Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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Sin embargo, el 16 de octubre de 1740 se perfila una mejoría en el estado de la zarina. Ana Ivánovna convoca a su favorito y, con mano trémula, le tiende el documento firmado. Bühren respira aliviado, y con él, todos los del grupito que ha obtenido una victoria in extremis. Los partidarios del nuevo regente esperan que éste les retribuya pronto la ayuda que, de forma más o menos espontánea, le han prestado. Mientras Su Majestad agoniza, todos cuentan los días y calculan los próximos beneficios. Ana Ivánovna ha llamado a un sacerdote. Ya se recita a su lado la plegaria de los moribundos. Acunada por las oraciones, dirige a su alrededor una mirada de desamparo, reconoce entre los presentes, en una nebulosa, la alta silueta de Münnich, le sonríe como si implorara su protección para quien la sustituya en el trono de Rusia y murmura: «Adiós, mariscal de campo.» Un rato más tarde, añade: «Adiós a todos.» Son sus últimas palabras. El 28 de octubre de 1740, entra en coma.

Cuando se anuncia su muerte, Rusia despierta de una pesadilla, pero en el entorno de palacio se cree que es para abismarse en otra todavía peor. Según la opinión unánime, con un zar de nueve meses y un regente de origen alemán que habla en ruso a regañadientes y cuya principal preocupación es aniquilar a las familias más nobles del país, el imperio se precipita hacia la catástrofe.

Al día siguiente de la muerte de Ana Ivánovna, Bühren se convierte en regente por la gracia de la difunta, con un bebé como símbolo y garantía viva de sus derechos. Inmediatamente se dedica a despejar el terreno a su alrededor. A su entender, la primera medida que se impone es alejar a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico, los padres del pequeño Iván. Si los enviara lejos de la capital o, por qué no, al extranjero, tendría las manos libres hasta la mayoría de edad del imperial mocoso. El barón Axel de Mardefeld, ministro de Prusia en San Petersburgo, analizando el nuevo aspecto político de Rusia, resume así su opinión sobre el futuro del país en un despacho a su soberano, Federico II: «Diecisiete años de despotismo [la duración legal de la minoría de edad del zar] y un niño de nueve meses que puede morir oportunamente para ceder el trono al regente.» [32]

La carta de Mardefeld es del 29 de octubre de 1740, el día siguiente al de la muerte de la zarina. Menos de una semana después, los acontecimientos se precipitan en un sentido que el diplomático no había previsto. Aunque el pomposo traslado al palacio de Invierno del futuro Iván VI, todavía en pañales, haya dado lugar a una solemne ceremonia tras la que han prestado juramento, con besamanos al regente, todos los cortesanos, los enemigos de éste no han claudicado. Mientras que, en palabras del nuevo ministro inglés en San Petersburgo, Edward Finch, el cambio de reinado «arma menos revuelo en Rusia que el cambio de la Guardia en Hyde Park», el mariscal de campo Münnich pone sobre aviso a Ana Leopóldovna y Antonio Ulrico de los tortuosos tejemanejes de Bühren, quien al parecer tiene intención de apartarlos a ambos para mantenerse en el poder. Pese a haber sido aliado del regente en un pasado muy reciente, Münnich declara sentirse moralmente obligado a impedir que cause mayores perjuicios a los derechos legítimos de la familia. Según él, el ex favorito de la difunta emperatriz Ana Ivánovna cuenta, para llevar a cabo el inminente golpe de Estado, con el regimiento Ismailovski y el de la Guardia montada, el primero capitaneado por su hermano Gustavo y el segundo por su hijo. Sin embargo, el regimiento Preobrazhenski es totalmente adicto al mariscal de campo y, llegado el momento, esta unidad de elite estaría dispuesta a actuar contra el ambicioso Bühren. «Si Vuestra Alteza quisiera -dice Münnich a la princesa-, en una hora yo la libraría de ese hombre nefasto.» [33]

