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Henri Troyat: El Pan Del Extranjero

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Henri Troyat El Pan Del Extranjero

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A partir de la muerte de su mujer, Pierre Jouanest se ha replegado, huraño, sobre sí mismo. Preferirse por sobre todas las cosas se ha convertido en su regla de conducta. Todas las tardes, al abandonar su consultorio de dentista en París, vuelve a encontrar, con un placer melancólico, su propiedad de Milly-la-Foret, impregnada del recuerdo de la desaparecida. Entonces, cuando se cree por completo requerido por el pasado, un acontecimiento terrible le revela la fragilidad de su confort y la inanidad de su existencia. De pronto se descubre conmovido por la presencia, a su lado, de los chicos de su jardinero, Miguel. Insensiblemente un encanto pueril y como mágico lo ata a esos jóvenes seres que no son nada suyo. Esta metamorfosis toma proporciones tales que, poco a poco, se convierte en una idea fija. Creyendo actuar en pro del bien de todos, teje, con generosidad y obstinación, los lazos de un drama ineluctable. Esta novela, sobria y cruel, es breve, y sin embargo, una gran novela. El cuadro encantador, la tranquila felicidad de los personajes disimulan durante largo tiempo la tragedia que se gesta y que, por encima de la anécdota, encierra todo el problema de la paternidad, verdadera y falsa (¿pero dónde está la verdad?), que Henri Troyat evoca magistralmente, hasta sus consecuencias más demenciales.

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Henri Troyat El Pan Del Extranjero Traducción de Josefina Delgado Título - фото 1

Henri Troyat

El Pan Del Extranjero

Traducción de Josefina Delgado

Título original: LE PAIN DE L’ÉTRANGER

“Tú probarás cómo a salado sabe el

pan ajeno, y cuán duro camino es

bajar y subir las gradas de los otros.”

DANTE

La divina comedia.

Paraíso,

Canto XVII

1

Cuando el podador apoyó la escalera contra el árbol, Pedro salió de su escritorio y avanzó sobre la escalinata. El hombre sostenía una sierra en la mano. Era joven y llevaba una chaqueta de cuero. En tres movimientos estuvo en la cima. La cabeza hacia arriba, Miguel seguía sus gestos con aire de reprobación. En su papel de jardinero y guardián, no comprendía que el señor hubiera recurrido a una empresa especializada para un trabajo que él mismo podría haber realizado. Además le parecía un crimen tirar un árbol tan hermoso. María, por su parte, estimaba que el señor tenía razón. Sobre todo que se trataba de una idea de la señora. Durante su última enfermedad, se quejaba de la sombra que aquel tilo, con sus largas hojas plateadas, hacía en su cuarto. Plantado demasiado cerca de la casa, sobre el terraplén de guijo, había alcanzado con sus ramas las ventanas. Durante el verano el escritorio de Pedro, en la planta baja, se oscurecía por completo. Pero aún en esta estación, antes de la aparición del follaje, el árbol desnudo, de grueso tronco, de ramaje robusto, era indeseable. Cortaba la perspectiva del jardín. Pedro se lo repetía para vencer la molestia culpable que experimentaba en el momento de la ejecución.

El podador tiró de la empuñadura de la máquina y un sonido áspero y mordiente invadió la campiña. María, ensordecida, hizo una mueca y se acercó a su marido. Miguel apretó los puños en sus bolsillos. Cuando el serrucho mecánico atacó la madera, Pedro se estremeció bajo la herida. Los dientes de acero entraban en la masa del árbol como un cuchillo en la madera. Una primera rama, seccionada en su inserción, cayó a tierra con un crujido seco. Le siguieron otras. El podador, con una colilla en una esquina de la boca, trabajaba rápido. Una blanca polvareda le flotaba alrededor. Entrecerraba los ojos. Una a una, las ramificaciones fueron esfumándose, descubriendo la profundidad de un cielo parejo, color pizarra. Una fina llovizna mojaba la cara de Pedro. El viento inflexible le helaba los tobillos. Hacía una hora que debía haberse ido a París, donde tenía una tarde muy ocupada. Pero no podía decidirse a emprender el camino. De todos modos, aquello terminaría muy pronto. Ya mutilado, sin corona, decapitado, deshuesado, el tilo no era más que una corona ridícula con la corteza marcada, aquí y allá, de manchas ovales y blancuzcas. Un ayudante recogía las ramas abatidas, las limpiaba con un cuchillo, las cortaba en trozos, las ataba en haces. El podador bajó algunos escalones y, esta vez, atacó el tronco. Un primer corte fue practicado en forma horizontal, y un trozo de tronco rodó por el suelo. Un segundo corte se produjo sin esfuerzo en el aullido histérico de la sierra. Para el último pedazo, el podador se acurrucó y cortó la base, a ras de tierra. De golpe no hubo más que el vacío en lugar del amigable tilo, cuyo follaje palpitaba un momento antes contra la fachada. Indudablemente, la vista del jardín se encontraba despejada a causa de la desaparición de ese árbol que era más un obstáculo que un adorno. Y sin embargo Pedro, frente a ese suelo chato, tenía la sensación de haber sacrificado a un viejo servidor, a un amigo de siempre, tal vez un protector de los lugares. Lo penetró un temor difuso. Poco inclinado a la superstición, se asombró de esa mancha en su jornada. María dijo con animación:

– ¡Es mucho mejor así, señor! ¿No te parece, Miguel?

