Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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Divididos entre el miedo y la indignación, los súbditos de Ana Ivánovna culpan a Bühren, por supuesto, de ser el responsable de todos sus males, pero en el fondo apuntan a la zarina. Los más audaces se atreven a comentar entre ellos que una mujer es congénitamente incapaz de gobernar un imperio y que la maldición inherente a su sexo se ha transmitido a la nación rusa, culpable de haberle confiado imprudentemente su destino. Algunos observadores altivos le imputan hasta los errores en la política internacional, cuando el principal responsable de ellos es Ósterman. Este personaje de poca envergadura y ambición desmesurada no tiene ningún empacho en considerarse un genio diplomático. Sus iniciativas en este terreno cuestan caras y apenas reportan nada. Para complacer a Austria, intervino en Polonia, causando un gran malestar en Francia, que apoyaba a Estanislao Leszczynski. Después, tras la coronación de Augusto III, le pareció útil jurar que no desmembraría el país, una promesa que no había engañado a nadie ni le había granjeado ninguna gratitud. Además, contando con la ayuda de Austria -que, como de costumbre, acabó por escabullirse-, entró en guerra contra Turquía. Pese a una serie de éxitos obtenidos por Münnich, las pérdidas fueron tan grandes que Ósterman tuvo que resignarse a firmar la paz. En el congreso de Belgrado, en 1739, incluso solicitó la mediación de Francia intentando sobornar al enviado de Versalles, pero el resultado que obtuvo fue irrisorio: el mantenimiento de los derechos de Rusia sobre Azov, con la condición de no fortificar la plaza, y la concesión de unos arpendes de estepa entre el Dniéper y el Bug meridional. A cambio, Rusia prometió derribar las fortificaciones de Taganrog y renunciar a mantener barcos de guerra y comerciales en el mar Negro, quedando reservada la libre navegación por esas aguas a la flota turca. La única conquista territorial que se registra en Rusia durante el reinado de Ana es la anexión efectiva de Ucrania, situada bajo control ruso en 1734.

Mientras que, en el plano internacional, Rusia pasa por ser una nación debilitada y desorientada, en el interior del país surgen, aquí y allá, absurdos aspirantes al trono. Este fenómeno no es nuevo en el imperio. Desde los falsos Demetrios que aparecieron al morir Iván el Terrible, la obsesión con la resurrección milagrosa de un zarevich se ha convertido en una enfermedad endémica y, por así decirlo, nacional. No obstante, esas convulsiones en la opinión pública, por despreciables que sean, empiezan a importunar a Ana Ivánovna. Instigada por Bühren, ve en ellas una amenaza cada vez más precisa para su legitimidad. Teme por encima de todo que su prima Isabel Petrovna adquiera de nuevo popularidad en el país, dado que es la única hija viva de Pedro el Grande. ¿No utilizará la nobleza los argumentos falaces que estuvieron a punto de comprometer su propia coronación? Además, la belleza y la gracia natural de su rival le resultan insoportables. No le ha bastado alejar a la zarevna del palacio, con la esperanza de que tanto en la corte como fuera de ella acabarían por olvidar la existencia de esa aguafiestas. Como medida de precaución contra toda tentativa de transferir el poder a otro linaje, incluso tuvo la idea, en 1731, de llevar a cabo una modificación autoritaria de los derechos familiares en la casa de los Románov. Al no haber tenido hijos y estar tan preocupada por el futuro de la monarquía, adoptó a su joven sobrina, hija única de su hermana mayor, Catalina Ivánovna, y de Carlos Leopoldo, príncipe de Mecklemburgo. Deprisa y corriendo la pequeña princesa fue trasladada a Rusia. La niña sólo tenía trece años en la época de su adopción. De confesión luterana, fue bautizada según el rito ortodoxo, cambió el nombre de Isabel por el de Ana Leopóldovna y se convirtió, junto a su tía Ana Ivánovna, en el segundo personaje del imperio. En estos momentos es una adolescente rubia e insulsa, de mirada apagada pero con bastante ingenio para mantener una conversación, siempre y cuando el tema no sea demasiado serio. En cuanto cumple los diecinueve años, su tía, la zarina, que tiene buen ojo para valorar los recursos físicos y morales de una mujer, decreta que está totalmente preparada para el matrimonio. Así pues, se apresura a buscarle un novio.

