Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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A pesar de las lágrimas de la prometida, el 14 de julio de 1739 se celebra la boda. El fasto del baile que sigue a la bendición nupcial deslumbra hasta a los diplomáticos más gruñones. La joven casada luce un vestido de tisú de plata bordado. Una corona de diamantes reluce sobre su cabellera castaña, recogida en gruesas trenzas. Sin embargo, no es ella la protagonista de la fiesta. Con su traje de cuento de hadas, da la impresión de hallarse perdida en medio de un grupo con el que no tiene nada que ver. Entre todos esos rostros alegres, el suyo está impregnado de melancolía y resignación. La persona que la eclipsa por su belleza, su sonrisa y su aplomo es la zarevna Isabel Petrovna, a quien, en cumplimiento del protocolo, no ha habido más remedio que sacar temporalmente de su retiro de Ismailovo. Ataviada con un vestido rosa y plata generosamente escotado, y luciendo las joyas de su madre, la difunta emperatriz Catalina I, se diría que es ella, y no la joven novia, quien está disfrutando del día más feliz de su vida. Incluso Antonio Ulrico, el flamante y tan poco apreciado esposo de Ana Leopóldovna, sólo tiene ojos para la zarevna, la invitada de más, cuando supuestamente esta ceremonia significa su derrota. La zarina, obligada a constatar el triunfo de su rival a medida que pasan las horas, detesta todavía más a esa criatura con la que creía haber acabado pero que sigue levantando cabeza. En cuanto a Ana Leopóldovna, sufre el tormento de no ser sino una marioneta cuyos hilos maneja su tía. Lo que la horroriza por encima de todo es la perspectiva de la experiencia que la espera en la cama, cuando las luces del baile se hayan apagado y los bailarines se hayan dispersado. Víctima expiatoria, sabe que a ninguno de los que fingen alegrarse de su suerte le preocupa su amor, ni siquiera su placer. Ella no está allí para ser feliz, sino para ser fecundada.

Cuando el momento tan temido llega, las damas más ilustres y las esposas de los principales diplomáticos extranjeros acompañan en cortejo a Ana Leopóldovna a la cámara nupcial, donde permanecen, como es tradicional, hasta que ella se mete en la cama. No se trata, ni mucho menos, del mismo ceremonial que el reservado tiempo atrás por Ana Ivánovna a sus dos bufones, condenados a tiritar toda la noche en la «casa de hielo». Y sin embargo, el efecto es idéntico para la joven, que, casada a la fuerza por la zarina, se siente congelada hasta la médula, no de frío sino de miedo, al pensar en el triste destino que la espera junto a un hombre al que no ama. Cuando finalmente las damas de su séquito se retiran, el pánico se apodera de ella y, burlando la vigilancia de las doncellas, huye a los jardines del palacio de Verano. Allí pasará sola, llorando y suspirando, su primera noche de bodas.

Informados de esta escandalosa espantada conyugal, la zarina y Bühren convocan a la desdichada y, relevándose en las súplicas, los razonamientos y las amenazas, exigen que cumpla con su deber sin tardanza. Algunas damas de honor, agazapadas en la habitación contigua, observan la escena por la ranura de la puerta. En lo más acalorado de la discusión, ven a la zarina, roja de ira, abofetear con todas sus fuerzas a su recalcitrante sobrina.

