– ¿Y eso quiere decir…?
– Que el asesino es un hombre hábil, con el suficiente conocimiento como para matar sin prisas, dejando que transcurra un tiempo. Un recurso útil si pretendes evitar que te relacionen con el asesinado. Incluso es posible que sus víctimas no se alertaran de lo que les estaba sucediendo. Y ha de ser alguien con nociones de venenos.
– ¿Zenón?
– ¿Ese borracho? ¿Qué interés tendrían para él los asesinatos? No, querida Theresa. Adpanitendum properat, cito qui iudicat. Para encontrar a un criminal has de indagar en el motivo que lo llevó a actuar. ¿Qué relación había entre Genserico y el percamenarius}
– Los dos eran hombres. Vivían en Würzburg…
– Y los dos tenían pies y cabeza. Intenta ser más sagaz, ¡por el amor de Dios!
Theresa no estaba para adivinanzas, y así se lo hizo saber.
– De acuerdo -concedió él-. Ambos trabajaban para Wilfred. Ya sé que en Würzburg todo el mundo trabaja para Wilfred, pero Genserico era su coadjutor, su mano derecha, al tanto de cuanto concernía a su superior, y Korne, el percamenarius, era íntimo de Genserico. Quizás esta relación resulte demasiado simple como para inferir un ansia de asesinato, pero sigamos especulando… Si tal como convinimos, el motivo de la desaparición de las gemelas fue el chantaje, y damos por asegurado que su secuestrador fue el propio percamenarius…
– ¿Los pelos rizados que encontramos? -sugirió Theresa.
– Y este ojo de juguete que hallé en la celda que le cedieron tras el incendio. -Extrajo de una cajita un pequeño guijarro que le mostró ufano-. Pertenece a la muñeca con que jugaban las gemelas el mismo día del secuestro.
Theresa lo examinó con admiración. La pintura azul resaltaba torpemente sobre el blanco del guijarro.
– Colegiríamos, pues -siguió Alcuino, arrebatándoselo-, que el percamenarius deseaba algo que juzgaba imposible obtener de otro modo, pues en caso contrario, y antes de asumir el riesgo de un secuestro, sin duda lo habría intentado. Algo de tal valor que no le importó arriesgar su propia vida, e incluso acabar con la de su pobre amante.
– ¿El documento de Constantino?
– Efectivamente: de nuevo el documento. Y si ambos, Genserico y Korne, murieron del mismo modo, recuerda que envenenados, sería lógico deducir que les mató la misma mano.
Theresa estrelló un tintero contra el suelo, haciendo que la tinta salpicara a Alcuino. Y no se arrepintió.
– ¿Sabéis lo que creo? -le espetó al fraile-. Que en realidad vos sois el culpable. Vos conocíais la importancia del pergamino; sabíais cómo Genserico y Korne fueron asesinados; os revelé las líneas ocultas entre los versículos de la Vulgata y poco después matabais al centinela con tal de recuperarla. -Señaló el códice esmeralda-. Os vi hablar con Hóos Larsson.
– ¿Con Hóos? ¿Cuándo? ¿En el túnel? Te aseguro que no era yo.
– Y luego también en el claustro.
– Creo que estás desvariando. -Le acercó la mano al hombro, pero Theresa la apartó con violencia.
– Dejad de tomarme por necia -le advirtió.
– Te repito que nunca me encontré con Hóos en el túnel, de modo que olvida ese dato. Es cierto que lo vi en el claustro, al igual que a Wilfred, a un par de domésticos y a otros dos prelados. Pero de ahí a conjeturar que yo estoy implicado… ¡Por Dios, muchacha! Cuando murió Genserico, nosotros aún navegábamos. Además, ¿por qué te habría contado cómo fueron asesinados?
– ¿Y por qué no liberáis de una vez a mi padre? -gritó-. ¿O es que aún me ocultáis algo?
Alcuino la miró con tristeza, se atusó las canas y apretó los dientes. Luego le pidió que se sentara, en un tono que jamás había empleado. La joven no obedeció, aunque presintió que él iba a confesarle lo que estaba sucediendo.