Por supuesto, la atención de Ana Ivánovna se dirige primero hacia la patria de su corazón, Alemania. Tan sólo en esa tierra de disciplina y virtud se encuentran esposos y esposas dignos de reinar en la bárbara Moscovia. Carlos Gustavo de Loewenwolde, encargado de descubrir al mirlo blanco en una pajarera repleta de soberbios gallos, hace una gira de inspección y, a su regreso, recomienda a Su Majestad la candidatura del margrave Carlos de Prusia o la del príncipe Antonio Ulrico de Bevern, de la casa de Brunswick, cuñado del príncipe heredero de Prusia. Su preferencia personal se decanta hacia el segundo, mientras que Ósterman, especialista en política exterior, se inclina por el primero. Se sopesan ante Ana Ivánovna las ventajas y los inconvenientes de los dos contrincantes sin consultar a la interesada, pese a que tendría algo que decir, pues ya ronda los veinte años. A decir verdad, en esta maquinación politicoconyugal, la emperatriz sólo persigue un objetivo: conseguir que su sobrina traiga cuanto antes un hijo al mundo a fin de nombrarlo heredero de la corona, lo que atajaría toda veleidad de maniobrar en favor de otro pretendiente. Pero ¿cuál es más capaz de dejar embarazada rápidamente a la dulce Ana Leopóldovna, el margrave Carlos de Prusia o el príncipe Antonio Ulrico? Ante la duda, se invita a Antonio Ulrico para presentarlo a Su Majestad. A la emperatriz le basta una mirada para evaluar las aptitudes del pretendiente: un buen muchacho, fino y blandengue. Desde luego, no es lo que le conviene a su sobrina, ni tampoco al país. Sin embargo, el omnisciente Bühren se esfuerza en alabar sus cualidades. Por otro lado, el tiempo apremia, pues la joven empieza a causar problemas: se ha enamorado del conde Carlos Mauricio de Lynar, ministro sajón en San Petersburgo. Afortunadamente, el rey de Sajonia ha llamado al diplomático y lo ha designado para otro puesto. Ana Leopóldovna, desesperada, ha encontrado inmediatamente otra pasión. Esta vez se trata de una mujer: la baronesa Julia Mengden. No tardan en volverse inseparables. ¿Hasta dónde llega su intimidad? En la corte y en las embajadas se cotillea: «La pasión de un hombre por una nueva amante es, en comparación, un simple juego», señala el ministro inglés Edward Finch. [30]En cambio, el ministro prusiano Axel de Mardefeld, más escéptico, escribirá en francés a su rey: «Siendo incomprensible para todo el mundo la fuente de la inclinación sobrenatural de la gran duquesa [Ana Leopóldovna] por Julieta [Julia Mengden], no me sorprende que el público acuse a esta muchacha de compartir los gustos de la famosa Safo. […] Una sucia calumnia […], pues, ante tales imputaciones, la difunta emperatriz hizo someter a un examen riguroso a esta señorita […], y el informe de la comisión le fue favorable, según el cual es mujer en todas las formas, sin ninguna apariencia hombruna.» [31]Ante el peligro de esta desviación amorosa, Ana Ivánovna decide que no es oportuno seguir vacilando. Es preferible un mal casamiento que una espera prolongada. En cuanto a los sentimientos de la doncella, a Su Majestad le importan un comino. Esa personita, cuya gracia e inocencia al principio la habían cautivado, se ha vuelto en unos años tan torpe, exigente y obstinada que le resulta decepcionante. En realidad, si la adoptó no fue para contribuir a su felicidad, como ha repetido cientos de veces, sino para apartar del trono a la zarevna Isabel Petrovna, a quien ha tomado inquina. Para ella, Ana Leopóldovna sólo tiene valor como suplente, como instrumento para salir del paso o, puestos a decirlo todo, como vientre ocasional. Así que, ¡que se conforme con Antonio Ulrico como esposo! ¡Hasta demasiado guapo es para una cabeza hueca como ella!

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