Henri Troyat - El Pan Del Extranjero

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A partir de la muerte de su mujer, Pierre Jouanest se ha replegado, huraño, sobre sí mismo. Preferirse por sobre todas las cosas se ha convertido en su regla de conducta. Todas las tardes, al abandonar su consultorio de dentista en París, vuelve a encontrar, con un placer melancólico, su propiedad de Milly-la-Foret, impregnada del recuerdo de la desaparecida. Entonces, cuando se cree por completo requerido por el pasado, un acontecimiento terrible le revela la fragilidad de su confort y la inanidad de su existencia. De pronto se descubre conmovido por la presencia, a su lado, de los chicos de su jardinero, Miguel. Insensiblemente un encanto pueril y como mágico lo ata a esos jóvenes seres que no son nada suyo. Esta metamorfosis toma proporciones tales que, poco a poco, se convierte en una idea fija. Creyendo actuar en pro del bien de todos, teje, con generosidad y obstinación, los lazos de un drama ineluctable.
Esta novela, sobria y cruel, es breve, y sin embargo, una gran novela. El cuadro encantador, la tranquila felicidad de los personajes disimulan durante largo tiempo la tragedia que se gesta y que, por encima de la anécdota, encierra todo el problema de la paternidad, verdadera y falsa (¿pero dónde está la verdad?), que Henri Troyat evoca magistralmente, hasta sus consecuencias más demenciales.

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– ¿Ya se iba? -dijo, volviéndose hacia Miguel.

– Sí -gruñó Miguel-. La van a saludar todos, allí. Y luego voy a ocuparme del entierro. Quiero que sea en nuestro pueblo, en Portugal, cerca de Coimbra.

Estupefacto, Pedro murmuró:

– ¿En Portugal?

– Sí, señor. Ya lo sé. El transporte será muy caro. Pero tengo dinero suficiente. Venderé todo lo que tengo. Pediré prestado si es necesario. María tiene que descansar allá, con la familia. Con su padre y su madre. Es algo sagrado. No puede ser de otra manera.

¿Qué contestar a esto? Pedro estaba frente a un toro resuelto a morir antes que retroceder un solo paso.

– Está bien -dijo- avíseme de las pompas fúnebres.

Y añadió:

– Me haré cargo de los gastos.

Esta idea se le había ocurrido de pronto, y se sintió orgulloso de ello, como de una buena acción que Susana hubiera aprobado.

– Gracias, señor -dijo Miguel-. Pero no quiero. Simplemente tal vez le pida un adelanto. Se lo devolveré poco a poco.

– Dejemos esto -dijo Pedro-. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Portugal?

– No sé, señor. Lo haré todo lo más pronto posible y volveremos. ¡Hay tanto trabajo en el jardín! Sin duda usted tomará otro matrimonio. Hará falta que yo ponga al corriente al nuevo jardinero antes de irme definitivamente.

Pedro no había considerado seriamente quién sucedería a Miguel. Pero en efecto, habiendo muerto María, no podía arreglarse con un hombre solo a su servicio. Descontento, murmuró:

– No se preocupe por eso… Le avisaré cuando sea necesario…

– Sí, sí, señor -insistió Miguel-. Esto debe quedar en claro. No volveré a irme a Portugal sin haber dejado todo arreglado en “ La Bouissonnerie ”.

– ¿Piensa volver definitivamente a su país?

– Sí, señor. Aquí, sin María, para mí no es vida. Allá puede ser que me consuele de su muerte.

– Bien -suspiró Pedro con lasitud-. Me voy a París por esta mañana. Pero vuelvo después del mediodía.

Al subir a su auto para dirigirse a la ruta, se dijo que acababa de doblar una página. Puso el motor en marcha y sintió la obediencia de la máquina. La radio destilaba su información deportiva. El día era bueno. No debía olvidar cancelar la cita con los Harteville para el fin de semana.

