Antes de dar el salto hacia lo desconocido, se arrodilla frente a los iconos y jura abolir la pena de muerte en toda Rusia en caso de éxito. En el cuarto contiguo, sus partidarios, agrupados en torno a Alexéi Razumovski, se impacientan ante esta nueva dilación. No irá a cambiar otra vez de opinión… La Chétardie no aguanta más y regresa a la embajada. Cuando Isabel reaparece, erguida, lívida y altiva, Armand Lestocq le pone entre las manos una cruz de plata, pronuncia unas palabras más de aliento y le cuelga al cuello el cordón de la Orden de Santa Catalina. A continuación la conduce al exterior. Un trineo aguarda a la puerta. Isabel se sienta en él con Lestocq; Alexéi Razumovski y Saltikov se instalan en otro trineo, mientras que Voróntsov y los Shuválov montan a caballo. Detrás de ellos va Grunstein y una decena de granaderos. Todo el grupo se dirige, en plena noche, hacia el cuartel del regimiento Preobrazhenski. Aprovechando un breve alto ante la embajada de Francia, Isabel intenta entrevistarse con su «cómplice» La Chétardie para prevenirlo de la inminencia del desenlace, pero un secretario afirma que Su Excelencia no está allí. Intuyendo que se trata de una ausencia diplomática, destinada a disculpar al embajador en caso de que el golpe fracase, la zarevna no insiste y se contenta con encargar a un agregado de la embajada que le diga que ella «se dirige hacia la gloria bajo la égida de Francia». Afirmar tal cosa en voz alta y clara tiene tanto más mérito cuanto que el gobierno francés acaba de negarle los dos mil rublos que Isabel le había pedido, como último recurso, a través de La Chétardie.
Al llegar al cuartel, los conjurados se topan con un centinela al que no han tenido tiempo de poner en antecedentes y que, creyendo obrar bien, da la voz de alarma. Raudo como una centella, Lestocq rompe el tambor de un puñetazo mientras los granaderos de Grunstein se precipitan al interior para informar a sus compañeros del acto patriótico que se espera de ellos. Los oficiales que se alojan en la ciudad, cerca de allí, también son alertados. En unos minutos, varios cientos de hombres se encuentran reunidos, en posición de descanso, en el patio del cuartel. Haciendo acopio de valor, Isabel se apea del trineo y se dirige a ellos en un tono de autoridad afectuosa. Lleva preparado el discurso:
– ¿Me reconocéis? ¿Sabéis de quién soy hija?
– Sí, mátushka -responden a coro los soldados, poniéndose firmes.
– Tienen intención de meterme en un convento. ¿Queréis apoyarme para evitarlo?
– ¡Estamos dispuestos, mátushka ! ¡Los mataremos a todos!
– Si habláis de matar, me retiro. No deseo la muerte de nadie.
Esta réplica magnánima desconcierta a los gvardeitsi. ¿Cómo se puede exigir que peleen velando por el enemigo? ¿Acaso la zarevna está menos segura de su derecho de lo que imaginan? Percatándose de que se sienten decepcionados por su tolerancia, Isabel empuña la cruz de plata que le ha entregado Lestocq y declara: «¡Juro morir por vosotros! ¡Jurad que haréis lo mismo por mí, pero sin derramar sangre inútilmente!» Esa promesa, los gvardeitsi pueden hacerla sin reserva. Prestan juramento, pues, con un rugido atronador y se acercan de uno en uno para besar la cruz que ella les tiende como hacen los sacerdotes en la iglesia. Convencida de que acaba de desaparecer el último obstáculo que se interponía en su camino, Isabel abarca con la mirada al regimiento formado ante ella, con sus oficiales y sus hombres, respira hondo y dice en un tono profético: «¡Vámonos, y pensemos en hacer feliz a nuestra patria!» Acto seguido monta en su trineo y los caballos se abalanzan hacia delante.
