Título original: Terribles Tsarines
Traducción: Teresa Clavel
Poderosas Y Depravadas
***
Catalina abre el camino
Un silencio lúgubre se ha desplomado sobre el palacio de Invierno. Mientras que, por regla general, al desconcierto que provoca la muerte de un soberano sigue una explosión de alegría cuando se proclama el nombre de su sucesor, en esta ocasión los minutos pasan y el abatimiento y la incertidumbre de los cortesanos se prolongan de forma alarmante. Se diría que Pedro el Grande no acaba de morir. Algunos incluso parecen pensar que, desaparecido él, no hay futuro para Rusia. Según contemplan su cadáver, tendido con las manos juntas en el pomposo lecho, los notables, que se han apresurado a acudir al enterarse de la noticia, están asombrados de que ese monstruo de energía y audacia que ha sacado al país de su letargo secular, que lo ha dotado de una administración, una policía y un ejército dignos de una potencia moderna, lo ha liberado de las opresivas tradiciones rusas para abrirlo a la cultura occidental y ha construido una capital de maravillas imperecederas sobre un desierto de fango y agua, no se haya tomado la molestia de designar al que tendrá que proseguir su obra. Pero lo cierto es que, unos meses antes, nada permitía presagiar un desenlace tan rápido. El zar reformador ha sido víctima, como siempre, de su impetuosidad. Contrajo la pleuresía mortal de resultas de haberse zambullido en las aguas heladas del Nevá para socorrer a los marinos de un barco a punto de naufragar. La fiebre reavivó con increíble rapidez las secuelas de una afección venérea y se complicó con retención de orina, cálculos y gangrena. El 28 de enero de 1725, tras penosos días de delirio, el zar pide una escribanía y, con mano trémula, traza estas palabras en el papel: «Entregadlo todo a…» El nombre del beneficiario queda en blanco. Los dedos del moribundo se crispan, su voz se extingue en un estertor. Ya no está allí. Desplomada junto al lecho, su mujer, Catalina, llora mientras interroga en vano a un cuerpo mudo, sordo e inerte. Esta pérdida la deja desesperada y desamparada a la vez, pues habrá de sostener sobre los hombros la carga de una tristeza y de un imperio igualmente pesados. A su alrededor, todas las cabezas pensantes del régimen comparten la misma angustia. A decir verdad, el despotismo es una droga indispensable no sólo para quien lo ejerce sino también para quienes lo padecen. La megalomanía del señor se corresponde con el masoquismo de los súbditos. El pueblo, acostumbrado a las injusticias de una política coactiva, se asusta al verse repentinamente privado de ella. Tiene la impresión de que, al aflojar su abrazo, el señor del que antes se quejaba le retira al mismo tiempo su protección y su amor. Los que ayer criticaban al zar en voz baja hoy no saben a qué son bailar. Incluso se preguntan si es momento de «bailar» y si, tras esta larga espera a la sombra del tiránico innovador, algún día «bailarán» de nuevo.
Sin embargo, es preciso vivir cueste lo que cueste. Mientras vierte torrentes de lágrimas, Catalina no pierde de vista sus intereses personales. Una viuda puede estar sinceramente afligida y ser a la vez razonablemente ambiciosa. Es consciente de sus errores en relación con el difunto, pero siempre le ha sido afecta pese a las numerosas infidelidades de su esposo. Nadie lo ha conocido y servido mejor que ella durante los veintitrés años que ha durado su relación amorosa y su matrimonio. En la lucha por el poder, ella tiene a su favor, si no la legitimidad dinástica, al menos la del amor desinteresado. Entre los dignatarios cercanos al trono ya se cruzan las apuestas. ¿A quién le corresponde la corona de Monomaco? [1]A dos pasos del cadáver expuesto en su lecho de gala, se susurra, se conspira, se apuesta por tal o cual nombre sin que nadie se atreva a manifestar en voz alta sus preferencias. Está el clan de los partidarios del joven Pedro, de diez años, el hijo del infortunado zarevich Alejo, que murió bajo tortura por orden de Pedro el Grande, según dicen en castigo por haber conspirado contra él. El recuerdo de ese asesinato legal todavía planea sobre la corte de Rusia. La camarilla vinculada al pequeño Pedro congrega a los príncipes Dimitri Golitsin, Iván Dolgoruki, Nikita Repnín y Borís Sheremétiev, todos molestos por las vejaciones que les ha infligido el zar y ávidos de tomarse la revancha durante el nuevo reinado. Enfrente se alzan los conocidos con el apodo de los Aguiluchos de Pedro el Grande. Estos hombres de confianza de Su Majestad están dispuestos a todo para conservar sus prerrogativas. Los encabeza Alexandr Ménshikov, antiguo oficial pastelero, amigo de juventud y favorito del difunto (le otorgó el título de príncipe serenísimo), el teniente coronel de la Guardia Iván Buturlin, el conde Piotr Tolstói, senador, el conde Gavriil Golovkin, gran canciller, y el gran almirante Fiódor Apraxin. Todos estos importantes personajes firmaron tiempo atrás, para complacer a Pedro el Grande, el fallo del Alto Tribunal condenando al suplicio, y como consecuencia de ello a la muerte, a su hijo rebelde Alejo. Para Catalina, son aliados de una fidelidad indefectible. Estos «hombres de progreso», que se declaran hostiles a las ideas retrógradas de la vieja aristocracia, no ven motivo alguno de vacilación: tan sólo la viuda de Pedro el Grande tiene derecho a sucederle y está capacitada para ello. El más decidido a defender la causa de «la verdadera depositaria del pensamiento imperial» es quien más tiene que ganar en caso de éxito, el vigoroso Alexandr Ménshikov, que debe toda su carrera a la amistad del zar y cuenta con la gratitud de su esposa para conservar sus privilegios. Su convicción es tan fuerte que no quiere ni oír hablar de las pretensiones a la corona del nieto de Pedro el Grande, que es hijo del zarevich Alejo, por supuesto, pero al que, aparte de esa filiación colateral, nada designa para un destino tan glorioso. Asimismo, se encoge de hombros cuando mencionan ante él a las hijas de Pedro el Grande y Catalina, que después de todo podrían hacer valer su candidatura. La mayor, Ana Petrovna, acaba de cumplir diecisiete años; la pequeña, Isabel Petrovna, apenas tiene dieciséis. Ni una ni otra son muy peligrosas. Y, de cualquier modo, en el orden sucesorio figuran detrás de su madre, la emperatriz putativa. De momento sólo hay que pensar en casarlas cuanto antes. Por ese lado, Catalina está tranquila, confía plenamente en que Ménshikov y sus amigos la apoyen en sus intrigas. Antes incluso de que el zar haya exhalado el último suspiro, éstos han enviado emisarios a los principales cuarteles a fin de preparar a los oficiales de la Guardia para dar un golpe de Estado en favor de su futura «madrecita Catalina».
Cuando los médicos y a continuación los sacerdotes dan fe de la muerte de Pedro el Grande, un frío amanecer asoma sobre la ciudad dormida. Caen gruesos copos de nieve. Catalina se retuerce las manos y llora tan copiosamente ante los plenipotenciarios reunidos en torno al lecho fúnebre que el capitán Villebois, ayudante de campo de Pedro el Grande, escribirá en sus memorias: «Era inconcebible que pudiese haber tanta agua en el cerebro de una mujer. Infinidad de gente acudía al palacio para verla llorar y suspirar.» [2]
Finalmente se anuncia el fallecimiento del zar mediante ciento un cañonazos disparados desde la fortaleza San Pedro y San Pablo.
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