Pero Ana Leopóldovna no es de naturaleza audaz. Asustada ante la idea de enfrentarse a un hombre tan poderoso y retorcido como Bühren, al principio se inhibe. No obstante, tras consultar a su marido, muda de parecer y, temblando, decide jugarse el todo por el todo. En la noche del 8 al 9 de noviembre de 1740, un centenar de granaderos y tres oficiales del regimiento Preobrazhenski, enviados por Münnich, irrumpen en el dormitorio de Bühren, lo sacan de la cama pese a sus peticiones de auxilio, lo golpean con la culata de los fusiles, se lo llevan medio desvanecido y lo meten en un carruaje cerrado. Al amanecer, es conducido a la fortaleza de Schlüsselburg, en el lago Ladoga, donde lo flagelan metódicamente. Como es preciso concretar una falta para encarcelarlo, se le acusa de haber precipitado la muerte de la emperatriz Ana Ivánovna por incitarla a montar a caballo haciendo mal tiempo. Otros crímenes, añadidos a éste en el momento oportuno, le valen ser condenado a muerte el 8 de abril de 1741. Previamente debe ser descuartizado. Con todo, enseguida se le conmuta la pena por el exilio a perpetuidad en un pueblo perdido de Siberia. Al mismo tiempo se proclama regente a Ana Leopóldovna, que, para celebrar el final feliz de este período de intrigas, usurpaciones y traiciones, levanta la prohibición dictada por el gobierno anterior según la cual los soldados y los suboficiales no podían frecuentar las tabernas. Esta primera medida liberal es acogida con una explosión de alegría en los cuarteles y los despachos de bebidas. Todos quieren ver en ella el anuncio de una clemencia generalizada. Se bendice por doquier el nombre de la nueva regente y, de rebote, el del hombre que acaba de auparla al poder. Tan sólo las mentes malintencionadas señalan que al reinado de Bühren ha sucedido el reinado de Münnich. Un alemán echa a otro sin preocuparse de la tradición moscovita. ¿Durante cuánto tiempo el imperio tendrá que seguir buscando un señor más allá de las fronteras? ¿Y por qué es siempre una persona del sexo débil la que ocupa el trono? ¿No tiene otra salida Rusia que ser gobernada por una emperatriz, con un alemán a la espalda que la dirige a su antojo? Si para un país es triste asfixiarse bajo las faldas de una mujer, ¿qué decir cuando esa mujer se pone a disposición de un extranjero? Los más pesimistas consideran que, mientras los verdaderos hombres y los verdaderos rusos no reaccionen contra el reinado de las soberanas enamoradas y de los favoritos germanos, una doble calamidad amenazará Rusia. Para estos profetas funestos, el matriarcado y el dominio prusiano son los dos aspectos de la maldición que aflige a la patria desde la desaparición de Pedro el Grande.

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Capítulo seis

Una Ana echa a otra

Completamente aturdida aún por lo repentino de su acceso al poder, Ana Leopóldovna se alegra menos de este triunfo político que del regreso a San Petersburgo de su último amante, el hombre al que la zarina creyó oportuno alejar para obligarla a casarse con el insulso Antonio Ulrico. Nada más aparecer los primeros indicios de calma, el conde de Lynar ha retornado, dispuesto a las más apasionadas aventuras. Cuando ella lo ve de nuevo, su encanto vuelve a seducirla al instante. Durante los meses que ha estado ausente, el conde no ha cambiado. A sus cuarenta años, apenas aparenta treinta. Alto y esbelto, de tez clara y mirada centelleante, sólo viste prendas de colores claros -azul celeste, albaricoque o lila-, se baña en perfumes franceses y utiliza crema para conservar la suavidad de sus manos. Se dice de él que es un Adonis en la plenitud de la vida o un Narciso que ha olvidado envejecer. No cabe duda de que Ana Leopóldovna lo acogió de inmediato en su lecho; no cabe duda tampoco de que Antonio Ulrico aceptó sin rechistar la situación. En la corte, a nadie le sorprende este triángulo amoroso cuya formación era previsible. Por lo demás, los observadores rusos y extranjeros señalan que la pasión renovada de la regente por Lynar no excluye en absoluto la admiración que sintió, y sigue sintiendo, por su gran amiga Julia Mengden. El hecho de que sea capaz de apreciar tanto el placer clásico de las relaciones de una mujer con un hombre, como el equívoco sabor de las relaciones con una pareja de su sexo, en opinión de los libertinos habla a su favor, pues semejante eclecticismo demuestra a la vez la amplitud de sus ideas y la generosidad de su temperamento.

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