3

Pedro encendió su lámpara de cabecera y echó una mirada al reloj: las cinco de la mañana. Hacía por lo menos una hora que daba vueltas en la oscuridad, estiraba las piernas, arrugaba la almohada esforzándose en reanudar el sueño. Desalentado, se levantó, corrió las cortinas y abrió la ventana. El fresco de la noche bañó su rostro y terminó de despertarlo. Por encima de los árboles todavía desnudos, el cielo aparecía lleno de un tumulto de nubes negras y desflecadas, que desfilaban trágicamente ante el pálido disco de la luna. En esta claridad intermitente, el jardín, con su amplia alameda Central, sus canteros, sus cortinas de álamos al costado del camino, tomaba un aspecto teatral y amenazante. Cerca de la verja, la casa del jardinero, con todos los postigos cerrados, dormía. Vacía. Desde hacía diez días. Pedro no podía acostumbrarse a esta insólita desaparición. Algo faltaba allí abajo, al final del camino. Con este hueco en la composición del rompecabezas, todo estaba desequilibrado. Las formalidades habían durado mucho. Investigación de la gendarmería, autopsia, permiso de inhumación, partida del cuerpo en el furgón de las pompas fúnebres hacia la frontera. Miguel lo había seguido, como un loco, con sus chicos, en la citroneta traqueteante. ¿Aguantaría hasta la vuelta? Pero sin duda no habría regreso, contrariamente a lo que Miguel había prometido. Toda la familia se quedaría en Portugal. Si no hubieran enviado ya alguna noticia. Lo evidente era que habían llevado poco equipaje. Tres pobres valijas de emigrados, con la funda sujeta por un piolín. ¡Bah! Ellos escribirían para hacerse mandar el resto. Mientras esperaba, Pedro se había puesto de acuerdo con la señora Cousinet, que venía a hacer las tareas de la casa, mal que bien. El padre Cipriano, un retirado del SNCF se ocupaba del jardín cuando su propio huerto le dejaba un rato libre. Felizmente, con esa primavera tardía, la vegetación vacila en aparecer. Pero pronto habría que planear otra forma de organizarse. Ante la idea de introducir en su casa otra pareja de cuidadores, Pedro se erizaba. ¿Cómo elegir? Susana decía de su marido que vivía en la casa como un invitado, servido por todos y sin ocuparse de nada. Se acordó de sus bromas sobre el tema, sus risas, y la noche, de golpe, le pareció más pesada, más hostil, como si la claridad del día no fuera a volver nunca. Como si fuera el único hombre vivo en un desierto de tinieblas. Plantado frente a la ventana, respiraba el olor de la tierra, de la lluvia, y el pasado bullía en él, le pedía volver a nacer. Los primeros pájaros se despertaron con su agudo piar. Ese canto del alba lo trastornaba siempre, como si fuera un darle ánimo para superar sus quejas y sus temores. ¡Ah, sí, quería mucho su casa! Nunca aceptaría vivir en otra parte. Cerró las persianas y volvió a sentarse en el borde de la cama, de su cama. Sobre la mesita de luz, una fotografía de Susana sonreía en su marco de metal. Conocía demasiado esta imagen convencional como para sentirse emocionado al mirarla. Con un placer malsano fue a buscar, en un cajón, un viejo álbum que podía reservarle todavía algunas sorpresas. Pero también allí el recorrido era tan familiar que podía representarse cada escena con los ojos cerrados. Sin embargo una pequeña fotografía lo detuvo. No le había prestado atención hasta ese día. Susana y María sentadas en un banco del jardín, y ante ellas, un bebé que jugaba en el césped. Hacía nueve años de aquello. El bebé era Federico. Susana se había trastornado con aquel nacimiento. Pudo haber sido porque ella no había tenido hijos. Frustrada en su deseo de ser madre, había dirigido su ternura hacia el hijo de otra. El menor resfrío de Federico la inquietaba. Por cualquier insignificancia molestaba a la doctora Larivière. ¡Y con qué ansiedad comentaba a Pedro las dificultades escolares del chico! No estaba muy dotado para los estudios, era perezoso, juguetón y encantador. Ella decía de él: “No se parece ni a su padre ni a su madre. Pero estoy segura de que, por su inteligencia natural, conseguirá lo que otros consiguen por medio del trabajo”. Amalia, la mayor, era, por el contrario, muy buena alumna. La verdad que Pedro no conocía a los chicos más que a través de los comentarios de su mujer. Existían para él en la medida en que Susana se interesaba por ellos. Nunca había intentado acercárseles, preguntarles algo. Los compadeció ritualmente por haber perdido a su madre a tan temprana edad. Habiendo comenzado su vida y sus estudios en Francia, ¿no los haría desdichados el ser bruscamente trasplantados a Portugal? ¡Portugal! Pedro conocía apenas ese país, tan cercano en el mapa, tan lejano en realidad. Se acordó de aquel congreso, diez años atrás, en Lisboa. Fue con Susana. Pero ¿qué habían visto de la patria de María y de Miguel? Paseos turísticos, la bahía con sus lanchas de pescadores con la proa iluminada y las velas rojizas, las fachadas rosa pastel o granate de las casas, las iglesias barrocas, los museos frescos y llenos de ecos, las corridas de toros a caballo, las noches perdidas en los cabarets del Barrio Alto, donde cantores de voz áspera clamaban sus fados, en la humareda espesa del tabaco, frente a un público extasiado. María decía que Lisboa no era Portugal. Hablaba con amor de sus compatriotas, orgullosos, obstinados, generosos, hospitalarios, amantes del trabajo como del placer. Susana soñaba con volver a ese país. Le hubiera gustado, decía, pasar sus vacaciones de verano en un pueblo portugués de la costa. La enfermedad se lo había impedido.

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