– Está bien. Pero siéntate -insistió mientras se enjugaba el sudor con un paño. Se tomó un tiempo de silencio-. Creo estar en disposición de afirmar que Wilfred mató a Korne, al igual que a Genserico.
– No os creo. Wilfred es un impedido.
– Así es, y su propio mal es su mejor aliado. Nadie sospecharía de él… ni de ninguno de sus mecanismos.
– ¿Qué queréis decir?
– Hará unos cuatro días, Wilfred me obsequió con el funcionamiento de uno de sus artilugios. Ocurrió al interesarme por la forma en que sujeta los perros a la silla. En ese instante accionó un resorte que liberó sus riendas como por ensalmo. Antes ya me había fijado en la bacinilla de sus excrementos, resuelta igualmente con un hábil mecanismo, de modo que me dirigí al herrero que, según me confesó, se los había incorporado. Al principio el hombre se negó a hablar, pero unas monedas bastaron para que me contara que había instalado en los agarraderos traseros de la silla un sorprendente artefacto. Concretamente, dos pequeños clavos curvados enrasados en el agarradero, que al ser accionados desde los brazos se elevan como dos dardos. El herrero juró que nunca había entendido su propósito, algo comprensible por lo insólito de su cometido.
– Y Wilfred utiliza ese mecanismo…
– Para inocular el veneno. Los clavos deben de estar bañados en alguna solución maligna. Tal vez ponzoña de serpiente. Imagino que así fue como mató a Genserico, e igualmente al percamenarius.
– Pero ¿por qué perpetraría Wilfred los crímenes? Él tenía acceso al documento. ¿Y los muchachos asesinados? ¿Por qué acusan a mi padre de haberlos acuchillado?
– Aún no tengo todas las respuestas, si bien espero hallarlas pronto. Y ahora que sabes la verdad, y dando por sentado que tu padre no es un asesino, te pido por favor que regreses al trabajo.
Theresa se fijó en el documento, a falta de tres párrafos para darlo por terminado. Luego clavó sus ojos en los de Alcuino.
– Lo concluiré cuando liberéis a mi padre.
El fraile miró hacia otro lado. Luego se revolvió.
– ¡Tu padre, tu padre! ¡Hay cosas más importantes que tu padre! -gritó-. ¿No entiendes que quienes buscan el pergamino aún pueden conseguir sus propósitos? Para poder atraparlos necesito que crean que ya tengo un culpable. Tu pobre padre es inocente, sí, pero también lo fue Jesucristo, ¿y acaso no dio Él su vida para salvarnos a todos nosotros? Ahora responde a esto, muchacha: ¿piensas que Gorgias es mejor que Jesucristo? ¿Es eso lo que crees? ¿Acaso le has preguntado si no acepta su sacrificio? Seguro que si pudiera hablar, me estaría agradecido. Además, dejémonos de naderías. Los dos sabemos que va a morir sin remedio. ¿Cuánto le queda? ¿Dos? ¿Tres días? Qué más da que muera en una cama o en el calabozo.
Theresa se alzó como un resorte y le cruzó el rostro de una bofetada.
Alcuino aguantó inmóvil mientras el rubor le palpitaba en la mejilla. Luego reaccionó como si acabaran de despertarlo. Se levantó y se acercó a la ventana, llevándose la mano a la cara.
– Perdona, no debí decir eso -se disculpó-. Pero aun así, recapacita. Es duro de escuchar, lo admito, pero tu padre morirá de todas formas. Zenón me lo ha confirmado, y nada de lo que hagamos podrá alterar ese hecho. De nosotros depende el futuro de ese documento. Ya te he explicado su trascendencia, y por ello te exijo que aceptes mis planteamientos.
Theresa se aguantó las lágrimas.
– ¿Sabéis? -rompió a llorar-. Me da igual lo que hagáis. Me da lo mismo que os roben el pergamino y que acabemos todos en el infierno, pero no consentiré que mi padre perezca en ese agujero.
– No lo entiendes, Theresa. Estoy a punto…
– Estáis a punto de matarlo; y tarde o temprano haríais lo mismo conmigo. Pero ¿de veras pensáis que soy estúpida? Ni mi padre ni yo os hemos importado nunca.
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