Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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Indolente y soñadora, Ana Leopóldovna pasa largas horas en la cama, se levanta tarde, gusta de permanecer en sus aposentos en camisón y sin apenas peinarse, lee novelas que deja a medias, se santigua veinte veces ante los numerosos iconos con que ha decorado, con un celo de conversa, las paredes, y se empeña en considerar que el amor y la diversión son las únicas razones de ser de una mujer de su edad.

Esta conducta frívola no desagrada a los que la rodean, ya se trate de su esposo o de sus ministros. Resulta muy fácil el trato con una regente más preocupada por lo que sucede en su alcoba que en su Estado. De vez en cuando, Antonio Ulrico interpreta el papel de marido herido en su vanidad masculina, pero sus accesos de cólera son tan artificiales y breves que Ana Leopóldovna se limita a reírse. Estas falsas escenas conyugales incluso la incitan a llevar una conducta más disipada para hacer rabiar a su esposo. Lynar, por su parte, sin dejar de dispensarle atenciones, se deja influir por las reconvenciones del marqués de Botta, embajador de Austria en San Petersburgo. En opinión de este diplomático, astuto especialista en asuntos del corazón y de la corte, el amante de la regente haría mal en continuar manteniendo una relación adúltera que amenaza con granjearle la desaprobación de algunas importantes personalidades rusas y de su propio gobierno en Sajonia. Con cinismo y sentido de la oportunidad, Botta le sugiere una solución que satisfaría a todo el mundo. Puesto que es viudo, libre y posee un físico agradable, ¿por qué no pide la mano de Julia Mengden, la bienamada de Ana Leopóldovna? Contentando a una y a otra, a la primera legítimamente y a la segunda de forma clandestina, las haría felices a las dos y nadie podría acusarle de inducir a la regente al pecado. Lynar, atraído por el plan, promete pensar en ello. Lo que lo anima a aceptar es que, contrariamente a lo que hubiera podido temer, Ana Leopóldovna, al ser consultada al respecto, no ve ningún inconveniente en esta encantadora combinación. Incluso le parece que, convirtiéndose en la esposa de Lynar, Julia Mengden reforzaría la unión amorosa de esos tres seres que Dios, en su sutil previsión, ha querido que sean inseparables.

No obstante, la puesta en práctica del arreglo se retrasa para permitir a Lynar ir a Alemania, con objeto de resolver unos asuntos familiares que no permiten dilación alguna. En realidad, lleva en su equipaje un lote de piedras preciosas, cuya venta le servirá para constituir un «tesoro de guerra» en caso de que a la regente se le ocurra hacerse proclamar emperatriz. Durante su ausencia, Ana Leopóldovna intercambia con él una correspondencia en clave, en la que se juran amor recíproco y determinan el papel de la futura condesa de Lynar en el triángulo. En las cartas de la regente, redactadas por un secretario, aparecen sobre cada línea anotaciones cifradas. Éstas, reproducidas aquí en cursiva, revelan el verdadero sentido del mensaje: «En lo que se refiere a Julieta [Julia Mengden], ¿cómo podéis dudar de su [de mi] amor y de su [de mi] ternura después de todas las pruebas que os he dado de ellos? Si la amáis [me amáis] , dejad de hacerle semejantes reproches a poco que tengáis en estima su [mi] salud. […] Comunicadme cuándo regresaréis y estad convencido de que soy vuestra afectísima [os beso y sigo siendo totalmente vuestra] Ana.» [34]

Separada de Lynar, a Ana Leopóldovna le resulta cada vez más difícil soportar los reproches de su marido. No obstante, como necesita ser reconfortada en su soledad, acepta que de vez en cuando la visite en su cama. Pero se trata de un ínterin con el que Antonio Ulrico tendrá que conformarse hasta el regreso del auténtico poseedor del título. El ministro de Prusia, Axel de Mardefeld, observador de las costumbres de la corte rusa, escribe el 17 de octubre de 1741 a su soberano: «[La regente] le ha hecho cargar [a su marido, Antonio Ulrico] con el fardo de los asuntos públicos para dedicarse con más tranquilidad a sus entretenimientos, lo que en cierto modo lo ha convertido en alguien necesario. Está por ver si lo utilizará del mismo modo cuando tenga un favorito declarado. En el fondo, no lo ama; por eso no le ha permitido acostarse con ella hasta que Narciso [Lynar] se ha marchado.» [35]

