Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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El triunfo de Isabel

Puesto que el golpe de Estado se ha convertido en una tradición política en Rusia, Isabel se siente moral e históricamente obligada a someterse a las reglas en uso en tales casos extremos: proclamación solemne de los derechos al trono, detención masiva de los opositores y lluvia de recompensas a los partidarios. Apenas ha podido dormir dos horas en el transcurso de esa agitada noche. Sin embargo, en los momentos de euforia, la excitación del triunfo fortalece el alma mejor que un banal reposo. Desde el amanecer está en pie, arreglada, peinada y sonriente como si saliera de un sueño reparador. Veinte cortesanos se agolpan ya en su antecámara para ser los primeros en presentarle sus respetos. A Isabel le basta echar una rápida ojeada para distinguir a los que se alegran sinceramente de su victoria de los que se prosternan ante ella en la confianza de evitar el castigo que merecen. En espera de hacer una selección, ella les muestra a todos un rostro amable y, apartándolos con un ademán, sale al balcón. Abajo se encuentran formados los regimientos que han acudido a prestar juramento. Los soldados, con traje de gala, expresan a gritos su alegría sin romper las filas. Sus ojos y sus bayonetas despiden el mismo brillo despiadado. Isabel escucha los hurras que invaden el aire helado del amanecer como una imponente declaración de amor a la «madrecita». Tras esa muralla de uniformes se apiña la masa gris del pueblo de San Petersburgo, tan impaciente como el ejército por manifestar su sorpresa y su beneplácito. Ante este júbilo unánime, la tentación de perdonar a los que han errado al hacer su compromiso es muy fuerte para una mujer sensible. No obstante, Isabel se resiste a ceder a una indulgencia que más tarde podría lamentar. Sabe, si no por experiencia, por atavismo, que la autoridad está reñida con la caridad. Con una prudencia calculada, decide saborear su dicha sin renunciar a su rencor. Como medida urgente de precaución, encarga al príncipe Nikita Trubetzkói que lleve a las diferentes embajadas la noticia de la ascensión al trono de Su Majestad Isabel I. Pero casi todos los ministros extranjeros ya han sido informados del acontecimiento, y de todos los diplomáticos, el más emocionado es sin duda alguna Su Excelencia Jacques-Joachim Trotti de La Chétardie, que ha hecho de esta batalla una cuestión personal. Este triunfo es, en cierta medida, su triunfo, y espera recibir muestras de agradecimiento tanto por parte de la principal beneficiaria como por la del gobierno francés.

Cuando La Chétardie se traslada en calesa al palacio de Invierno para saludar a la nueva zarina, los granaderos que han participado en el heroico tumulto del día anterior y que todavía vagan por las calles lo reconocen, lo escoltan y lo aclaman llamándolo bátiushka Frantsúz («nuestro padrecito francés») y «el protector de la hija de Pedro el Grande». A La Chétardie se le saltan las lágrimas. Piensa que los rusos tienen más corazón que los franceses y, para no quedarse a la zaga en lo que a familiaridad se refiere, invita a todos estos valientes militares a ir a brindar por la salud de Francia y de Rusia a los locales de la embajada. Sin embargo, cuando haga partícipe de esta anécdota a su ministro, Amelot de Chailloux, éste le reprochará su excesivo candor: «Los cumplidos que os han dirigido los granaderos y que, desgraciadamente, no habéis podido evitar, dejan al descubierto el papel que habéis desempeñado en la revolución», [44]le escribe el 15 de enero de 1742. En el intervalo, Isabel ha ordenado celebrar un tedeum, seguido de un servicio religioso para oficializar la ceremonia en la que la tropa presta juramento. Se ha ocupado asimismo de publicar un manifiesto justificando su advenimiento al trono «en virtud de nuestro derecho legítimo y a causa de nuestra proximidad de sangre con nuestro querido padre y nuestra querida madre, el emperador Pedro el Grande y la emperatriz Catalina Alexéievna, así como atendiendo a la súplica unánime y humildísima de aquellos que nos eran fieles». [45]

