, os creo -dije airada como si toda la cólera acumulada durante esos años saliera ahora de la misma manera que la sangre mana incontenible de una herida profunda y abierta.

– No pretendo justificar a vuestro padre -comenzó a decir el actor-. Pero acababa de descubrir que su mujer le había engañado con un hombre durante años…

– ¿Y qué culpa tenía Hamnet? -le interrumpí.

– Ninguna, señora, ninguna -respondió-. Tan sólo estaba pagando la enorme desgracia de tener una madre que no había sentido reparo alguno en acostarse con un hombre que no era su marido, un pobre marido al que luego además le había presentado como propios los hijos de un extraño. Es fácil juzgar y, seguramente, no carecéis de razón, pero Will la quería y había demostrado cada instante durante todos aquellos años su amor por ella. Ahora había descubierto que sufría el daño de los pájaros atacados por el cuco. Aquel sujeto había colocado sus huevos en el nido ajeno y el fruto de aquel adulterio durante años había pasado por ser ante los ojos de los hombres la descendencia, legal, auténtica, amorosa del pobre Will Shakespeare, el hombre que rechazaba a las mujeres por fidelidad a una hembra que lo había engañado con un sujeto más desprovisto de sabor que el suero pasado. Puede que vuestro padre os parezca cruel, pero, señora…, cuánto mal pudo hacer y no llevó a cabo.

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