Mientras Ana Leopóldovna se debate en este embrollo sentimental, los hombres que la rodean sólo piensan en la política. Tras la caída de Bühren, Münnich ha sido nombrado primer ministro y ha recibido una recompensa de ciento setenta mil rublos por los servicios prestados. Además, se le ha concedido el rango de segundo personaje masculino del imperio detrás de Antonio Ulrico, padre del zar niño. Tal alud de distinciones acaba por disgustar a Antonio Ulrico. Le parece que su mujer exagera en sus manifestaciones de gratitud hacia un servidor del Estado, muy eficiente, en efecto, pero de baja condición. Otras personalidades, cuya susceptibilidad ha sido herida durante el reparto de las prebendas, se suman a él en esta crítica. Entre los que se consideran lesionados por el poder, figuran Loewenwolde, Ósterman y Mijaíl Golovkin. Se quejan de que se los trata como subordinados, cuando la regente y su marido les deben mucho. Y el responsable de esta frustración es, evidentemente, el todopoderoso Münnich. Un buen día, el mariscal de campo, víctima de una súbita indisposición, se ve obligado a guardar cama. Aprovechando esta enfermedad inesperada, Ósterman se apresura a suplir a su principal enemigo, a apropiarse de sus informes y a dictar órdenes en su lugar. En cuanto se restablece, Münnich se dispone a tomar de nuevo las riendas de los asuntos públicos, pero ya es demasiado tarde. Ósterman ha ocupado su puesto y no cede. En cuanto a Ana Leopóldovna, piensa, aconsejada por Julia Mengden, que ha llegado el momento de reivindicar todos sus derechos, con Ósterman respaldándola como un protector tutelar. Para impulsar el intento de «sanear la monarquía», este último sugiere buscar apoyos e incluso subsidios más allá de las fronteras. Desde San Petersburgo se entablan confusas negociaciones con Inglaterra, Austria y Sajonia, buscando alianzas sin futuro. Pero es preciso rendirse a la evidencia: en las cancillerías europeas, nadie cree ya en esa Rusia arrastrada por corrientes contrarias. No hay capitán a bordo. Incluso en Constantinopla, una colusión imprevista entre Francia y Turquía hace temer el recrudecimiento de veleidades belicosas.

Los altos oficiales del ejército, pese a que se les mantiene al margen de la evolución de la política exterior, sufren por el triste papel, e incluso la humillación, de su patria en las confrontaciones internacionales. Las insolencias y los caprichos del conde de Lynar, que desde su matrimonio con Julia Mengden, tramado en las antecámaras de palacio, cree que todo le está permitido, acaban con la poca simpatía que la regente seguía despertando en el pueblo y en la nobleza media. Los gvardeitsi (los hombres de la Guardia imperial) le reprochan su desdén por el estado militar y a sus súbditos más humildes les sorprende que no se la vea nunca pasear libremente por la ciudad, como hacían otras zarinas. Se dice que desprecia tanto los cuarteles como la calle y que sólo se encuentra cómoda en los salones. Se dice también que sus ansias de placer son tales que no lleva prendas abotonadas salvo en las recepciones, a fin de poder quitárselas más deprisa cuando se reúne con su amante en su habitación. En cambio, su tía Isabel Petrovna, aunque pasa la mayor parte del tiempo confinada en una especie de exilio medio deseado y medio impuesto lejos de la capital, disfruta con las relaciones humanas simples y directas e incluso busca el contacto con la multitud. Aprovechando sus escasas visitas a San Petersburgo, esta auténtica hija de Pedro el Grande se muestra gustosa en público, circula a caballo o en coche descubierto por la ciudad y responde con un gracioso gesto de la mano y una sonrisa angelical a los curiosos que la aclaman. Su actitud es tan natural que, al verla pasar, todo el mundo se cree autorizado a manifestarle sus alegrías o sus penas, como si fuese una hermana de la caridad. Se cuenta que, en una ocasión, unos soldados de permiso no vacilaron en subirse a los patines de su trineo para decirle un piropo al oído. Entre ellos la llaman mátushka, «madrecita». Ella lo sabe y se siente tan orgullosa como si se tratara de un título de nobleza suplementario.

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