Era morena y rolliza, con el aspecto contorneante de un ave. Su marido, taciturno y obstinado, rezongó:

– ¿Y el tocón, eh, qué va a hacer con él? ¡Puede haber retoños!

Hablaba con dificultad, con un fuerte acento portugués. María, por el contrario, se expresaba en francés con la volubilidad de un molino que gira en el vacío:

– No te preocupes por eso, Miguel. ¡Ellos saben su oficio, qué te crees!

– El tocón, lo despejaremos bien abajo cavando alrededor -dijo el podador- allí haremos agujeros con una mecha, los llenaremos con clorato de sodio para matar las raíces, y lo cubriremos todo con tierra y con guijo.

Miguel se inclinó sobre uno de los fragmentos de tronco y, con el dedo, contó, sobre el corte color carne, los círculos concéntricos.

– Tenía veintiséis años -dijo con reproche.

María se ajustó el chal sobre los hombros. El podador cortaba ahora las ramas caídas con los gestos precisos de un carnicero. Pedro miró su reloj pulsera: esta vez había que irse. Si el camino de Milly-la-Forêt a París no estaba demasiado concurrido, podría estar en su consultorio a las diez menos cuarto. Volvió a entrar a la casa para buscar algunos papeles. María lo siguió. Un manto de hiedra con ligeras hojas barnizadas tapizaba la fachada. El viento hacía crujir las hojas a contrapelo. Las ventanas de pequeños cuadrados estaban profundamente hundidas en esa verdura viviente. A la entrada, sobre un bargueño antiguo, presidía un santo manco, esculpido en madera policroma. Sonreía, enigmático en su barba. Sus ojos vacíos miraban a lo lejos. Susana y Pedro lo habían obtenido con gran esfuerzo en una subasta, en Fontainebleau. Habían ido por un tapiz mongol, pero los sedujo aquella estatua española del siglo XVI y, olvidando su intención inicial, la habían comprado, pagándola tan cara que tuvieron que renunciar a cualquier otra adquisición. Aquel brusco cambio de proa los había divertido mucho en aquel momento y guardaron el santo bajo su techo como un talismán. A la izquierda del vestíbulo se abría el salón, que apenas se usaba desde la desaparición de Susana, aunque María lo mantenía religiosamente y renovaba las flores en sus jarrones. A la derecha, el escritorio -amplio y de cielo raso bajo- olía bien, con su papel decorado y el encerado. María era una fregona infatigable. Cada vez que él entraba en ese cuarto que, como decía Susana, era su “dominio reservado”, Pedro experimentaba una sensación de paz egoísta, de meditación viril. Había de todo en su biblioteca: volúmenes de preciosa encuadernación y libracos en rústica, cansados, cien veces hojeados bajo la lámpara. La lectura siempre había sido su pasión. Pero le consagraba todavía más tiempo desde que vivía solo. A la tarde, en su escritorio, devoraba con la misma voracidad novelas y libros de historia, ensayos y documentos. Inclinando la cabeza percibía, por la ventana, el camino de grava, el amplio césped de un verde tierno, los otros árboles, aquellos que no arriesgaban nada, aquellos que estaban arraigados para siempre. Era como si nunca hubiera habido un tilo en aquel sitio. Goma de borrar sobre el paisaje de “ La Buissonnerie ”. Tomó su portafolios, de cuero salvaje, con cierre de acero. El último regalo de Susana. María le preguntó si había visto su cuaderno de gastos.

– Lo veré esta tarde cuando vuelva -dijo.

Pura formalidad. María nunca se equivocaba en un centavo. Podía descansar en ella tanto para los gastos como para los cuidados de la casa y de la cocina. Lo miró de frente, con una media sonrisa, como para tratar de adivinar sus preferencias, y declaró con autoridad:

– Para la comida, ¿qué le parece una omelette de queso y una ensalada, señor?

– Excelente idea, María -respondió maquinalmente.

Desde que su mujer había muerto -¡ya dos años!-, su felicidad había retrocedido al límite de aquellas pequeñas satisfacciones cotidianas sobre las que velaba la irreemplazable María. Ya no había grandes llamas en su vida, sino un pequeño fuego sabio, una tibieza de costumbres. ¿Era desdichado? Por cierto que no. Ligándose cada vez más a sí mismo había llegado a dominar mejor su tristeza. A los cincuenta y tres años, vivir para sí, relacionar todo consigo mismo, ¿no era la suprema filosofía en un mundo absurdo y perecedero?

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