Como contrapartida a esta exaltación, se anuncian severas represalias. Los actores secundarios del complot se reúnen con sus principales «provocadores» (Münnich, Loewenwolde, Ósterman y Golovkin) en las casernas de la fortaleza San Pedro y San Pablo. El príncipe Nikita Trubetzkói, encargado de juzgar a los culpables, no pierde el tiempo con procedimientos inútiles. Unos magistrados designados expresamente para el caso lo asesoran en la exposición de las conclusiones, que en ningún caso admiten apelación. Un público numeroso, ávido de aplaudir la desgracia ajena, sigue hora tras hora las sesiones. Entre los inculpados figuran muchos extranjeros, lo que satisface a los «buenos rusos». Algunos de estos revanchistas se complacen en señalar, riendo, que se trata de un proceso contra Alemania instruido por Rusia. Cuentan que Isabel, escondida tras un cortinaje, no se pierde una palabra de los debates. En cualquier caso, es ella quien inspira e incluso dicta los veredictos. En la mayoría de los casos, el castigo es la muerte. Naturalmente, como antes del golpe de Estado juró abolir la pena capital en Rusia, Su Majestad se concede el inocente placer de indultar a los condenados en el último minuto. Ella cree que este sadismo teñido de magnanimidad es un instinto ancestral, pues, antes que ella, Pedro el Grande jamás vaciló en mezclar crueldad y lucidez, diversión y horror. Sin embargo, cada vez que el tribunal presidido por Nikita Trubetzkói decreta la muerte, hay que precisar el modo de ejecutarla. En la mayor parte de los casos, los asesores de Trubetzkói se contentarían con la decapitación con hacha. Pero, en lo que respecta a la suerte de Ósterman, en la sala se alzan voces que critican semejante humanidad en la aplicación del castigo supremo. A petición de Vasili Dolgoruki, recién regresado del exilio y rabiosamente deseoso de venganza, Ósterman es condenado al suplicio de la rueda antes de ser degollado; para Münnich, se prefiere que sea el descuartizamiento lo que preceda al golpe de gracia. Tan sólo los criminales de la categoría más baja tendrán la suerte de no ser torturados y llegar intactos ante el verdugo que deberá cortarles el cuello. Para no estropear la sorpresa final, el día de la ejecución, a la hora prevista, los culpables serán conducidos al cadalso ante una multitud ávida de ver correr la sangre de los «traidores» y, allí, un mensajero de palacio les comunicará que Su Majestad, en su infinita bondad, se ha dignado conmutarles la pena por el exilio a perpetuidad. En todos los casos, la muchedumbre, decepcionada al principio por verse privada de un espectáculo divertido, quiere despedazar a los beneficiarios del favor imperial, pero luego, como si tuviera una iluminación, bendice a la mátushka, que ha demostrado ser mejor cristiana que ellos al perdonar la vida a los «infames». Impresionados por tanta clemencia, algunos llegan a afirmar que esta medida excepcional se debe a la naturaleza profundamente femenina de Su Majestad y que, en su lugar, un zar se habría mostrado más riguroso en la manifestación de su ira. Estos mismos incluso rezan para que, en el futuro, sea siempre una mujer quien dirija Rusia. A su entender, el pueblo, en su desgracia, necesita más una madre que un padre. Mientras que todo el mundo ensalza a la zarina de corazón de oro, Münnich irá a enterrarse a Pelym, una aldea de Siberia a tres mil verstas de San Petersburgo, Loewenwolde acabará en Solikamsk, Ósterman en Berezov, en la región de Tobolsk, y Golovkin será abandonado en un pueblo cualquiera de Siberia, pues el lugar al que había que deportarlo estaba mal indicado en la hoja de ruta. En cuanto a los miembros de la familia Brunswick, con la ex regente Ana Leopóldovna a la cabeza, serán mejor tratados en razón de su elevada condición y permanecerán retenidos en Riga antes de ser enviados a Jolmogori, en el extremo norte.

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