Ya en la fortaleza, el doméstico la guió por las cocinas, donde un hervidero de gente trasegaba las viandas con las que aquella noche agasajarían al missus dominicus. A Theresa le pareció estar en otro lugar, ya que por todas partes bullía gente nueva. Dejaron atrás los almacenes y se dirigieron hacia las fresqueras. Una vez allí, el guardia introdujo la escala en el agujero para que Theresa descendiera, cosa que la joven realizó con diligencia. Abajo, Gorgias tiritaba tumbado bajo una manta de piel podrida. Theresa advirtió que el centinela retiraba la escala, pero no le importó. Se agachó junto a su padre y le besó con ternura. Su cara ardía como una tea encendida.
– ¿Me oís, padre? Soy Theresa.
Él entreabrió unos ojos cubiertos de legañas. La muchacha comprendió que la miraba pero no la veía. Gorgias alzó su mano temblorosa para acariciar el rostro de aquel ángel que lloraba, y al rozarla pareció reconocerla.
– ¿Hija mía? -balbuceó.
Ella sintió cómo su mano le quemaba.
Le humedeció la frente empleando el agua sucia que llenaba una tinaja. Gorgias se lo agradeció con un susurro. Luego forzó una sonrisa.
Theresa le juró que pronto le liberarían. Le habló de Rutgarda; de sus sobrinos, los cuatro pilludos a los que adoraba; inventó una promesa por la que Alcuino le restituiría a su trabajo con toda clase de honores y también le mintió sobre Zenón, de quien aseguró había afirmado que se recuperaría de sus heridas. Lloró cuando comprobó que la vida se le escapaba.
– Mi pequeña -murmuró.
Theresa estrechó su mano. Con los dedos peinó su cabello desmadejado, y Gorgias se lo agradeció. De repente tosió abruptamente. En un instante de lucidez recordó el documento de Constantino. Deseaba contarle a Theresa que lo había ocultado sobre una viga de los barracones de esclavos en la mina. Había trabajado tanto… Las palabras no le salían. La vista se le desvanecía.
– ¿Dónde están mis libros? ¿Por qué no traen mis tintas?
Agonizaba.
– Están aquí. Como a ti te gusta -le mintió mientras le acariciaba las arrugas.
Gorgias miró alrededor y su cara se iluminó como si en verdad los contemplara. Luego apretó la mano de Theresa.
– Escribir es bonito, ¿verdad?
– Mucho, padre.
Entonces su mano se aflojó mientras un último suspiro escapaba de su garganta.
Entre dos hombres sacaron a Theresa, porque ella era incapaz de abandonar el agujero. Luego izaron el cadáver de Gorgias con una cuerda y lo trasladaron a la cocina como si fuera un fardo de habas. Allí, mientras lo amortajaban, una sirvienta preparó una infusión de salvia que Theresa derramó al probarla. Cada vez la rodeaba más gente que murmuraba y cuchicheaba sin respetar su terrible dolor. Pasado un rato, unos ladridos anunciaron la llegada del conde Wilfred. Theresa se enjugó las lágrimas con torpeza. Luego se levantó al advertir el aliento de los perros sobre su cara.
– ¿Ya ha muerto? -se interesó Wilfred sin hálito de compasión.
Theresa se mordió los labios, con su mirada odiando a aquel tullido que parecía disfrutar del amargor que la embargaba. Por respeto a su padre prefirió callar, pero en ese instante uno de los perros acercó su hocico al cadáver y comenzó a lametearlo. Entonces Theresa se giró y le estampó una patada que resonó en toda la cocina. El perro se revolvió mostrando las fauces, pero Wilfred le retuvo con una mueca de ironía.
– Cuidado, muchacha. La vida de mis molosos vale más que la de muchas personas.
La joven hizo un gesto pero se contuvo. Le habría abofeteado de no ser porque, a buen seguro, los perros la destrozarían. El hombre rio el ademán de la muchacha.
– Llevadla a la fresquera -ordenó mudando de expresión.