La lección dará sus frutos: un año más tarde, el 23 de agosto de 1740, Ana da a luz a un niño, que es inmediatamente bautizado con el nombre de Iván Antónovich. La zarina, aquejada desde hace unos meses de una dolencia difusa cuya causa los médicos no acaban de precisar, experimenta una súbita mejoría al enterarse de la «gran noticia». Rebosante de júbilo, exige que toda Rusia exulte por ese nacimiento providencial. Acostumbrados a obedecer y a fingir, sus súbditos, como siempre, se deshacen en bendiciones. Sin embargo, no pocas mentes perspicaces se plantean muchas preguntas. ¿Con qué derecho un retoño de pura sangre alemana, puesto que es Brunswick-Bevern por parte paterna y Mecklemburgo-Schwerin por parte materna, y su único vínculo con la dinastía de los Románov es a través de su tía abuela Catalina I, esposa de Pedro el Grande, también de origen polacolivonio, se ve promovido desde la cuna al rango de heredero auténtico de la corona? ¿En nombre de qué ley, de qué tradición nacional se arroga la zarina Ana Ivánovna el poder de designar su sucesor? ¿Cómo es que no tiene a su lado un consejero lo bastante respetuoso con la historia de Rusia para evitar que tome una iniciativa tan sacrílega? No obstante, como de costumbre, los comentarios desagradables se silencian ante las bruscas decisiones de Bühren, que, pese a ser alemán, afirma saber mejor que ningún ruso lo que le conviene a Rusia. Él había pensado vagamente en casar a su propio hijo, Peter, con Ana Leopóldovna. Sin embargo, al haber fracasado este proyecto a causa de la reciente unión de la princesa con Antonio Ulrico, el favorito se ha ocupado de asegurar de una manera indirecta su futuro a la cabeza del Estado. Y le parece tanto más urgente hacer avanzar sus peones en el tablero cuanto que la enfermedad de Su Majestad se agrava de día en día. Se teme que padezca una afección renal, complicada por los efectos de la menopausia. Los médicos apuntan a la «enfermedad de la piedra».

Pese a los dolores, la zarina todavía conserva cierta lucidez. Bühren aprovecha la circunstancia para pedir un último favor: ser nombrado regente del imperio hasta la mayoría de edad del niño, al que se acaba de proclamar heredero del trono mediante un manifiesto. Nada más ser formulada, la pretensión del favorito provoca la indignación de los demás consejeros de la emperatriz moribunda: Loewenwolde, Ósterman y Münnich. Cherkaski y Bestújiev no tardan en sumarse a la conspiración palaciega de aquéllos y tras horas de discusiones secretas llegan a la conclusión de que el peligro más grave que los acecha no lo encarna, ni mucho menos, su compatriota Bühren, sino la camarilla de los aristócratas rusos, quienes siguen sin digerir que se les haya apartado del trono. A fin de cuentas, ante el peligro que representaría que algún paladín de la antigua nobleza nacional tomara el poder, el clan alemán estima preferible apoyar la propuesta de su querido y viejo cómplice Bühren. Así, en un abrir y cerrar de ojos, estos cinco «hombres de confianza», tres de los cuales son de origen germano y los otros dos están vinculados a cortes extranjeras, deciden dejar el destino del imperio en manos de un personaje que nunca se ha preocupado de las tradiciones de Rusia y ni siquiera se ha molestado en aprender la lengua del país que pretende gobernar. Una vez tomada su resolución, informan de ella a Bühren, que en ningún momento la había puesto en duda. Ahora, todos, reconciliados en torno a un interés común, concentran sus esfuerzos en convencer a la emperatriz. Ésta, que ya no se levanta de la cama, lucha contra los accesos de dolor y de delirio. Apenas oye a Bühren cuando intenta explicarle lo que se espera de ella: una simple firma en la parte inferior de un papel. Como parece demasiado exhausta para contestarle, él le mete el documento debajo de la almohada. Sorprendida por este gesto, la zarina le pregunta en un susurro: «¿Necesitas eso?» Acto seguido vuelve la cabeza y se niega a seguir hablando.

Unos días más tarde, Bestújiev redacta otro documento en el que el Senado y la Generalidad suplican a Su Majestad que confíe la regencia a Bühren, a fin de garantizar la tranquilidad del imperio «en toda circunstancia». La enferma deja de nuevo el papel bajo la almohada, sin dignarse rubricarlo y ni tan siquiera leerlo. Bühren y los «suyos» están consternados por esta inercia que podría ser definitiva. ¿Habrá que recurrir de nuevo a la falsificación para salir del paso? La experiencia de enero de 1730, a la muerte del joven zar Pedro II, no fue nada convincente. Dada la malevolencia de la nobleza, sería peligroso repetir ese juego cada vez que se produce un cambio de reinado.

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