Trescientos hombres silenciosos siguen a la mátushka a lo largo de la perspectiva Nevski, todavía desierta, en dirección al palacio de Invierno. En la plaza del Almirantazgo, Isabel teme que el ruido de pasos en la calzada y los relinchos de los caballos llamen la atención de algún centinela o de algún ciudadano insomne. Así pues, baja del vehículo e intenta proseguir el camino a pie, pero sus botines se hunden en la espesa nieve. Se tambalea. Dos granaderos acuden de inmediato en su ayuda, la levantan y la llevan en brazos hasta las inmediaciones del palacio. Al llegar al puesto de guardia, ocho hombres de la escolta, enviados por Lestocq, avanzan con decisión, dan el santo y seña, que les ha facilitado un cómplice, y desarman a los cuatro centinelas apostados ante el portón. El oficial que está al mando del retén de guardia grita: Na karaúl! (¡A las armas!). Un granadero lo apunta con la bayoneta; al menor signo de resistencia, le atravesará el pecho. Pero Isabel aparta el arma con una mano, y este gesto de clemencia le hace ganarse la simpatía de todo el destacamento encargado de la seguridad del palacio.
Entre tanto, un grupo de conjurados ha llegado a los «aposentos reservados». Isabel entra en la habitación de la regente y la encuentra en la cama. Como su amante sigue de viaje, Ana Leopóldovna duerme junto a su marido. Al abrir, sobresaltada, los ojos, ve a la zarevna que la contempla con una serenidad alarmante. Sin levantar la voz, Isabel le dice: «Hermanita, es hora de levantarse.» La regente, muda de estupor, no se mueve. Pero Antonio Ulrico, que también se ha despertado, protesta airadamente y llama a la Guardia. No acude nadie. Mientras él continúa vociferando, Ana Leopóldovna toma conciencia de su derrota, la acepta con una docilidad de sonámbula y pide simplemente que no la separen de Julia Mengden.
Mientras el matrimonio, completamente abrumado, se viste ante la mirada recelosa de los conjurados, Isabel se dirige a la habitación de los niños, donde el bebé zar descansa en su cuna recargada de tules y encajes. Al cabo de un momento, éste, agitado por el tumulto que lo rodea, abre los ojos y emite unos gemidos. Isabel, inclinada sobre él, finge enternecerse; aunque, quién sabe, quizás está realmente emocionada. Luego coge al niño en brazos, lo lleva a la estancia en la que está el cuerpo de guardia, donde reina un agradable calor, y dice con la suficiente claridad para que todo el mundo la oiga: «¡Pobre pequeñín, tú eres inocente! ¡Tus padres son los únicos culpables!»
Como actriz experimentada que es, no necesita el aplauso de su público para saber que acaba de marcarse otro tanto. Una vez pronunciada esta frase, que considera -con justicia- histórica, se lleva al crío envuelto en los pañales, como una raptora de niños, monta en el trineo y, sin dejar de sostener al pequeño Iván VI entre sus brazos, recorre la ciudad mientras aparecen las primeras luces del alba. Unos pocos madrugadores, informados del acontecimiento, salen al paso de la zarevna y profieren vítores con voz ronca. Es el quinto golpe de Estado que se da en su ciudad en quince años, gracias a la colaboración de la Guardia. Están tan acostumbrados a estas repentinas convulsiones de la política que ya ni siquiera se preguntan quién dirige el país de todas esas altas personalidades cuyos nombres, honrados un día, son deshonrados el siguiente.
Al enterarse, nada más despertar, de la última conmoción que ha tenido por escenario el palacio imperial, el general escocés Lascy, desde hace tiempo al servicio de Rusia, no manifiesta ninguna sorpresa. Cuando su interlocutor, deseoso de conocer sus preferencias, le pregunta a bocajarro: «¿Del lado de quién estáis vos?», él responde sin vacilar: «Del de la que reine.» En la mañana del 25 de noviembre de 1741, esta respuesta filosófica podría ser la de todos los rusos, salvo aquellos que han perdido su posición o su fortuna en el lance. [43]
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