Theresa no comprendió, hasta que de repente dos soldados la agarraron y la arrastraron hacia las mazmorras. Ella demandó explicaciones, pero los hombres no sólo no la escucharon, sino que al llegar al borde del agujero la golpearon con una vara para obligarla a descender. Tras retirar la escala, Theresa miró hacia el embocadero. El agujero tenía una profundidad similar a la de tres hombres subidos a hombros, lo que imposibilitaba la huida. Al poco observó cómo los hocicos de los perros asomaban por el brocal, e instantes después hacía lo propio el rostro de Wilfred.
– ¿Sabes, muchacha? De veras lamento lo de tu padre, pero no debiste amenazar a Alcuino, y menos aún sustraer su pergamino.
– Pero ¿qué decís? Yo no he robado nada -respondió sorprendida.
– En fin. Como prefieras… Pero debo advertirte: si antes del amanecer no has confesado, se te acusará de expolio y blasfemia. Serás torturada, y morirás en la hoguera.
– ¡Maldito tullido! Os repito que no he robado nada. -Y le arrojó un cuenco vacío que se estrelló contra las paredes y volvió a caer sobre ella.
Wilfred no respondió. Restalló su látigo y los perros hicieron retroceder la silla hasta desaparecer de la vista.
Cuando se cercioró de que se había marchado, Theresa se dejó caer sobre el mismo sitio en que momentos antes había expirado su padre. Apenas si podía pensar, pero no le importaba que la acusaran. Había regresado a Würzburg por Gorgias, había luchado por él, e incluso había osado desafiar a Alcuino. Sin embargo, tras su muerte, ya todo le daba lo mismo. Se tumbó sobre los restos de paja, que sintió como agujas, y lloró con amargura. Mientras sollozaba, se preguntó en qué cementerio lo enterrarían.
Maldijo el documento. Por su causa habían fallecido Genserico, Korne, un joven centinela de quien ni siquiera conocía el nombre, el ama de cría… Y Gorgias, un padre por el que cualquier hija habría ofrecido su propia vida. Siguió llorando sin consuelo, y al dolor se sumó un frío que la fue entumeciendo hasta dejarla helada.
Pasada la medianoche, un guijarro le golpeó en la mejilla. Imaginó que se habría desprendido del brocal, pero otro impacto en una pierna hizo que se desperezara. Miraba hacia arriba sin distinguir un alma, cuando otra piedrecilla entró a través del hueco por el que se vertía la nieve desde las caballerizas. Observó el conducto, del diámetro de un tonel pequeño protegido por una reja. Aguzó el oído y escuchó que alguien le chistaba.
– ¿Sí? -susurró ella.
– Soy yo, Izam -escuchó en la lejanía-. ¿Te encuentras bien?
Theresa se tumbó y guardó silencio al advertir que un centinela se asomaba a la bocana. El guardia miró un par de veces y se retiró. Ella se incorporó de nuevo, cogió una piedrecita y la arrojó hacia la abertura.
– Escucha -oyó-. Aquí fuera hay vigilancia. -Hubo un silencio-. Te sacaré de ahí, ¿me oyes?
Ella respondió que sí y aguardó a que continuara. Sin embargo, Izam no volvió a hablar.
Ya no logró conciliar el sueño, de modo que esperó despierta a que los gallos anunciaran el comienzo de la alborada. Para entonces, una tenue claridad penetraba por el conducto de la nieve, como si de algún modo le recordara que de él provenía su única esperanza. Miró hacia el hueco deseando que apareciese Izam, pero eso no llegó a suceder. Entonces advirtió unas marcas en la roca que aparentaban representar un conjunto de edificios. Al fijarse, no recordó haberlas visto el día que Zenón atendió a su padre. Le pareció que los simulacros de casas repetían con insistencia una traza horizontal similar a una viga. Al poco bajaron la escala de madera y un par de centinelas la conminaron a que subiera. Theresa olvidó las vigas y obedeció. Cuando alcanzó la bocana, la amordazaron y le vendaron los ojos. Luego, con las manos atadas, la condujeron a través de las cocinas, que reconoció por el olor a pan horneado y tarta de manzana. De allí pasaron al atrio, donde percibió el frío cortante de la mañana, y de éste, al cuarto principal donde Wilfred la aguardaba. Supuso que era él, porque los perros gruñían como si desearan devorarla. De repente recibió un varetazo que le laceró la espalda. Le preguntaron por el paradero del pergamino y ella repitió que lo ignoraba. Continuaron interrogándola hasta que se hartaron de azotarla.
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